Hablando de suculencias, ¿sabe que estoy estudiando un pastel de zarzillos?
– No es el momento, por favor.
– Las máquinas de guerra poco me van a dar. Hay un tiempo para la guerra y otro para el placer.
Contempla Da Vinci las maquetas y escoge súbitamente la del carro blindado, la toma con dos dedos, se la lleva a la boca y se la come mediante ansiosos bocados.
– ¿Qué hace?
– Me la como. Yo la creé, yo me la como. Suelo hacer las maquetas de mazapán, querido Nicolás.
Toma la maqueta de la disparadora múltiple y se la ofrece.
– ¿Gusta?
Tiende el cardenal Della Rovere una caja de madera primorosamente repujada a un César Borja que sonríe hierático sentado en un sillón, Corella armado al lado, Vannozza portadora de tisanas, Burcardo concentrado junto a Giuliano della Rovere.
– Te he traído las mejores yemas de los conventos romanos.
– ¿Aún existe Roma? Me hablan de saqueos y de asaltos a las propiedades de los Borja, a aquellas propiedades no defendidas por mis soldados.
– Teníais demasiadas propiedades. No hay bastantes soldados para defenderlas. Algo hay que hacer y vengo a ofrecerte mi colaboración. Ante todo, ¿qué hacemos con el cadáver de tu padre?
– Ha muerto papa y debe ser enterrado como un papa.
– No hay ambiente en Roma para un entierro como su santidad se merece, pero hay que enterrarlo, es cierto. Por eso he venido con Burcardo, para que escoja un ceremonial suficiente, pero no provocador. Por otra parte tu salud te impide asistir a las exequias, pero no haberte agenciado de todos los archivos y tesoros personales de su santidad.
Señala Della Rovere irónico a Corella.
– Tu lugarteniente pasó por San Pedro y cargó con todo. Amenazó incluso a un cardenal con cortarle el cuello si no le dejaba actuar a sus anchas.
– Todo está a buen recaudo.
Informa César sin dar tiempo a Corella a intervenir y añade:
– No es un buen momento para el enfrentamiento. Hay que elegir papa y yo controlo a más de la mitad de los cardenales. ¿Quieres ser papa? Podemos pactarlo.
– No, no es el momento. A los dos nos interesa un papa de transición.
– Un anciano moribundo: ¿Costa? ¿Piccolomini?
– Piccolomini.
– ¿No está demasiado moribundo?
– Sólo Dios lo sabe.
– Bien. Sea Piccolomini, pero quiero exequias dignas para mi padre. En cuanto pueda hablaremos de la estrategia política y de dominio militar. Corella parte para la Romaña a mantener en pie a mis tropas.
Se levanta César dando por terminada la audiencia y temen por su estabilidad Corella y Vannozza, gesto que no escapa a la percepción de Della Rovere, aunque César va hacia él y trata de abrazar y ser abrazado vigorosamente.
En los ojos de Della Rovere hay satisfacción al comprobar la debilidad de César entre sus brazos, pero se retira entre muestras de buena voluntad. En cuanto ha salido el cardenal, César se tambalea y necesita ayuda para alcanzar el lecho. De nuevo tiembla y suda.
Corella y Vannozza se miran preocupados. Burcardo se limita a anotar mentalmente cuanto ve con los ojos semicerrados. César le reclama con la mirada.
– Burcardo. Vete a vestir a mi padre. No conviene que un papa sea enterrado desnudo.
– No está desnudo, duque.
– Vístele como a un papa.
Parte Burcardo mientras César se dirige a Corella.
– No pierdas ni un minuto.
Parte hacia la Romaña y vigila las tropas. Que cierren murallas.
Que no dejen entrar gente armada si no saben la contraseña. Todas las familias se han alzado. Giovanni Sforza ha vuelto a Pesaro, los Colonna han recuperado sus propiedades, los Orsini… todo empieza a desmoronarse.
Sigue hablando César, pero Burcardo sale definitivamente de la casa y no se detiene hasta llegar a los aposentos del Vaticano donde el papa muerto permanece apenas vestido y solo sobre su cama.
Lo amortaja trabajosamente Burcardo, con la nariz fruncida, como única concesión ante el comienzo de putrefacción del cadáver. Luego riega al muerto con una gran botella de perfume. A pesar de su delgadez. Burcardo suda cuando contempla su obra, se santigua, se arrodilla y reza. En esta posición le sorprende la entrada de Della Rovere en la sala mortuoria. Va acompañado de dos cardenales,
D.Amboise y Piccolomini, que dan vueltas alrededor del muerto, olisquean como animales primitivos, quieren oler la muerte por encima de las grasas esencias. Se ha levantado Burcardo y espera que sus eminencias se pronuncien, ya sólo olisquean el cardenal francés y el anciano futuro papa, mientras Della Rovere se ha acercado a Burcardo y lo contempla con curiosidad.
