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—¡No quiero jugar! ¡No quiero probar suerte!

La cara de vanadio, sin manchas, del robot, no expresaba sentimiento alguno.

—No está bien esa actitud de usted, amigo. Juega todo el mundo.

Sin hacerle caso, Alan echó a andar hacia adelante; pero el robot se puso delante del joven para no dejarle pasar.

—Entre, aunque sólo sea una vez.

—Mira; soy un ciudadano libre y no quiero que me obliguen a hacer cosas así. Apártate de mi camino y déjame en paz, si no quieres que te tire el abrelatas a la cabeza.

—No es correcta su actitud. Se lo ruego, como amigo.

—Como amigo, te ruego yo que no me molestes más y me dejes marchar. No tienen ningún derecho a poner una máquina en la calle para molestar a la gente — replicó el encolerizado Alan.

El muchacho anduvo unos pasos más y el robot le asió de la manga de la chaqueta.

—¿Se niega en redondo? —dijo el robot con voz en la que había un acento de incredulidad—. Todo el mundo juega a este juego, ¿sabe usted? Negarse es una actitud negativa de consumidor, es anticiudadano, es hacer un mal negocio, es no querer alternar con otras personas, es…

Alan, exasperado, dio un empujón al robot, el cual cayó de espaldas con una facilidad en verdad sorprendente, produciendo un gran estrépito.

—¿Está seguro…? — empezó a decir la máquina.

Y luego la voz del robot fue reemplazada por un zumbido que era el ruido que producían los engranajes al desengranarse.

—¡Lo he roto! —exclamó Alan, mirando al caído robot, que había quedado en posición supina—. No ha sido culpa mía. No me dejaba pasar.

—Mejor será que nos marchemos — dijo Rata.

Pero ya era demasiado tarde. Un hombre corpulento, embutido en un abrigo, abrió la puerta del garito y se encaró con el joven astronauta.

—¿Qué has hecho? ¿Qué le has hecho a nuestro empleado?

—No me dejaba pasar, me agarró y quiso hacerme entrar ahí a viva fuerza.

—Y ¿qué? Para eso está. La ley autoriza el empleo de robots pregoneros y propagandistas. ¿De veras no quieres entrar?

También en el semblante del hombre se pintaba la incredulidad.

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Aunque hubiese querido entrar, ahora no quiero; porque su robot no tiene maneras de tratar a la gente; me ha agarrado del brazo y…

—¡Cuidado, joven! Sin chillar. Tu manera de hablar es propia de personas que no saben alternar. Te puede costar un disgusto. Entra, juega una vez o dos, y te perdonaré lo que has hecho. Ni siquiera te haré pagar los gastos de reparación de mi empleado.

—¡Hacerme pagar! Lo que tendría que hacer yo es denunciarle por obstruir la calle. He dicho no sé cuantas veces a su robot que no quería perder el tiempo jugando en la casa de usted.

—¿Por qué?

—El porqué no le importa a usted. ¡Hemos concluido!

Resoplando de rabia, Alan se alejó de aquel sitio. Pero antes oyó decir al hombretón:

—¡Guárdate de que te vuelva a ver por aquí, cochino astronauta!

Pensaba Alan que sucedían allí cosas muy raras. Le habían llamado cochino astronauta. Los terrestres tenían un odio ciego, irrazonable, a los desdichados que navegaban por el espacio. Les envidiaban algo que no les envidiarían si conocieran les penas y sinsabores que costaba lograrlo.

El muchacho se sintió de pronto muy cansado.

No estaba acostumbrado a caminar y llevaba más de una hora andando. La Valhalla era una nave muy grande, pero se podía ir de un extremo a otro de ella en menos de una hora, y muy rara vez estaba uno de pie, bajo los efectos de la plena gravedad, hasta una hora. La gravedad de trabajo era de 0,93 comparada con la de la Tierra, y aquel 7 por ciento de diferencia era importante.

