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– Deja de comportarte como un buey con cuernos y pórtate como un hombre con sesos. ¿Cuántas bravatas necesitas para impedir que te maten? ¿Cuántos mercenarios van a seguir protegiéndote cuando sepan que el "oncle" ha muerto? Todo está preparado. El cardenal patriarca de Venecia, Barbo, nos debe muchos favores y te presta su escolta. Vete a Ostia y embarca en una galera hacia España. Aquí están asaltando nuestras casas, nuestras posesiones. Hay que ganar tiempo.

Se oye griterío en la calle y por la ventana abierta al agosto romano entran varias piedras y gritos como cuchillos.

– ¡Catalanes! ¡Ladrones!

¡Fuera de Roma!

Acepta Pere Lluís el consejo de su hermano, se abrazan y sale corriendo mientras Rodrigo se asoma a la ventana y contempla con curiosidad el tumulto.

– Las tribus de los Colonna y de los Orsini se han puesto de acuerdo para echar a la tribu extranjera. Han vendido la piel del buey antes de matarlo.

El ruido de la calle se ha metido en palacio y de los pasillos lejanos llega el ruido sincopado del avance de grupos que Rodrigo afronta sin apartarse de la ventana. La estampida de los pasos precipitados empuja la puerta y se encarna en un grupo de gente armada a cuyo frente va la colección completa de patricios romanos. La presencia de Rodrigo los contiene hasta que Orsini asume el protagonismo y da dos pasos hacia el Borja cardenal.

– Tu tío está a punto de morir y el yugo de los Borja morirá con él.

– ¿De qué yugo hablas?

– Habéis utilizado la silla de Pedro para enriqueceros y apoderaros del Estado.

– La silla de Pedro quedará vacía en las próximas horas y ¿quién la ocupará? ¿Un Colonna?

¿Un Orsini? ¿Un Della Rovere?

¿Quién puede oponerse a un cambio de signo? Mi tío ha sido un hombre de leyes que ha ayudado a consolidar la legitimidad del papado unificado después del oprobio de Aviñón. Mi tío no consiguió disuadir al papa Luna para que renunciara al solio y fortaleciera la unidad de la Iglesia. No soy un hombre de armas, ni de algaradas, yo soy un hombre de leyes. ¿Voy a oponerme yo a que tú, por ejemplo, seas el futuro papa?

– Yo no lo pretendo. Pero tu hermano merece un castigo. Nos ha humillado. Se ha burlado de nosotros.

– Mi hermano es mi hermano, yo soy yo, y la causa de la Iglesia, que es la de Dios, está por encima

de todos nosotros. Los cardenales somos gente sagrada puesto que nuestros fines son sagrados, ya lo dijo san Pablo: "Qui altare deserviunt, cum altare participant." Los que sirven al altar, participan del altar. Dejad que me cuide del tránsito de mi tío y contad conmigo para cuando haya que continuar la historia sagrada de la Iglesia.

Se abre paso Rodrigo sin ser hostigado y al llegar al pasillo corre más que anda, gana la escalera y llega al patio trasero al tiempo que su hermano sube a un caballo rodeado de cuatro jinetes guardaespaldas.

– Da un rodeo para que no parezca que te diriges a Ostia, porque pueden tener controlada la salida. Cruza el Tíber por la Puerta de San Paolo. Van a por ti, Pere Lluís.

Arrancan los cinco jinetes sin que nada diga Pere Lluís y queda en el patio Rodrigo con los ojos llorosos y en los labios una sentencia:

– "Mihi hieri et tibi hodie."

Hacia el horizonte marino miran los ojos empequeñecidos, febriles, de animal enfermo de Pere Lluís Borja y es abatimiento lo que le derrama sobre el malecón mientras se vuelve hacia los guardaespaldas que esperan su decisión.

– La galera ha zarpado y no ha querido esperarme.

Los guardaespaldas se miran entre sí y uno de ellos se decide.

– Las galeras no esperan a los vencidos y nosotros no queremos jugarnos nuestro humilde cuello junto al suyo, jefe. El cardenal Barbo no nos obliga a más. Nos vamos.

Le dan la espalda y Pere Lluís retiene por un brazo al que ha hablado.

– Tengo dinero para fletar cien galeras.

– Avísenos cuando estén fletadas, pero por si acaso no siga vestido de capitán general, le buscan y lo pasará mal si le encuentran.

Se alejan los mercenarios y Pere Lluís encuentra un rincón en penumbra para arrancarse los atributos más llamativos de su uniforme y quedar como un capitán general desaliñado o degradado. Suda y le castañean los dientes cuando se mete por las callejas portuarias en busca de la primera oportunidad de huida. Se introduce en una taberna donde su irrupción provoca silencios y algún sarcasmo.

– ¡El almirante de la flota turca!

Las risotadas le siguen mientras se abre paso hasta el tabernero. Los ojos de Pere Lluís bajan turbios y le cuesta hablar cuando señala el blusón que luce el propietario del local.

– ¿Cuánto me pides por ese blusón?