– ¿Le interesa continuar en el cargo?
– No.
– Por nosotros puede continuar.
– Ya es suficiente.
– Sería muy interesante que usted contara todo lo que sabe.
Ahora. Es un momento decisivo para cortarle la cabeza a la hidra Borja.
– Eminencia. No es la única hidra.
– Pero usted lo sabe todo.
Tiene la obligación moral de contar lo que sabe.
Hay silencio en los labios de Burcardo y neutralidad en su mirada. Della Rovere se encoge de hombros y ante su gesto los dos cardenales dejan de oler al papa y se ponen a su estela. Pero antes de abandonar la sala, Della Rovere ordena fríamente a Burcardo:
– Que lo metan cuanto antes en el ataúd. A pesar del perfume, hiede. Es el más feo, horrendo y monstruoso cuerpo de muerto que jamás se vio.
A solas Burcardo y el cadáver, el jefe de protocolo suspira impotente y se marcha para volver al rato seguido de soldados portadores de un poderoso ataúd. Los comentarios de los soldados no son muy estimulantes.
– ¡Cómo apesta!
– ¿Hay que meter a ese marrano aquí dentro?
– No hay ataúd en Roma en el que pueda caber.
En vano la mirada de Burcardo trata de imponer respeto. Finalmente, desalentado, da la última orden y se va.
– Metedlo dentro cuanto antes.
Una vez fuera Burcardo, cargan los soldados con el muerto, una mano tratando de manipular el cuerpo, la otra tapándose la boca y las narices. Lo encajan sobre el ataúd pero no acaba de introducirse no ya por la corpulencia natural, sino por la hinchazón de las fiebres mortales.
– Que aquí no cabe. Ya os lo he dicho.
– ¡Y cómo apesta, el muy cochino! ¿Qué habrá comido en vida?
– Por lo que cuentan, muchos chochitos.
– Pues no huele a eso, huele a mierda y a pus.
– ¡Tú, Giorgio! Pesas tus buenos kilos. Siéntate encima hasta que se meta dentro. Pero no te sientes en el vientre que puede reventar.
– ¿Y por qué yo?
– Porque estás tan gordo como él.
Se dispone Giorgio a ejecutar el trabajo cuando otro soldado le retiene. Lleva en una mano la tiara pontificia y se la pone.
– Puesto que vas a sentarte encima de un papa, hazlo con la tiara, no vaya su santidad a sentirse vejado.
Entre risotadas se cubre Giorgio con la tiara, se sienta sobre Alejandro Vi y presiona con todas sus fuerzas para que el cadáver encaje, jaleado por los gritos estimuladores de sus compañeros.
– Mira. ¡Hace fuerzas como si estuviera cagando!
Finalmente otros dos se sientan junto a Giorgio sobre el cuerpo y consiguen introducirlo. Algún soldado vomita, pero los más cargan con la tapadera del ataúd y la encajan para respirar satisfechos y dejar otra vez en soledad el cuerpo del papa muerto.
Suenan las campanas.
Burcardo sale de la puerta trasera del Vaticano rodeado de criados portadores de su equipaje. Antes de subir a la calesa, mira por última vez cuanto le rodea. De una de sus manos cuelga un portafolios y se predispone a subir al carruaje que le alejará del escenario de su trabajo. Ya en el carruaje medita y cuando sus ojos vuelven a asomarse a la Roma que abandona, en primera instancia ve el rostro sonriente de Della Rovere precediendo a un cardenal anciano, con los ojos vagantes por los horizontes de la muerte, tan inseguros sus pasos que Giuliano della Rovere lo sostiene por un sobaco mientras comunica:
– "Habemus papam!"
9 O César o nada
Maquiavelo da la vuelta a un reloj de agua y coge un candelabro para acercarlo a donde cree dormita Juanito Grasica. Pero no dormita. Parece poseído por un ensueño.
– ¿Estás aquí, Juanito?
– Aquí estoy, señor Nicolás.
Cuando recuerdo todas esas historias me parecen tan lejanas. Todo lo ocupa ese cadáver de César.
Era como la línea del horizonte.
¡Si hubiera llegado antes a ayudarle!
– César ya salió muerto de Roma. Se equivocó al confiar en Della Rovere y en los Reyes Católicos. Creyó en la palabra del Gran Capitán, que sólo era un militar obediente de las órdenes de sus reyes. Recuerdo que fui a ver a César cuando estaba convaleciente y ya se había muerto el nuevo papa, el breve Piccolomini. Había que elegir a otro pontífice y se decía que César iba a entregar los votos de los cardenales borgianos a Della Rovere. En vano traté de disuadirle.
Evoca Maquiavelo el afán de César por ponerse en pie, tan pálido que ni se le ven las manchas del mal francés, discretamente el viejo cardenal Costa se mantiene en un segundo plano mientras el Valentino atiende los argumentos de Maquiavelo.