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Corría el mes de agosto y hacía aquel verano un calor sofocante, a pesar de los esfuerzos de la Oficina de Regulación del Tiempo. Después de medianoche se hacía caer una lluvia artificial que refrescaba la atmósfera. Alan solía regresar a casa a esa hora, y le gustaba andar despacio por las calles, mojándose. La lluvia era una novedad para él. Y estaba deseando que llegase el invierno para ver lo que era la nieve.

Pensaba muy pocas veces en la Valhalla. Habíase acostumbrado a apartar la nave de su pensamiento, pues sabía que, si empezaba a arrepentirse de la decisión que había tomado, el arrepentimiento lo atormentaría a todas horas. La vida en la Tierra era extraordinariamente fascinadora, y él confiaba en que algún día tendría la suerte de encontrar el cuaderno de apuntes de Cavour, el libro en que este hombre eminente había anotado tantas cosas sobre la hiperpropulsión.

Hawkes le enseñaba a luchar, a hacer trampas con los naipes, a arrojar cuchillos. No era ésta la educación que debía darse a un joven virtuoso; pero en la Tierra se concedía poco valor a la virtud. O matar o ser muerto. Y Alan quería aprender a seguir viviendo en la Tierra. Hawkes era maestro en eso, y Alan un buen discípulo suyo.

En una noche húmeda, calurosa y sofocante de principios de septiembre, Alan hubo de poner a prueba sus facultades de luchador, su destreza en atacar y defenderse. Había estado jugando en el Lido, un garito del suburbio de Ridgewood. Salió de allí con más de setecientos créditos en el bolsillo. El joven estaba contento de su suerte. Hawkes operaba en una casa que estaba muy lejos de aquel arrabal. Por eso convinieron en regresar a casa cada uno por su lado. Solían volver juntos todas las noches, y por el camino comentaban las dificultades que habían tenido que vencer para hacer su trabajo. Hawkes mostraba a Alan los defectos que tenía la técnica del joven y los errores que éste había cometido.

Alan llegó a Hasbrouck a eso de las doce y media de la noche. No había luna. Las calles de Hasbrouck no estaban tan bien alumbradas como las de los barrios comerciales y aristocráticos de la ciudad. La humedad hacía sudar a Alan. Se oía el zumbar de los helicópteros, que reventaban las nubes para que lloviera.

Cayeron las primeras gotas a la una menos cuarto. Alan sonreía de júbilo, porque la lluvia le limpiaba el sudor. Él se mojaba mientras los transeúntes corrían a resguardarse del agua.

Reinaba la oscuridad más absoluta. De pronto, Alan oyó pasos. Un momento después una mano de hierro hizo presa en su hombro, y en la espalda…

Un instante duró su indecisión. Movió la espalda para saber si el cuchillo había atravesado la ropa. No la había atravesado.

—No te haré daño si me entregas el dinero que llevas.

Volvióse el joven y sujetó la mano que empuñaba el cuchillo. Oyóse una exclamación de rabia y de dolor. Alan retrocedió dos pasos y dio un fuerte golpe en la boca del estómago a su agresor. Pudo sacar la pistola que disparaba neutrinos.

—¡Quieto o te abraso!

El otro no se movió.

Alan, de un puntapié, mandó lejos el cuchillo, que estaba en el suelo.

—Acércate a esta farola. Quiero ver tu jeta, para que no se me despinte.

En esto le arrancaron la pistola de la mano. El oculto cómplice tenía preso en sus fuertes brazos al joven. El otro hombre se puso a registrar los bolsillos de Alan.

Alan tenía más indignación que miedo. Deseaba, sin embargo que viniera en su auxilio Hawkes u otra persona.

Lo soltó de pronto el que lo sujetaba. Y una voz conocida dijo:

—Ya ves lo que les pasa a los confiados. ¿Has olvidado ya lo que te he enseñado?

Alan se quedó mudo de asombro. Cuando recuperó el habla, exclamó:

—¡Hawkes!

—El mismo que viste y calza. Y suerte tienes de que yo soy quien soy. John, acércate a la luz para que te vea éste. Alan, te presento a John Byng, jugador de la categoría B.

