Finalmente habla:
– De lo que estoy seguro es de que los intereses de los italianos no coinciden con los de los bárbaros, y bárbaros y bien bárbaros son los nuevos invasores de Italia.
La soldadesca asalta casa por casa y, como siempre ocurre, los mercenarios sólo sirven para cobrar la soldada y abandonarte cuando vienen mal dadas. Roma está en silencio a la espera del pillaje y del llanto. Milán y los Sforza ceden ante los franceses, Florencia se rinde, Venecia consiente.
¿Qué puede hacer el papa con un puñado de mercenarios? La guardia española y los voluntarios de la colonia alemana resisten en las puertas de Roma, pero es un combate condenado al fracaso. Burcardo, César y Djem escuchan la perorata de Alejandro Vi desde el respeto.
– Y las familias romanas, ¿dónde están? ¿Dónde están esos vendepatrias? Della Rovere es un agente francés, pero Orsino Orsini había recibido mi encargo de hacer frente al invasor, aunque fuera con su único ojo. ¿Dónde está? Por cierto, ¿las mujeres están a buen recaudo?
– No todas.
– ¿Qué quieres decir, César?
– De eso veníamos a hablarte.
Giulia Farnesio está en poder de los franceses.
– ¿Se ha pasado, obligada por su marido, a los franceses?
– La tienen en condición de rehén y te piden un rescate.
– ¿A mí?
– A ti.
Ha oído pero no ha oído el papa. Se ha puesto en pie y quisiera caminar pero no lo hace, también hablar, pero tampoco logra hilvanar una oración compuesta. Sólo consigue decir tres veces "Giulia, Giulia, Giulia" y, ya desahogado, se lamenta:
– Y Joan en Gandía, mi general, mi brazo armado, tan lejos.
Yo le preguntaría: ¿qué podemos hacer?
Mas no contesta el ausente Joan, sino César.
– Pagar.
– Pagar ¿qué?
– El rescate. El secuestro puede tratarse de una burla, conocedores los franceses del mucho interés que te despierta la dama, pero de momento le han puesto un fuerte precio. Están a las afueras de Roma y si pagamos la sueltan.
– ¿A qué esperamos? No importa el precio. César, negocia tú, ahora, corre, no pierdas ni un segundo.
De la penumbra sale Corella, cuchichea con César y se van, dejando al papa con un brazo sobre la espalda de Burcardo, sorprendido por el gesto papal.
– Ya ha empezado la humillación. Entrarán en la ciudad y traen la consigna de desposeerme de la sede, convocar un concilio y nombrar un papa proclive a sus intereses.
Medita Burcardo y no se suma a la tristeza autocompasiva de Alejandro Vi.
– Pero se encontrarán con un buey Borja con las patas bien firmes y la testuz defendiendo la sede de Pedro. Poca fue la resistencia del papa Luna desde Peñíscola comparada con la que yo pueda hacer. Burcardo, escucha y anota, porque puedes oír en estos momentos mi última posibilidad de testamento. Grandes han sido mis faltas, pero siempre he tratado de consolidar la autonomía de la Iglesia frente a los príncipes.
– No todo está perdido.
– ¿Tienes un ejército escondido entre tus libros de rezos o de protocolos?
– El ejército escondido, invisible, pero real lo tiene su santidad. No dé la tiara por perdida hasta no descubrir las intenciones del francés.
Arde Roma, comprueban los dos hombres desde las ventanas asaltadas por las luminarias, y el pillaje se desparrama como el aceite hirviendo. Djem, a espaldas del papa y de Burcardo, se ha sentado a una mesa y come con las dos manos cuantos manjares se ponen a su alcance hasta que nota la mirada desaprobadora de Burcardo sobre sus manos, sus labios grasientos, su cuerpo vencido por el ataque de bulimia. Los ojos de Djem son no sólo los de un animal hambriento, sino también acorralado.
– ¿Qué le pasa, príncipe Djem?
– Tengo hambre.
– ¿Es sólo hambre lo que tiene?
– Júrame que me dirás la verdad, Burcardo.
– Toda la verdad que yo tenga es suya.
– Me han dicho que vais a entregarme a los franceses. No tengo a Joan, mi amigo, el único que me protegía.
– ¿Quién se lo ha dicho?
– Me lo han dicho.
– Delira, príncipe. ¿Cree que los franceses han venido a Roma a buscarle?
Hasta las estancias de los Borja empiezan a llegar desde la calle gritos y blasfemias, ruido de armas y de muerte, mientras César y Miquel cabalgan hacia las luces del campamento francés, la mano del Papa protege especialmente una bolsa que cuelga junto a su pernera derecha y no perderá el contacto hasta llegar al campamento enemigo, cuando la tome posesivamente para dejarla caer sobre una mesa rodeada de militares franceses. No ha gustado su prepotencia y un oficial pincha con un cuchillo su garganta, pero Michelotto ha sacado el suyo y lo pone a su vez en el cuello del militar francés. Hay una colérica parálisis de los militares reunidos hasta que en la habitación entra un personaje que merece el grito:
– "Attention! Le roi!" Solicita una explicación Carlos Viii, con la afilada e inmensa nariz en ristre, mal asentado sobre sus pies deformes, bovinos, y se la suministran en voz baja, al tiempo que le enseñan la bolsa llena de dinero que César ha traído. El rey cede el dinero a un ayudante con un mohín de desprecio y va hacia el trío ya desarmado que componen César, Corella y el oficial francés.
