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—Veintiséis años. Yo, diecisiete. Éramos gemelos, ¿sabe usted? Pero la Contracción… ¿Sabe lo que es la Contracción?

Hawkes meneó la cabeza, con los ojos entornados.

—¡Hum! Creo que le entiendo. En el último viaje no volvió a la nave y en la Tierra ha cumplido algunos años más. Y usted quiere encontrarlo para que vuelva a la nave, ¿no es eso?

—Sí, señor. O hablar con él y saber si está bien donde está. Pero ignoro qué he de hacer para empezar. Esta ciudad es demasiado grande y en la Tierra hay muchas ciudades más…

—Ha tenido usted la suerte de venir precisamente a la ciudad en que está el Registro Central de Habitantes. Podrá encontrarlo si posee tarjeta profesional. Si no tiene esa tarjeta, las probabilidades son menores.

—¿La han de tener todos?

—Yo no la tengo — respondió Hawkes.

—¡Ah!

—Le explicaré por qué. Para poder trabajar, hay que tener esa tarjeta. Pero para que le den a uno trabajo hay que examinarse ante el Tribunal Gremial para demostrar aptitud en el oficio. Para ser admitido a examen hay que presentar un avalante que pertenezca al Gremio. Y el que quiere trabajar ha de depositar una fianza de cinco mil créditos para responder del avalado. Y sin poseer la tarjeta profesional ni haber trabajado, no se pueden tener los cinco mil créditos. ¿Comprende?

Alan no comprendía ni una palabra.

—Y no es esto sólo —prosiguió Hawkes—. Los empleos son como quien dice hereditarios, incluso en el Gremio de Vendedores de Fruta. Es casi imposible para un recién venido ingresar en un gremio. La Tierra es un planeta superpoblado, y el único modo de evitar una competencia desastrosa en la Bolsa del Trabajo es hacer que sea difícil encontrar trabajo.

—Entonces puede ser que Steve no tenga tarjeta profesional. Si es así, ¿cómo podré encontrarlo?

—Es más difícil. Pero también hay un Registro de los que no poseen tarjeta profesional. No es obligatorio inscribirse; pero, si su hermano se ha inscrito, podremos saber dónde para. Si no se ha inscrito… En la Tierra no se puede encontrar a un hombre que no quiere dejarse encontrar.

—Y usted no tiene ese documento, según me ha dicho.

—Es verdad. Pero es por mi gusto, no por necesidad. Iremos al Registro Central a ver si podemos averiguar algo de su hermano.

Se levantaron del banco. Alan vio que Hawkes era tan alto como él y que tenía un porte muy airoso. Alan movió el hombro de una manera que significaba que hacía al ser extraterrestre esta pregunta: ¿Qué piensas de este hombre, Rata?

Y Rata hizo señas que querían decir: Aprovéchate. Parece buena persona.

Las calles le parecían a Alan menos aterradoras ya, pues tenía un amigo que sabía por dónde iba. No experimentaba la sensación de que todos los ojos se clavaban en él; era uno más de la muchedumbre. Se alegraba de tener a su lado a Hawkes, aunque no confiaba plenamente en éste.

—El edificio del Registro está lejos, al otro extremo de la ciudad — dijo Hawkes —. ¿Qué tomaremos, el metro o el torpedo aéreo?

—¿El qué? — preguntó Alan, extrañado.

—El torpedo aéreo. ¿No sabe lo que es? Ya lo verá. ¿Qué medio de transporte prefiere?

Alan alzó los hombros y respondió:

—Lo mismo me da uno que otro.

—Entonces lo echaremos a cara o cruz.

Hawkes se sacó del bolsillo una moneda y la tiró a lo alto.

—Cara, para el torpedo aéreo.

Cuando cayó la moneda la recibió en el dorso de su mano izquierda.

—Cara —dijo—. Tomaremos el torpedo. Hemos de ir por aquí.

Entraron en el vestíbulo del edificio más cercano y tomaron el ascensor para subir al último piso. Hawkes paró a un hombre con uniforme azul y le preguntó:

—¿Por dónde se va a la estación del torpedo?