Tenía que encontrar a alguien que le pusiera sobre la pista de Steve. Iba pensando Alan en que alguno de los hombres que había visto en la ciudad podía ser su hermano, un Steve envejecido que no se parecía gran cosa al Steve que había convivido con él en la nave.

Al doblar la esquina vio un parque, un pedacito de terreno cubierto de verdura con dos o tres árboles achaparrados y un banco, pero que era un verdadero parque; rodeado por los gigantescos rascacielos, casi parecía abandonado.

En el banco estaba sentado un hombre — la primera persona de aspecto ocioso que veía en la ciudad. Aparentaba unos treinta o treinta y cinco años de edad y llevaba un vestido gris, que parecía un saco, con botones de latón deslustrados. Su semblante era feo, pero era de una fealdad agradable: la nariz algo grande, las mejillas hundidas y el mentón prominente. Y sonreía. Tenía aire de persona afable.

—Usted dispense, señor —dijo Alan sentándose junto a él—. Soy forastero. Quisiera preguntarle…

De súbito, una voz conocida gritó:

—¡Ahí está!

Volvióse Alan y vio al vendedor de fruta, que le estaba señalando con el dedo. Detrás de él había tres policías de uniforme.

—Es el chico que no me ha querido comprar. No sabe alternar. ¡Cochino, maldito morador del espacio!

Uno de los policías se adelantó. Era un hombretón de cara colorada, que parecía de carne cruda.

—Este hombre ha presentado una grave denuncia contra usted. Enséñeme su tarjeta de identidad profesional.

—Vivo en las estrellas y carezco de ese documento.

—Peor que peor. Tendrá usted que venir a declarar. Ustedes vienen aquí e intentan…

—¡Un momento, guardia!

Dijo esto una voz melodiosa, y el dueño de ella era el hombre risueño que compartía el banco con Alan.

—Este joven —añadió— no quiere molestar a nadie. Yo respondo por él.

—Y usted ¿quién es? ¡A ver su tarjeta!

Sin dejar de sonreír, el caballero se metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó la cartera. Entregó una tarjeta al policía, y Alan observó que, debajo de la tarjeta, había un billete de cinco créditos.

El policía hizo ver que examinaba con mucha atención la tarjeta y se guardó el billete con el mismo disimulo que se lo habían dado a él.

—¿Se llama usted Max Hawkes? Sin profesión.

El llamado Hawkes contestó que sí con una cabezada.

—¿Es amigo de usted este chico?

—Mi mejor amigo.

—Está bien. Usted responde de él, de que no cometerá más faltas en lo sucesivo.

El policía dio media vuelta y se marchó con sus compañeros. El vendedor de fruta lanzó a Alan una mirada que quería decir: «¡me las pagarás!»; pero considerando, sin duda, que no le iba a ser fácil tomarse venganza fiera, fuese también.

Alan se quedó solo con su desconocido bienhechor.

Capítulo VI

—No sé como darle las gracias —dijo Alan—. Si me llegan a encerrar, ¡pobre de mí!

Hawkes asintió.

—No se lo piensan mucho cuando no se puede exhibir la tarjeta profesional. Pero la policía está muy mal pagada, y un billetito dado a tiempo obra maravillas.

—¿Cinco créditos le ha dado usted? Permítame que…

Alan empezó a registrar sus bolsillos, pero le detuvo Hawkes con un ademán de la mano.

—No vale la pena. Lo pasaré a pérdidas y ganancias. Dígame su gracia y a qué ha venido a la ciudad de York.

—Alan Donnell, para servir a usted. Tripulante no especializado de la astronave Valhalla. He salido del Recinto para buscar a mi hermano.

El enjuto rostro de Hawkes tenía la expresión de estar escuchando lo que decía el joven con profunda atención.

—¿Es astronauta también?

—Era…

—¿Era?

—Se escapó la última vez que estuvimos aquí. Hace nueve años terrestres de esto. Me gustaría encontrarlo. Ahora es mucho más viejo.

—¿Qué edad tiene ahora?