– Así que estoy ante el famoso cardenal César Borja, cardenal de Valencia. ¿Sobrino del papa?
¿Hijo quizá?
– Allegado.
– Allegado. ¿Viene en busca de Giulia Farnesio? Su marido el príncipe Orsini es leal a mi causa y no ha puesto demasiado empeño en rescatarla. La dama es hermosa y el precio ha sido alto. El papa es un hombre que sabe valorar lo que quiere, ¿no es cierto?
– Eso dice su fama.
Ordena el rey con la cabeza que se cumpla lo acordado y al instante brota más que sale Giulia de detrás de un biombo de lona. Mirada por todos, a nadie mira, pasa con majestad ante las inclinaciones de los hombres, sale de la tienda y va hacia un caballo enjaezado. A él se sube y será Carlos Viii en persona quien golpee la grupa del caballo, y sobre el animal, Giulia Farnesio, entre las teas encendidas y los ecos de los cascos de los caballos, avanza hacia la entrada de Roma y a lo lejos parecen sólo quedar luces para captar la soledad del papa, empequeñecido en la lejanía, esperando a las puertas el regreso del amor perdido, como si sólo él y ella contaran después de la catástrofe.
– ¿Ves lo que yo veo, Burcardo?
– Lo veo, cardenal Della Rovere.
– ¿Y no te hierve la sangre cristiana?
– La sangre no hierve, eminencia.
Della Rovere da vueltas en torno a Burcardo como si quisiera sitiarle y rendirle por asedio.
Ante ellos se produce el encuentro entre Giulia y Alejandro, ella arrodillada trata de besarle el anillo, él la fuerza a levantarse y llegan a tiempo César, Miquel, Adriana del Milá, el marido Orsini para llevársela. En el momento en que Orsini cobija a su mujer bajo una capa se detiene el gesto posesivo de Rodrigo y hay un desafío fugaz en las miradas cruzadas de los dos hombres, desafío desigual porque, sobre el ojo vacío, Orsini lleva un parche. Finalmente el papa queda solo bajo la luna y los ojos acechantes e insolidarios de los romanos. Una voz oscurecida, hija de la noche, sale como una lengua bífida en dirección al maestro de protocolo:
– Burcardo, esta noche entrarán los franceses en el Vaticano y los Borja habrán terminado. Será necesario el testimonio cercano de alguien que los conoce bien como tú para impugnarlos y que no salgan librados. Un concilio purificador.
Ésta es la cuestión.
Se ha sobresaltado Burcardo ante las palabras que salen del embozado Della Rovere, que sigue a su lado.
– Los del partido francés lo tenemos todo controlado y esta vez Rodrigo no se salvará.
No contesta Burcardo, y va en pos de Rodrigo mientras Della Rovere sigue los pasos del cortejo Orsini que secunda el regreso de Giulia al hogar. Adriana ha acogido entre sus brazos a la deprimida Giulia y Della Rovere se dedica al marido Orsini, que camina como si llevara el peso del mundo sobre sus espaldas.
– Ha sido humillante, bravo Orsini, pero me ha emocionado su gesto de dar la cara por su mujer en el momento en que el papa parecía tomar definitiva posesión de ella. Se dice que su santidad os ha prohibido los contactos sexuales. Ni siquiera permite que el marido haga uso de su esposa. Rompe el vínculo sagrado que Dios ha establecido.
No le escucha Orsini, como no escucha a su madre Adriana cuando trata de sacarle de su melancolía.
– Todo ha pasado, hijo.
Pero desde la histeria irreprimible, grita el marido:
– ¡Todo ha quedado en evidencia! Más que nunca. No pienso quedarme en Roma ni un día más.
El papa es un monstruo y hasta el marido de Lucrecia desde Padua dice que es un repugnante incestuoso y reclama que le devuelvan a su mujer. ¡Mañana partiré hacia Jerusalén como peregrino!
– Me parece muy lejos para ti, hijo.
– No hay lugar demasiado lejano para mi vergüenza.
Obliga Della Rovere a detenerse al joven Orsini tomándole por los hombros.
– Más vergüenza ha vivido y vivirá Rodrigo Borja, al que me niego a reconocer como mi sumo pontífice. Esta noche los soldados franceses han allanado la casa de Vannozza y han hecho con ella lo que han querido.
No se siente cómplice de las desdichas ajenas el deprimido marido y se escabulle Della Rovere tratando de volver al dúo formado por el papa y Burcardo, pero ya entran en palacio seguidos de César y sus amigos y Giuliano queda a una prudente distancia. En el interior, Alejandro va hacia el trono pontificio y se sienta. Con la excepción de Burcardo, sus hijos, los amigos de César y Djem, nadie le acompaña, y a medida que se acerca el ruido de las fanfarrias que preceden a la tropa francesa, aumenta la serenidad del grupo, sin que nadie se aparte de su puesto, y cuando baten las puertas bajo la presión de la soldadesca, Burcardo lanza la última recomendación.