El hombre se lo dijo.

Se espantó Alan al ver uno de aquellos puentes que unían los rascacielos. El puente no era más que una ancha cinta de plástico con otras cintas más estrechas a ambos lados, a modo de pasamanos para asirse de ellas los que por él pasaban. El puente se mecía suavemente en la brisa.

—Es mejor que no mire hacia abajo —dijo Hawkes—. Son cincuenta pisos.

Alan dirigió la vista al frente. Vio a mucha gente en la azotea del edificio del otro lado, y había allí una plataforma metálica — el joven no sabía de qué metal.

Se acercó a ellos un vendedor. Alan creía que vendía billetes para el torpedo; pero no, llevaba entre las manos una bandeja con bebidas suaves. Hawkes compró una. Alan iba a decir que no tenía sed; no lo dijo, porque sintió que le daban un puntapié en el tobillo, lo que le hizo mudar de parecer y sacar una moneda.

Cuando se hubo ido el vendedor, dijo Hawkes:

—Cuando estemos en el torpedo recuérdeme que le he de explicar el nuevo plan económico que tenemos en esta ciudad. Ahora llega.

Alan vio un aparato que tenía figura de torpedo, pintado de color de plata. Pasaba silbando a través del aire. Descendió sobre la plataforma. Era algo semejante a un avión a reacción. Se formó cola, y Hawkes puso en la mano un billete a Alan.

—Yo tengo un abono mensual, y así me resulta más barato.

Encontraron dos asientos desocupados juntos, y se ataron a ellos. El torpedo despegó de la plataforma, y casi inmediatamente descendió sobre la azotea de otro edificio situado a alguna distancia del que había quedado atrás.

—Hemos volado media milla — dijo Hawkes —. Es muy veloz el torpedo.

Otros aparatos volaban sobre las azoteas de las casas.

Alan pensó que en aquella ciudad estaba organizado de una manera muy inteligente el servicio de transportes. Preguntó a su acompañante:

—¿No hay transportes de superficie en esta ciudad?

—No. Han sido suprimidos hace años, por la que pudiéramos llamar congestión que producían. Hasta los taxis. Por algunas partes de la ciudad pueden rodar coches propiedad de particulares; pero los propietarios de tales coches hacen eso por darse importancia, para dar envidia a sus vecinos. Casi todo el mundo toma el metro o el torpedo.

El torpedo aterrizó en la tercera estación y tomó pasajeros para la cuarta. Alan vio que el piloto estaba mirando el equipo de radar.

—Los torpedos que siguen la ruta Oeste vuelan a treinta metros sobre los tejados, y los que siguen la ruta Este a sesenta. Hace años que no se han registrado accidentes. Y ahora le hablaré de nuestro plan económico.

—¿En qué consiste?

—En hacer circular el dinero. No se estimula el ahorro. La consigna ahora es gastar, y los que la lanzan son los gremios. En vez de comprar una cosa, comprar dos. ¡Gastar, gastar, gastar! Para los que no tenemos oficio ni beneficio, esto es algo duro, pues como no tenemos nada para vender, vamos con los bolsillos vacíos. Pero ¿a quién le importa nuestra situación si somos solamente el uno por ciento de la población?

—¿Quiere usted decir que consideran como un acto subversivo el no gastar dinero? — preguntó Alan.

—Sí. Hay que hacer correr el dinero si uno no quiere hacerse mal ver aquí.

Comprendía Alan que se había equivocado en eso. Para poder vivir largo tiempo en aquella ciudad hostil, había que aprender muchas cosas acerca de sus habitantes, que se comportaban de modo tan extraño. Lamentaba no haber dejado una esquela para su padre diciendo que volvería pronto. Si notaban su ausencia…

—Hemos llegado — dijo Hawkes tocándolo con el codo.

Se abrió la puerta lateral del torpedo, y ellos salieron inmediatamente, para hallarse en otra terraza.

Diez minutos después estaban delante de un inmenso edificio que tenía más de cien pisos.

—Aquí está el Registro —dijo Hawkes—. Entraremos primero en el Negociado de Información.