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– Han pasado muchos años desde la muerte de Alejandro, de César, de Lucrecia.

– Su espíritu pagano ha morado por las estancias del Vaticano hasta el saco de Roma. Aún quedan cardenales nombrados por Alejandro Vi y hay estudios suficientes para decidir que lo que fue pecado fue pecado.

– ¿Estudios?

– El "Diarium" del jefe de protocolo, Burcardo, donde ratifica como visto u oído buena parte de las hazañas culpables de los Borja. Pero podríamos pensar: el pobre Burcardo es un alma cándida y pacata, anclada en la oscuridad medieval, que no comprende las nuevas costumbres. También ha circulado mucho la carta anónima que recibe el exilado político Savelli, acogido en la corte de Maximiliano de Austria, en la que se le informa de todas las aberraciones de los Borja. ¿Falsedades de una víctima de los Borja? Posible. Pero ahí está Guicciardini, un pensador entero, concorde con los objetivos purificadores del catolicismo, tan diferente del libérrimo Maquiavelo. Los diversos escritos del polígrafo Guicciardini, especialmente su "Storia d.Italia", condenan al concupiscente Alejandro y a sus hijos, una condena documentada, corrigen las peligrosas apologías indirectas de los Borja de su nefasto maestro Nicolás Maquiavelo. Hay que comparar el cínico aserto sobre el poder del agnóstico Maquiavelo, con el que hicieran incluso erasmistas que bordeaban la herejía, como el propio Erasmo en su "Institutio Principis Christiani" o el español Juan de Valdés. La reflexión sobre el rey Polidoro de los diálogos de Valdés pone en cuestión todos los principios del maquiavelismo y del humanismo pagano: "Veamos, ¿tú no sabes que eres pastor y no señor y que has de dar cuenta de estas ovejas al señor del ganado, que es Dios?" ¿Ha leído a Valdés? No. No se le ha perdido nada. ¿Es preciso seguir? Retengo de memoria un juicio de Guicciardini sobre Alejandro Vi: "… su acceso al papado indigno y vergonzoso, pues compró con oro tan alto cargo y su gobierno estuvo de acuerdo con tan vil fundación." ¿Sigo? Guicciardini dice que pecó contra la carne…

– Por lo poco que yo sé, Guicciardini es tan anticlerical como su amigo Maquiavelo. Son dos italianos pesimistas porque Italia y la ciudad-Estado han pasado a la Historia bajo el peso de reinos como el de España. La carne.

¿Quién no ha pecado contra la carne? Todos los papas anteriores y posteriores, con exclusión de otro Borja, Calixto Iii, pecaron contra la carne. El emperador peca contra la carne. Yo he pecado contra la carne.

– Me sorprende la pasión de la defensa y me confirma que su señoría lleva dentro el orgullo de los Borja.

– Mi familia se extiende por toda la cristiandad y más allá de la mar Océana, por las Indias Occidentales. Es lógico que haya santos y diablos, virtuosos y pecadores. Yo he puesto el orgullo de los Borja al servicio de Dios y del emperador. He luchado junto a él en Túnez y en la Provenza y no he tenido otra vida privada o pública que la que el emperador ha querido concederme.

Espera Francesc la sanción del fraile cejijunto, receloso, hasta que una sonrisa distiende su rostro.

– Nunca he creído lo contrario, señor, pero es tarea de los asesores del rey estudiar a otros asesores.

– ¿Espiarnos?

– ¿Por qué no? El emperador trata de conocer bien a quienes le rodean, y nadie conoce mejor a un ser humano que su confesor, por eso el emperador se rodea de vigilantes confesores de sus asesores. Es una medida cautelar que Dios contempla con gozo en estos tiempos de regeneración de la cristiandad, en los que tantos frutos esperamos del concilio de Trento. Los hombres deben ser vigilados por su propio bien y el emperador es muy sabio cuando justifica la Inquisición diciendo que el país necesita más el castigo que el perdón.

El condestable de Castilla cuchichea a la oreja de Francesc de Borja que el emperador requiere su consejo y hacia Carlos Quinto camina, para encontrarlo lejos ahora del cadáver de su mujer, postrado en su silla especialmente diseñada para tender las piernas maltratadas por la gota. Amarillo el emperador, brillante de sudor su rostro, una mano caediza señala su pie hinchado.

– Los excesos de marisco se han vengado de mi cuerpo en el momento en que mi alma estaba más atribulada. La última partida de marisco que me hice traer a uña de caballo desde Castro Urdiales llegó fermentada, pero pudo más la gula que la tristeza por la anunciada muerte que cercaba a mi esposa. De muerte quiero hablarte, Francisco. Quiero que la emperatriz sea enterrada en la capilla Real de los Reyes Católicos en Granada y que tú conduzcas el cortejo fúnebre.

– Pero entre Toledo y Granada hay más de diez días de viaje y el cadáver de la emperatriz…

– El cadáver de la emperatriz está en manos de Dios. Tú sólo debes conducir el cortejo encabezado por ti y por tu mujer, por un cardenal, tres obispos y dos marqueses, según el protocolo más alto que marcan las escrituras. Cuando lleguéis a Granada, tú deberás reconocer el cadáver antes de la inhumación. Durante meses se dirán treinta misas diarias por el alma de la emperatriz. Marchad. No perdáis tiempo.