Byng era más bajo que Alan. Su flaco rostro parecía el de una calavera. El pelo de la barba era de color rojo. Parecía aquel hombre un cadáver. Sus globos oculares tenían un color amarillento.

Alan lo reconoció. Era un jugador de la categoría B que él había visto en varias casas de juego. Aquella cara no era de las que se olvidan fácilmente.

Byng devolvió a Alan el puñado de billetes que le había quitado. El mozo se los volvió a guardar en el bolsillo y dijo:

—¡Vaya jugarreta que me habéis gastado! ¿Qué diría usted ahora, Hawkes, si yo lo hubiera matado o él me hubiera matado a mí?

—Que es uno de los riesgos que corremos los del oficio. Sé muy bien que tú no hubieras matado a un hombre desarmado e indefenso. John no tenía la intención de apuñalarte. Además, estaba yo aquí para impedirlo.

—¿Para qué me ha dado usted este susto?

—Para que aprendas, hijo. Quería que te lo dieran unos gángsters conocidos míos; pero no se han prestado a ello, y por eso lo he hecho yo mismo, con la ayuda de John. Otra vez acuérdate de que puede estar escondido el cómplice.

—¡Cualquiera lo olvida! —dijo Alan—. Aprovecharé la lección.

Subieron los tres a la vivienda de Hawkes. Byng entró en la otra habitación casi inmediatamente. El tahúr dijo en voz baja a Alan:

—Johnny toma polvos de narcosefrina para soñar. Podrás verlo en los globos de sus ojos, que están amarillos. Con el tiempo acabará paralítico, pero eso a él le tiene sin cuidado.

Alan se fijó más en Byng cuando éste regresó. John sonreía, y su sonrisa era una sonrisa extraña. Tenía en la mano derecha una capsulita de plástico.

—¿Verdad que le conviene a este mozo saber para qué sirve esto? —dijo, mirando a Hawkes.

Éste contestó que sí con la cabeza.

—Mira bien esta cápsula, muchacho. Contiene polvos de narcosefrina, para hacer soñar.

—Basta con olerla un poco para que haga efecto — añadió Hawkes.

Byng le puso la cápsula en la mano a Alan, y éste la miró como si fuera una víbora. Contenía unos polvos de color amarillo.

—¿Qué efectos produce? — preguntó Alan.

—Es un estimulante. Provoca una reacción activa en el sistema nervioso; causa esos trastornos de la percepción que son la agnosia —pérdida de la facultad de reconocer la naturaleza de un objeto por medio de los sentidos corporales— la ilusión y la alucinación. Se hacen estos polvos con unas hierbas que crecen en tierras áridas. Esas plantas son originarias de Epsilón Eridano IV, y actualmente se cultivan en el Sahara. Se da uno fácilmente a este vicio, que es un vicio muy caro.

—¿Cuánto hay que tomar para aficionarse? —preguntó Alan.

Byng frunció sus delgados labios de una manera cínica y respondió:

—Un poquito nada más, por la nariz, y se te quitan todas las preocupaciones. Te ves como si midieras tres metros de estatura, y el mundo es un juguete para ti. Todo lo ves de seis colores diferentes. Cuando hace un año que tomas la droga ya no surte efecto. Pero no por eso dejas el vicio. Sigues tomándola toda tu vida, cada noche. Y cada polvito de esos que tomas te cuesta cien créditos.

Alan se estremeció. Había visto otros hombres que tomaban drogas narcóticas, y parecían, a los cuarenta años, viejos caducos, muertos ambulantes. ¡Y todo por vivir un año a gusto!

—Johnny ha sido astronauta —dijo de repente Hawkes—. Por eso lo he elegido para el simulado atraco de esta noche. Quería que os conocierais.

—¿Cómo se llamaba su nave? — preguntó Alan.

—Reina Galáctica —respondió Byng—. Un vendedor ambulante entró en el Recinto una noche y me regaló una capsulita.

—¿Y se aficionó usted?

—En seguida. Hace once años de esto, once años terrestres. A razón de cien créditos diarios, cuenta lo que habré gastado en once años.