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Una vez al mes, una gran furgoneta blanca descendía por la larga carretera, y la excitación podía palparse tanto en los jardines como en el interior de la casa. Cuando se detenía en el patio delantero, toda una multitud la estaba esperando, la mayoría alumnos de primaria, porque una vez que dejabas atrás los doce o trece años no era conveniente mostrarte excesivamente ilusionado. Pero lo cierto es que todos sentíamos un gran entusiasmo.

Mirando hoy hacia atrás, resulta curioso pensar en tal excitación, pues los Saldos solían ser muy decepcionantes. Normalmente no se encontraba nada demasiado especial, y nos gastábamos los Vales en renovar lo que se nos había roto o se nos estaba quedando viejo con cosas muy similares. Pero lo curioso del caso, supongo, era que alguna vez todos habíamos encontrado algo en algún Saldo, algo que se había convertido en especiaclass="underline" una chaqueta, un reloj, unas tijeras de artesanía que nunca llegabas a usar pero que guardabas con orgullo junto a la cama. Todos habíamos encontrado algo parecido en el pasado, de suerte que, por mucho que fingiéramos que no nos importaba demasiado, no podíamos liberarnos de los viejos sentimientos de entusiasmo y esperanza.

De hecho no resultaba ocioso rondar en torno a la furgoneta mientras la estaban descargando. Lo que hacías -si eras alumno de primaria- era seguir de la furgoneta al almacén y del almacén a la furgoneta a los dos hombres con mono que cargaban grandes cajas de cartón, y preguntarles lo que había dentro. La respuesta habitual era la siguiente: «Un montón de cosas bonitas, pequeño». Pero si seguías preguntando: «Pero ¿seguro que son muchas y buenas?», ellos, tarde o temprano, acababan por sonreír y decirte: «Oh, yo diría que sí, pequeño. Un buen montón de cosas buenísimas», con lo que te arrancaban un gritito de alborozo.

Las cajas llegaban a menudo sin la tapa de arriba, de forma que podías echar una ojeada al interior y entrever todo tipo de objetos, y a veces, aunque en rigor no debían hacerlo, los hombres te dejaban mover las cosas para poder ver mejor las que te interesaban. Y así, cuando aproximadamente una semana después tenía lugar el Saldo, habían circulado ya todo tipo de rumores, quizá sobre un chándal concreto o una casete, y si en alguna ocasión surgía algún problema, casi siempre era porque varios alumnos habían puesto los ojos en el mismo objeto.

Los Saldos contrastaban vivamente con el callado ambiente de los Intercambios. Se celebraban en el comedor, y eran multitudinarios y ruidosos. De hecho, los empujones y los gritos formaban parte de la diversión, aunque la mayor parte del tiempo reinaba el buen humor. Salvo, como digo, en alguna que otra ocasión en que las cosas se iban de las manos y había alumnos que se agarraban y forcejeaban e incluso llegaban a pelearse. Los monitores, entonces, amenazaban con cerrar el tenderete, y a la mañana siguiente todos debíamos enfrentarnos a una reprimenda colectiva de la señorita Emily.

Nuestra jornada en Hailsham empezaba todas las mañanas con una reunión de custodios y alumnos, por lo general bastante breve: unos cuantos anuncios, quizá un poema leído por un alumno. La señorita Emily no solía hablar mucho; se sentaba muy tiesa en el escenario, asintiendo con la cabeza a cada cosa que se decía, de cuando en cuando dirigiendo una mirada gélida hacia cualquier susurro que hubiera podido oírse entre los alumnos. Pero a la mañana siguiente de un acontecimiento excepcional -como era el caso de un Saldo tumultuoso- las cosas eran diferentes. Nos ordenaba sentarnos en el suelo -en estas reuniones matinales solíamos estar de pie-, y no había comunicados ni actos de ninguna clase. La señorita Emily nos hablaba durante veinte, treinta minutos (e incluso más, a veces). Raramente alzaba la voz, pero en estas ocasiones había en ella algo acerado, y ninguno de nosotros, ni siquiera los de quinto de secundaria, se atrevía a emitir el menor sonido.

Entre los alumnos había una sensación general de mala conciencia, por haber -en cierto nivel colectivo- fallado a la señorita Emily, pero por mucho que lo intentábamos no lográbamos seguir sus peroratas. En parte por su lenguaje. «Indigno de privilegio» y «mal uso de la oportunidad» eran dos de sus expresiones habituales (Ruth y yo conseguimos dar con ellas cuando rememorábamos el pasado en su cuarto del centro de Dover). El tenor general de su alocución era muy claro: siendo como éramos alumnos de Hailsham, todos éramos muy especiales, y por tanto el hecho de que nos portáramos mal resultaba enormemente decepcionante. Más allá de estas afirmaciones, sin embargo, las cosas se volvían oscuras. A veces seguía disertando con apasionamiento, para de pronto detenerse en seco con un: «¿Qué es? ¿Qué es? ¿Qué puede ser lo que nos frustra?». Y seguía allí de pie, con los ojos cerrados, con el ceño fruncido como si tratara de dar con la respuesta. Y aunque nos sentíamos desconcertados e incómodos, seguíamos sentados en el suelo, deseando que la señorita Emily diera con fuera lo que fuese lo que estaba necesitando su cabeza. Luego retomaba el discurso con un suspiro suave -señal de que iba a perdonarnos-, o bien salía de su silencio con un estallido: «¡Pero a mí no se me va a coaccionar! ¡Oh, no! ¡Y tampoco a Hailsham!».

