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La hora señalada para empezar la función era las 12.40. Faltaban aún tres minutos. Alan iba perdiendo su falsa serenidad. Imaginaba lo peor.

A las 12.38 sincronizaron sus relojes todos los actores.

Las 12.39. Las 12.39:30.

Faltaban treinta segundos. Alan se agregó a un grupo de personas que estaban mirando cómo cargaban el camión.

Faltaban quince segundos, diez, uno…

A las 12.40 los robots estaban cerrando y sellando el camión. Los robots se quedaron inmóviles.

Webber había obrado en el momento oportuno. Alan, tensos los nervios, sólo pensaba en aquel instante de agitación en el papel que tenía que representar.

Los tres policías, confusos, se miraban los unos a los otros.

Jensen y McGuire se arrojaron sobre ellos…

Y los robots resucitaron…

Sonaron detonaciones dentro del Banco. Alan se estremeció. Cuatro guardias salieron del edificio, pistola en mano. ¿Qué les pasaba a Hawkes y Byng? ¿Por qué no estaban obstruyendo la puerta, como había sido convenido?

Era grande la confusión que reinaba en la calle. Corría la gente en todas direcciones. Alan vio que las manos de acero de un robot tenían sujeto a Jensen. ¿Había fracasado el plan de Webber? Al parecer sí.

Alan no podía moverse de donde estaba, veía correr a Freeman y McGuire, perseguidos por la policía. Hollis estaba al lado interior de la puerta del Banco, mirando como alelado. Alan vio que Kovak corría hacia él.

—Todo ha salido mal —dijo en voz baja y rápida Kovak—. Lo ha impedido la policía. Byng y Hawkes están muertos. ¡Huye, si quieres salvarte!

Capítulo XV

Alan estaba en el piso que había sido de Max Hawkes, con la mirada perdida en el espacio. Habían transcurrido cinco horas desde la frustrada tentativa de robo. Se hallaba solo.

Había sido hecho público el suceso por todos los medios de difusión con que contaba la ciudad. Alan se sabía de memoria la noticia. La acción eficaz de la policía, avisada a tiempo por los aparatos detectores, había impedido el audaz atraco. Los robots guardianes habían sido dotados de dispositivos especiales para cambiar la longitud de onda en caso necesario y sólo habían dejado de funcionar momentáneamente. La policía tenía montado un servicio de vigilancia en el interior del Banco. Byng y Hawkes habían intentado obstruir la puerta; pero la fuerza pública había disparado sobre ellos. Hawkes fue muerto en el mismo local del Banco. Byng falleció una hora después en el hospital a consecuencia de las heridas recibidas.

Habían sido detenidos Jensen y Smith. Se sabía que habían tomado parte en el atraco frustrado más individuos.

Alan no estaba inquieto. Le había sido fácil alejarse sin ser visto. También habían podido huir Webber, Hollis, Kovak, McGuire y Freeman. Hollis o Kovak corrían peligro de ser reconocidos. Como Alan no llevaba televector —pues no estaba inscrito en el Registro de No Agremiados—, podía estar tranquilo.

Paseó la mirada por la habitación y la detuvo en el bar, en los aparatos de radio y televisión, en las otras cosas que tenía allí Hawkes. Y pensó el joven que, el día anterior, se hallaba allí el tahúr, vivo, con los ojos brillantes, exponiendo por última vez los detalles del plan del robo. Ya estaba muerto. Costaba trabajo creer que un hombre tan polifacético como él hubiera podido ser desenmascarado tan pronto.

De pronto pensó Alan que la policía vendría a practicar un registro en el domicilio de Hawkes, que haría indagaciones para conocer qué amistades y relaciones tenía. Le interrogarían a él, Alan, sobre las relaciones que había mantenido con Hawkes, y acaso sobre el crimen. Había que prevenirse contra eso.

Se dispuso a telefonear a la Comisaría para decir que vivía en el domicilio de Hawkes, que acababa de oír que éste había sido muerto. Y afectando ingenuidad preguntaría quién lo había matado…

En el momento de descolgar el receptor, sonó el timbre de la puerta.