– ¿Sólo el blusón? ¿No quiere el señor también los calzones?

– Sea. El blusón y los calzones.

Le dice el precio el hombre a la oreja y Pere Lluís no discute.

Pone sobre el tablero el dinero.

Tampoco discute el tabernero, que se despoja del blusón y de los calzones para la risotada general, al tiempo que Pere Lluís se desviste y se pone la ropa recién comprada.

El tabernero no sólo se queda el dinero, sino que también se apropia de la ropa del visitante y se la pone mientras la hilaridad crea más hilaridad. A uno y otro lado del tablero se han cambiado los aspectos, pero la perplejidad del tabernero se ha vuelto codicia.

– ¿Qué más está dispuesto a comprar su excelencia?

– Un barco. Necesito zarpar hoy mismo.

– Aquí en Ostia no lo encontrará. Tal vez en Civitavecchia.

Allí podría conseguírselo. Si le interesa puedo hacer gestiones.

Le da su consentimiento Pere Lluís y más dinero, para refugiarse a continuación en una mesa y beber directamente con sed de días una jarra de vino. Percibe de pronto que está rodeado de un cerco de miradas y de silencio y se empeña en romperlo.

– Soy un caballero del Santo Sepulcro que trato de reunirme en Malta en una expedición contra los infieles.

Se van acercando los tabernarios como una mancha de vino derramada y alguno se atreve a sentarse a su mesa.

– No sabíamos que estaba en marcha una Cruzada.

– El papa va a morir y sin duda su sucesor cumplirá su proyecto de organizar una Cruzada.

– ¿Quién será el sucesor?

¿Otro catalán?

– No. ¡Jamás!

Ha sido casi un grito el que ha lanzado Pere Lluís y recibe el refrendo popular.

– ¡Jamás!

– Dicen que la familia del papa se ha apoderado de todas las riquezas de Roma y los mercenarios de su sobrino Pere Lluís han expropiado a las grandes familias y han abusado de sus privilegios.

– Se dice, sí.

– A mí no me importa que se lo roben todo a los señores de Roma.

Yo sigo pobre sean quienes sean los ricos, pero usted que tiene portes romanos, ¿a qué partido pertenece?

– Al de Dios nuestro Señor.

– Bando muy amplio es ése.

– En él cabemos todos.

Ha vuelto el tabernero y susurra las nuevas a oídos de Pere Lluís. Trata de levantarse pero se le nubla la vista y los rostros que se le acercan le parecen o difuminados o distorsionados. Consigue finalmente izarse y proclama:

– Me voy, señores, pero queda pagada una ronda.

Se apoya en el hombro del tabernero vestido de capitán general de Roma y suben una escalera hasta encontrar una habitación común de hospedería. Sobre la cama pierde el conocimiento, y cuando lo recupera, el rostro del tabernero está cerca del suyo y en retaguardia una silueta que cree familiar pero que no percibe con nitidez, hasta que la silueta sale de sí misma y allí está el secretario de su tío, que le aborda sin darle tiempo a decir nada.

– Gracias a Dios que ha despertado. Su familia está muy preocupada por usted en estos tiempos de revuelta. Su hermano me encarga decirle que todo sigue su curso.

Cierra los ojos Pere Lluís y continúa el secretario ofreciéndole información sobre su circunstancia.

– Lleva dos semanas entre delirios y no ha sido fácil encontrarle. En cuanto se recupere podrá embarcar en Civitavecchia.

Pere Lluís quisiera preguntar ¿qué tengo? pero la voz no le acompaña.

– Se trata de unas fiebres.

Es tan neutral la expresión del secretario como experta la del tabernero enfermero, que deposita un pañuelo mojado sobre la frente del yaciente. Es una sonrisa la que cubre su rostro, mientras los ojos cerrados protegen la sensación de seguridad que experimenta. Pero en cuanto cierra los ojos, la expresión del secretario deja de ser neutral para ser preocupada y la del tabernero teatralmente angustiada, mientras cabecea como negándose a asumir lo inevitable.

– ¿Sin noticias de tu hermano?

Es sarcasmo lo que refuerza la pregunta de Orsini, pero Rodrigo la asume como una interesada demanda y, abatido, confiesa:

– Sin noticias.

– Un cónclave con estos calores de agosto y la peste en las calles y en los cementerios.

Indica resignación el gesto de Rodrigo y al paso con Orsini va connotando el conocimiento de los otros miembros del Sacro Colegio.

– Veo a Estouville muy seguro de su victoria. ¿Cómo verías tú

la victoria de un cardenal francés?

– ¿Qué tiene de malo un cardenal francés?

– Tal vez sea conveniente ahora un papa italiano, después del interregno de mi tío: la ciudad lo acogería como una reparación.

– Me complace mucho tu juicio, Rodrigo, por venir de ti.

– Mis votos serán para un cardenal italiano: Barbo.

– ¿El patriarca de Venecia?

Jamás. Eso sería fortalecer el papel de la república veneciana, y no están ni los Medicis, ni los Sforza, ni los Gonzaga, ni los Este dispuestos a asumirlo.