Al recordar estas largas disertaciones, Ruth señalaba lo extraño que era que fueran tan ininteligibles, pues la señorita Emily, en clase, podía ser tan clara como el agua. Cuando dije que a veces la había visto vagando por Hailsham como en un sueño, hablando sola, Ruth se ofendió y dijo:

– ¡La señorita Emily no fue jamás así! Hailsham no habría podido ser como era si hubiera tenido al frente a una persona chiflada. La señorita Emily tenía un intelecto tan afilado como un bisturí.

No discutí. Ciertamente, la señorita Emily podía ser asombrosamente sagaz. Si, por ejemplo, estabas en alguna parte de la casa principal o de los jardines donde no debías estar, y oías que se acercaba un custodio, normalmente siempre había algún sitio donde podías esconderte. Hailsham estaba lleno de escondites, dentro y fuera de la casa: aparadores, recovecos, arbustos, setos. Pero si a quien veías acercarse era a la señorita Emily, el corazón se te encogía, porque siempre sabía que te habías escondido y dónde. Era como si tuviera un sexto sentido. Podías meterte dentro de un aparador, cerrar las puertas bien cerradas y no mover ni un solo músculo, pero sabías que los pasos de la señorita Emily se detendrían ante el aparador y que su voz diría:

– Muy bien. Sal de ahí.

Es lo que le sucedió una vez a Sylvie C. en el rellano de la segunda planta, con la diferencia de que en esta ocasión la señorita Emily se había puesto hecha una furia. Ella nunca gritaba, como podía gritar por ejemplo la señorita Lucy cuando se enfadaba mucho contigo, pero daba mucho más miedo cuando la que se enfadaba era la señorita Emily. Los ojos se le empequeñecían, y se ponía a susurrar con fiereza para sus adentros, como si estuviera discutiendo con un colega invisible qué castigo terrible debía imponerte (el modo en que lo hacía te llevaba a desear vivamente y a partes iguales saberlo y no saberlo). Pero normalmente la señorita Emily nunca te imponía sanciones horribles. Casi nunca te dejaba castigada, ni te hacía hacer tareas ingratas o te quitaba privilegios. Pero daba igual, porque te sentías aterrorizada con sólo saber que habías perdido puntos en su estima, y ansiabas hacer algo al instante para redimirte.

Pero lo cierto es que con la señorita Emily todo era imprevisible.

Puede que Sylvie se la cargara esa vez, pero cuando pilló a Laura corriendo por la parcela de ruibarbo, la señorita Emily no hizo más que espetarle:

– No deberías estar aquí, jovencita. Sal de ahí ahora mismo.

Y siguió caminando.

Hubo una época en que creí que había caído en desgracia con ella. El pequeño sendero que bordeaba la trasera de la casa principal era uno de mis sitios preferidos. Estaba lleno de recovecos, de prolongaciones; tenías que pasar casi rozando los arbustos, internarte bajo dos arcos cubiertos de hiedra y por una verja herrumbrosa. Y desde él podías atisbar en todo momento el interior de la casa a través de las ventanas (yendo de una a otra). Supongo que, en parte, la razón de que ese sendero me gustara tanto era que nunca estuve muy segura de si era o no un lugar prohibido. Ciertamente, cuando había clase en las aulas, se suponía que no tenías que estar allí. Pero los fines de semana, o al caer la tarde, no estaba nada claro. De todos modos, la mayoría de los alumnos siempre lo evitaba, y quizá otro de sus alicientes residía precisamente en eso: que cuando estabas en él te apartabas de todo el mundo. El caso es que una tarde soleada estaba recorriendo este pequeño sendero -creo que estaba en tercero de secundaria-, y, como de costumbre, al pasar por las ventanas iba mirando las aulas vacías, cuando de pronto miré dentro de una de ellas y vi a la señorita Emily. Estaba sola, paseándose lentamente, hablando consigo misma, dirigiendo gestos y observaciones a un auditorio invisible. Supuse que estaba preparando una clase, o quizá una de sus charlas de las reuniones matinales, y me disponía a pasar de largo deprisa antes de que pudiera verme cuando de pronto volvió la cabeza y me miró directamente. Me quedé petrificada, pensando que me la había cargado, pero vi que ella seguía con su mudo parlamento y sus gestos, sólo que ahora los dirigía hacia mí. Luego, con toda naturalidad, se volvió y fijó la mirada en otro alumno imaginario de otro rincón del aula. Me escabullí por el sendero, y durante los días siguientes tuve miedo de lo que la señorita Emily pudiera decirme cuando volviera a verme. Pero nunca mencionó aquel incidente.

Aunque no es de esto de lo que quiero hablar en este momento. Lo que ahora quiero es contar unas cuantas cosas de Ruth, cómo nos conocimos y nos hicimos amigas, cómo fueron nuestros primeros tiempos juntas. Porque últimamente -y cada vez más- estoy conduciendo a través de los campos en una larga tarde, por ejemplo, o tomando café junto al enorme ventanal de una gasolinera de autopista, y me sorprendo una vez más pensando en ella.

No fuimos amigas desde el principio. Me recuerdo con cinco o seis años haciendo cosas con Hannah y Laura, pero no con Ruth. De la época más temprana de nuestra vida apenas conservo un recuerdo vago de ella.