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Hay pliegues en el vientre de Vannozza, arrugas que empiezan a cercarle los ojos, aunque no hayan perdido su condición de lagos serenos, propicios aunque lejanos.

– ¿A quién miras cuando miras?

– A ti.

Los cabellos teñidos le caen dulces sobre los senos cuando se inclina en busca de las piezas de ropa descuidadas sobre una silla.

Rodrigo sube las sábanas para cubrir mínimamente su propia desnudez, mientras analiza las decadencias de Vannozza con una mirada a la vez tierna y asustada.

– Es curioso, a pesar de la oscuridad, es de noche cuando te das cuenta de que el tiempo pasa.

Vannozza esta vez le ha oído y le contempla sonriente pero sorprendida.

– Estás melancólico o me estás diciendo que me hago vieja. No tengo el cuerpo de Giulia Farnesio.

– Quedamos en no volver a hablar de Giulia. Estás muy hermosa. Yo sí me hago viejo. ¿Cuántos años tengo?

– ¿Sesenta?

– Sesenta y uno.

– ¿Y qué?

Se ha vestido Vannozza y se exhibe ante él.

– ¿Estoy guapa?

Asiente Rodrigo y se levanta del lecho envuelto en las sábanas.

Va hacia la ventana que da a un patio interior y desde allí percibe en otra estancia al hombre inclinado sobre los papeles con una pluma en la mano.

– Tu marido escribe. Pero es un mal poeta. Peor, es un poeta vulgar.

Vannozza se pega a Rodrigo y se deja caer de espaldas contra su pecho al tiempo que le coge los brazos y los cruza sobre sí misma.

Ahora son los dos los que observan al escribiente.

– Es un buen hombre y te es leal.

– Si no lo fuera, no te lo habría dado por marido.

– ¿Si no fuera un buen hombre o si no te fuera leal?

– Si no me fuera leal aun a costa de dejar de ser un buen hombre.

Rodrigo suspira, deshace el abrazo, la situación. Empieza a seleccionar sus ropas y paulatinamente su aspecto va adquiriendo la apariencia de un eclesiástico, una apariencia todavía no ultimada, pero ya se siente capaz de decir:

– Hemos de dejar de vernos durante algún tiempo.

– ¿Por qué?

– Empieza el cónclave para elegir un nuevo papa.

El hombre ahora sí completa su vestuario. La casulla cárdena le convierte en príncipe de la Iglesia.

– Todo cardenal quiere ser papa. ¿Por qué no yo?

– ¿Estás loco?

– ¿No puedo conseguirlo? Durante más de veinte años he sido el urdidor de la política pontificia, soy el canciller apostólico. No ha habido paso dado por los papas desde los tiempos de mi tío Alfonso, Calixto Iii, que yo no conozca, que yo no haya propiciado. He dejado que otros lo fueran con menos conocimiento de asuntos de la Iglesia que yo. Yo coroné con estas manos al papa que acaba de morir. ¿Por qué no puedo serlo yo ahora?

– Has tenido siete hijos naturales conocidos y se te atribuyen otros tantos por ahí desperdigados.

– No soy el único cardenal que tiene hijos, Riario los tuvo y fue papa. Della Rovere los tiene y quiere ser papa. Sixto Iv convirtió la boda de uno de sus hijos en un acontecimiento social.

– No eres italiano. Todas las familias italianas quieren ver como papa a uno de su dinastía: Colonna, Della Rovere, Medicis, Orsini, Este, Sforza. Recuerda la campaña que desencadenaron cuando llegasteis los catalanes a Roma, recuerda la suerte de tu hermano Pere Lluís.

– Recuerdo y porque recuerdo quiero ser papa. Toda la historia de los Borja conduce a que yo sea papa y a que el día de mañana lo sea nuestro hijo César.

– ¿César, papa?

Rodrigo pasa por alto la perplejidad de la mujer, sustituida por el rostro de la incredulidad, y la invita a salir del dormitorio con un amplio gesto amable pero autoritario. Él mismo abre la puerta y tira de Vannozza cogiéndola por una mano hasta llevarla a una sala de estar donde sorprenden la espera de César, Lucrecia, Joan y Jofre. Si Lucrecia corre para abrazar a su padre y recibir de él besos en las mejillas y en los labios, Joan inclina la cabeza y junta los talones entre la ironía y el respeto. Jofre, casi un niño, sale del tedio para entrar en la resignación. César no ha movido ni un músculo y espera acontecimientos, de perfil, sentado sobre el alféizar de la ventana que anuncia la noche romana. Viste de negro y agrede el espacio con su nariz de ave rapaz. Se une al grupo Carlo Canale, el marido de Vannozza, que se suma con la naturalidad de un hombre invisible, a juzgar por el poco caso que le hacen los allí reunidos, con la excepción de Vannozza, que se separa de Rodrigo para ponerse a su lado y escuchar juntos lo que va a anunciar el cardenal.

– Hijos míos, os he mandado llamar porque he de comunicaros algo que Joan ya sabe y tú, César, quizá sospeches. El papa ha muerto y empieza el cónclave. Os aviso de que quiero ser papa y haré cuanto esté en mis manos para conseguirlo.