Nunca ha podido decirle que no al emperador. Ni siquiera cuando le pidió que estudiara matemáticas, ciencias y astronomía para luego transferirle por la noche lo que había aprendido durante el día, con la ayuda de Alonso de Santa Cruz, tenaz y receloso: ¿para qué necesitará el emperador la astronomía? Acatamiento en Borja cuando acepta un ensimismado cabalgar junto al carruaje del catafalco, cuando no dormita en el interior de la calesa donde viaja su mujer. Ella contempla los paisajes sucesivos y pasa de malos a peores humores sucesivos.

– Los días y los paisajes se suceden y no entiendo esta aventura, Francesc.

– Es una orden del emperador.

– Como cuando te ordenó que estudiaras matemáticas o ciencias cosmológicas para que luego se las explicaras por la noche. Como si fueras su ayo. ¿Por qué nunca discutes una orden del emperador? O, al menos, ¿por qué no le razonas alguna alternativa?

– ¿Por qué? No sé.

– Siempre me da la impresión de que te estás haciendo perdonar algo.

– ¿Perdonar?

Más melancólico que meditativo, Borja sonríe.

– Tal vez me esté haciendo perdonar el lado oscuro de mi familia.

Heredamos luces y sombras.

Se ha detenido el cortejo y cuatro portadores se acercan al furgón que porta el ataúd, pero algo los paraliza a dos metros de distancia, algo que les lleva las manos a las narices, a la arcada y al vómito de todas las leches. Ha de bajar agresivo del caballo Borja para forzarlos:

– ¿Qué esperáis? ¿Os asusta la muerte?

Obedecen los portadores, pero en los ojos de Borja puntillea la incertidumbre, como en los de su mujer y en los demás acompañantes del féretro el pánico. Depositado finalmente sobre un catafalco, todos los rostros se vuelven a Francesc para que cumpla el rito del reconocimiento. Avanza aplomadamente hasta el ataúd, pero allí recibe el puñetazo del efluvio del cadáver encerrado y le cuesta avanzar, como si luchara contra un tornado. Utiliza toda la entereza que le queda para levantar la pesada tapa del ataúd y ante sus ojos aparece el cuerpo podrido, la cara descompuesta, rota la piel por los hocicos de los gusanos que tratan de salir a la luz. Baja la cabeza Borja y vuelve a cerrar el féretro. Controla un temblor que le sube desde los pies y no escucha la pregunta de uno de los nobles:

– ¿Queda certificado que era el cuerpo de la muy noble emperatriz Isabel de Portugal?

No contesta Borja, paralizado, ni parece tampoco oír la pregunta renovada:

– ¿Certifica que ese féretro contiene los restos mortales de la muy noble emperatriz Isabel de Portugal?

Mira estupefacto Borja al que le demanda testimonio, a su mujer alarmada ante su bloqueo, a los que esperan su pronunciamiento.

– ¿Certificar yo que ese despojo…?

Francesc de Borja no entiende lo que han dicho sus propios labios y los demás dan un paso atrás, conmovidos por el espectáculo de la angustia de un hombre con la conducta rota, cuyos ojos buscan a alguien que le libere de la sensación de haberse perdido. Es la misma angustia que traslada días después al emperador en persona, obseso cojo gotoso que reza convulsamente el rosario y hace planes de futuro.

– Cuando me retire, Francisco, quiero que pongan mi lecho debajo de donde reposen los restos de mi querida esposa y desde el lecho quiero ver un oficio fúnebre cada día, cada día quiero recordar que existe la muerte. Me han dicho que te conmovió mucho la visión del cuerpo de la emperatriz.

– He venido para rogarle que me permita volver a Gandía. Todavía me siento conmocionado por la vi sión del cadáver. Todavía me siento ligado al juramento que le hice a mi esposa: jamás quiero servir a señor que pueda morir.

– ¿Vas a dejar de servirme a mí? ¿Quieres desertar de la causa de la cristiandad? ¿Qué sería de la cristiandad sin nosotros? Tengo para ti una misión de altura. Necesito un virrey de Cataluña de confianza, que me vigile lo que queda de la nobleza catalana. Tú hablas su lengua, pero eres de los míos. Quiero que desarmes a todo el mundo, a los nobles, a los comerciantes y a los burgueses de Barcelona, pero sobre todo a los bandoleros.

– De niño viví la revuelta de la Germanía en Valencia y tuve que huir con mi familia.

Supe desde entonces las consecuencias del desorden movido por los resentidos sociales y lo peligroso que es perder la jerarquía natural de las cosas. Recuerdo como si las hubiera visto las car nes troceadas del revoltoso Vicente Peris.

– Viviste en tus propias carnes el ejemplo del afán del cambio nefasto, del cambio incontrolado y dirigido contra el poder que viene de Dios. Antes de que en Cataluña burgueses, comerciantes y pequeña nobleza se alíen con los bandoleros, o saquen provecho del desorden de los bandoleros, hay que ir a por todos. He proclamado una pragmática en ese sentido, en catalán, para que me entiendan. Ahora necesito que tú apliques tu buena mano izquierda y tu dura mano derecha.