Alan volvió a colgar el receptor y se dirigió a la puerta. Miró por la rejilla y vio un caballero de edad madura, de aspecto distinguido, con el uniforme gris plata de la policía.

«¡Qué pronto! —se dijo el mozo—. Antes de haber podido telefonear…»

Fingiendo sorpresa, preguntó:

—¿Quién es?

—La Policía. Inspector Gainer.

Alan le franqueó la puerta. El inspector Gainer, sonriente, entró en el piso y se sentó en la silla que le ofreció Alan. El joven hizo un violento esfuerzo para que no se transparentase el mal rato que estaba pasando.

—¿Se llama usted Alan Donnell? — preguntó el inspector.

—Sí, señor.

—¿Jugador profesional de la categoría B?

—Sí, señor.

—¿Está inscrito en el Registro de No Agremiados?

—No, señor.

Hubo una pausa. Gainer leyó lo escrito en una libreta que tenía en la mano.

—Supongo que sabe usted que el ocupante de esta vivienda, Max Hawkes, ha sido muerto esta mañana durante una tentativa de atraco.

—Lo he oído por la radio hace poco. Aún me dura la impresión. ¿Quiere tomar algo?

—Muchas gracias; estando de servicio, no bebo —contestó Gainer afablemente—. ¿Cuánto tiempo hace que conocía usted a Hawkes?

—Desde mayo pasado. Soy ex astronauta. Renuncié a mi empleo a bordo. Max me encontró en un parque y me llevó a su casa. Max era muy reservado, señor inspector. Me dijo esta mañana, antes de salir, que iba al Banco a hacer un ingreso en su cuenta corriente. ¿Quién iba a imaginar que…?

No continuó Alan. Se preguntó si estaba fingiendo bien la sinceridad. El inspector se lo llevaría detenido, tendría que declarar. Tal vez dictarían contra él auto de prisión o le pasaría algo peor. Y él no había querido tomar parte en el robo, no se juzgaba tan culpable como los otros. Pero a los ojos de la Justicia…

Gainer levantó una mano.

—No actúo como policía judicial, joven. No se sospecha de usted.

—Entonces…

El inspector sacó un sobre de su bolsillo del pecho, y del sobre sacó unos papeles doblados, que desdobló.

—Hace cosa de una semana estuvo a verme Hawkes —prosiguió el inspector— y me entregó un sobre lacrado y sellado con el ruego de que fuese abierto si moría en el día de hoy. Me pidió que lo destruyese si seguía viviendo. Lo he abierto hace un rato. Me parece que le interesará a usted leer esto.

Alan tomó los papeles con dedos temblorosos. Los leyó por encima. Vio que estaban escritos con la máquina que Hawkes tenía en su cuarto — una máquina que escribía al dictado de la voz.

Leyólos después detenidamente.

Uno de los documentos decía que Hawkes proyectaba el atraco a un Banco para el viernes, 13 de octubre de 3876. Declaraba que no tenía cómplices. En otro documento decía que Alan Donnell, ex astronauta no inscrito en el Registro de No Agremiados, vivía con él en su domicilio, y que este Alan Donnell no sabía absolutamente nada del proyectado robo. Uno de los párrafos rezaba así:

«Si muero ese día, declaro por la presente, que instituyo heredero universal de todos mis bienes a Alan Donnell, y que anulo todos mis testamentos anteriores.»

A continuación seguía la lista de los bienes dejados por Hawkes: en cuentas corrientes bancarias, 750.000 créditos; fincas, obligaciones de la Deuda del Estado, acciones y obligaciones de compañías industriales y mercantiles cotizadas en la Bolsa. El total de la herencia ascendía a algo más de un millón de créditos.

Terminada la lectura, Alan, espantado y pálido como un muerto, miró al inspector y preguntó:

—¿Todo esto es mío?

—Sí. Será usted rico. Hay que cumplir requisitos, como presentar plena y legal prueba de la autenticidad del testamento. Mas puede ser que alguien lo impugne, y en tal caso, no podrá usted entrar en posesión de la herencia hasta después que haya dado su fallo el juez que entienda en el juicio, suponiendo que salga usted vencedor de la testamentaría.