Es César quien le tira un objeto que Rodrigo se ve obligado a cazar al vuelo. Es un puñal enfundado, y desde el silencio, el cardenal pide explicaciones.

– Ya tienes en tus manos algo para conseguirlo.

No es aprobación lo que se lee en el rostro de Rodrigo, ni en el de Joan, y sí alborozo en el de Jofre, mientras Lucrecia sigue refugiada en el pecho de su padre.

– Tú deberías ser quien más cuidado pusieras en lo que haces y dices. Hemos hablado muchas veces de vuestro destino y pasa porque yo consiga ser papa ahora y tú lo consigas a tu vez algún día.

César aguanta la mirada de su padre y contempla a sus hermanos como estudiándolos. Es amor lo que siente por Lucrecia, desprecio por Joan, indiferencia hacia Jofre.

También Rodrigo pasa revista a sus hijos como si los inventariara.

– La familia nos hará invencibles. Los Borja contra el resto de familias que se reparten el poder y no quieren intrusos. Mi tío llegó solo a Roma sin otra protección que san Vicente Ferrer y se rodeó de valencianos y catalanes para defenderse de estos conspiradores. Él no tenía lo que yo tengo. Riqueza. Experiencia en la curia. Una familia. Pero empecé casi de la nada. Mi madre era una señora viuda de Xátiva que gracias a su hermano obispo de Valencia…

tenía dos hijos, mi pobre hermano Pere Lluís y yo…

Los hijos escuchan la historia de su dinastía con dedicación pero desde una cierta hartura. Aunque Rodrigo se detenga ante Joan y le coja por un brazo, como convirtiéndole en el principal destinatario de su nostalgia, es Joan precisamente quien atiende con menos ganas. César se ha enroscado en sí mismo y escucha el discurso de su padre mientras contempla una lejanía que sólo él ve. Rodrigo acaricia ahora los rizos rubios de Lucrecia, le pasa las manos por las mejillas, los hombros, detiene las manos sobre los pechos, pero luego las baja hasta el talle de avispa, del que se apodera como si quisiera beber de aquel cuerpo.

– Tú, Lucrecia, aportas tu belleza, y todos los señores de la Tierra querrán poseerla y serán poseídos por los Borja. Tú, Joan, heredarás de tu malogrado hermanastro Pere Lluís el ducado de Gandía y serás rico y poderoso en España y el brazo armado del papado si yo salgo elegido. Tú, César, has de ser cardenal y papa, y tú, Jofre, has de crecer, muchacho, para ser útil a la familia.

Durante el cónclave hemos de vernos lo menos posible. Todo el mundo sabe que tengo una familia, pero conviene que no lo recuerden demasiado mientras gano voluntades para ser elegido. Burcardo, el jefe de protocolo, me ha aconsejado que no os dejéis ver.

– Burcardo es un pájaro de mal agüero.

Joan replica a su hermano sin salir de la displicencia:

– César, tú detestas a Burcardo porque está horrorizado por tu forma de vestir.

– Y por nuestra forma de vivir.

Burcardo nos odia. Más incluso que Giuliano della Rovere.

– Burcardo me es fiel, y lo sabe todo sobre cómo debo comportarme para ser papa.

Y desde la distancia devuelve el puñal hacia su hijo que, a su vez, se ve obligado a cazarlo en el aire.

– ¿Vas a luchar desarmado?

Rodrigo se ha metido una mano en un bolsillo interior de la casulla y la saca llena de monedas de oro que va precipitando una a una sobre un cáliz ornamental.

– Éstas serán mis armas.

Pero se arrepiente de su gesto, se santigua y se acerca a un reclinatorio para arrodillarse, entre la curiosidad de los presentes y sin otra piedad acompañante que la de Vannozza y su marido, persignados e igualmente arrodillados.

De rodillas y con los brazos en cruz se recoge Rodrigo ante su sitial, mientras cada cardenal adopta el continente que le dicta la edad o el tedio. Si recogido está Borja, Giuliano della Rovere mueve las faldas y las palabras, arqueos de ceja, roces con los curiales sin perder de vista de reojo la extraña pasividad enfervorizada de Rodrigo.

– ¿Va a salir Ascanio Sforza?

Es tan viejo el cardenal Maffeo Gherardo que su voz es como un soplo que sus manos a manera de altavoces empujan hacia una oreja de Della Rovere.

– Entró papa en el cónclave.

– Entonces no saldrá papa.

– Cualquiera menos el ponzoñoso Borja, Gherardo. Desde que estos ganapanes catalanes llegaron a Roma han estado trabajando para la llegada del Anticristo. En Florencia clama contra el papado el profeta Savonarola, y los católicos alemanes están en pie de guerra. Se sublevarían los sectores más sanos de la Iglesia si esta infame turba catalana ocupa la silla de Pedro.

Se solicita silencio porque el obispo Bernardino López de Carvajal va a hablar con su reputado y estudiado continente del hombre bueno pacificador de los espíritus. Della Rovere cambia de cardenal, de grupo, y los mensajes retóricamente bien intencionados de López de Carvajal llegan fragmentados por sus cuchicheos.

– … hay que elegir el candidato más apto para luchar contra los vicios de la Iglesia… la Iglesia debe ser reformada… no trafiquéis con los bienes sagrados… no caigáis en el pecado de simonía.