—Me interesa la obra de James H. Cavour — dijo Alan, que por la cara de desdén que puso su interlocutor conoció que había cometido un grave error.
—Cavour está todo lo lejos de Lexman que se puede estar, amigo mío. Cavour fue un soñador; Lexman, un valiente, un hombre de acción.
—Lexman triunfó. ¿Es que sabe usted positivamente que Cavour no triunfase?
—Es que viajar a mayor velocidad que la luz es absolutamente imposible, amigo. Es un sueño, una quimera.
—¿Quiere darme a entender que no luchan ustedes por conseguirlo?
—Los Estatutos de esta Corporación fueron redactados por el propio Lexman, y disponen y mandan que nos consagremos a la obra de conseguir perfeccionamientos en la navegación espacial. Nada preceptúan sobre sus fantasías y ensueños. No; no nos ocupamos de la hiperpropulsión en este Instituto, y no nos ocuparemos de eso en tanto permanezcamos fieles al espíritu de la obra de Alexander Lexman.
Alan estuvo a punto de decir que Lexman fue un hombre audaz, un explorador sin miedo, que no reparaba en gastos ni hacía caso de la pública opinión. Estaba claro como la luz del día que los elementos del Instituto hacía largo tiempo que se habían fosilizado. Era gastar saliva en balde discutir con ellos.
Desalentado, prosiguió el viaje y se detuvo en Viena. Fue al Teatro de la Opera a oír buena música y cantantes famosos. Max siempre había deseado ir a pasar unas vacaciones en Viena en compañía de Alan, para deleitarse con las obras de Mozart. El joven creía que tenía el deber de rendir ese homenaje al pobre Hawkes. Las óperas que vio eran muy antiguas, en realidad medievales. Recrearon su alma las dulces melodías; pero parecióle al joven que los argumentos de las óperas eran difíciles de entender.
Fue a ver una función de circo en Ankara, vio un partido de fútbol en Budapest y una exhibición de lucha libre con gravedad cero en Moscú. Viajó por toda la Siberia, donde pasó Cavour sus últimos años, y vio que lo que había sido un yermo helado, tierra apropiada para los experimentos con astronaves en el año 2570, era ahora una floreciente ciudad moderna habitada por cinco millones de almas. Tiempo hacía que había desaparecido el campo en que realizaba sus experimentos Cavour.
La fe de Alan en la permanente naturaleza del esfuerzo humano fue restaurada en cierto modo por su visita a Egipto, pues allí vio las pirámides, las cuales contaban muchos miles de años de edad y parecían tan permanentes como los astros.
Se halló en el África del Sur al año justo de haber abandonado la Valhalla, y desde allí se dirigió hacia Oriente, pasando por China y Japón, por las muy industrializadas islas de la parte más remota del Pacífico, y desde las Filipinas regresó al continente norteamericano.
Los cuatro meses siguientes los empleó en viajar por los Estados Unidos. Quedóse admirado contemplando el Gran Cañón y las demás bellezas del pintoresco panorama del Oeste. Al este del Misisipí era diferente el género de vida; entre la ciudad de York y Chicago pocas eran las porciones de tierra que no estuviesen pobladas.
A finales de noviembre regresó a York. Jesperson le dio la bienvenida en el aeródromo. La ausencia de Alan había durado un año. El joven tenía ya dieciocho años cumplidos y estaba algo más recio y fuerte. Del adolescente ansioso de saber que salió de la Valhalla quedaba muy poca cosa; pero había cambiado por dentro.
Pero una parte de él no había mudado sino para hacer más firme la determinación que había tomado; era la parte que esperaba desvelar el secreto de la navegación a mayor velocidad que la de la luz.
Alan estaba descorazonado. Su viaje habíale revelado el hecho desagradable de que en ninguna parte de la Tierra se hacían investigaciones sobre la hiperpropulsión; las habían iniciado y las habían dejado como cosa imposible o, como los científicos de Zurich, habían condenado a muerte esa idea desde el principio.
—¿Ha encontrado lo que buscaba? — le preguntó Jesperson.
—No; a pesar de haber dado, como quien dice, la vuelta al mundo — respondió Alan. Y mirando un momento al abogado, le preguntó: —¿Cuánto dinero tengo ahora?
—Mucho. Digamos un millón trescientos mil créditos. El año pasado pude hacer algunas inversiones afortunadas.
—Mejor. Procure usted que siga aumentando mi capital. Puede que necesite eso y algo más si me decido a montar un laboratorio para hacer investigaciones y experimentos.
Pero al día siguiente por la mañana el cartero entregó a Alan un paquete. Leyó éste en la etiqueta que el remitente era Dwight Bentley, de Londres.
El joven estuvo un momento pensando quién podía ser el tal Bentley. Recordó en seguida que era el subdirector del Instituto de Tecnología de Londres, la Escuela fundada por Cavour. Una tarde del mes de enero él había tenido una larga conversación con Bentley, en la que se habló de Cavour, de la navegación espacial y de las esperanzas que él abrigaba de perfeccionar la hiperpropulsión.
Abierto el paquete, vio que contenía una carta y un libro. La carta decía:
«Londres, 3 de noviembre de 3877. »
»Apreciado señor Donnelclass="underline"
»Tal vez no habrá olvidado la agradable charla que sostuvimos en este Instituto el invierno pasado, cuando usted visitó Londres. Recuerdo que mostró usted vivo interés por la vida y obra de James H. Cavour y que dijo se proponía avanzar por el camino que había iniciado Cavour.
»Hace unos días encontramos por casualidad en una de las estanterías de nuestra Biblioteca, el libro que usted buscaba con tanto afán. Me inclino a creer que el señor Cavour nos lo envió desde el laboratorio que tenía en Asia.
»Me tomo la libertad de mandárselo en la esperanza de que le ayudará a realizar su obra y acaso a triunfar al fin en su empeño.
»Le agradeceré lo devuelva a este Instituto después de haberlo leído.
«Atentamente le saluda,
A Alan se le cayó la carta al suelo cuando cogió el libro. Estaba tan deteriorado como el ejemplar de la «Teoría de Cavour» que compró en York. Parecía que un soplo bastaría para convertirlo en polvo.
Impaciente, el joven abrió el libro. Las tres primeras páginas estaban en blanco. La cuarta página del manuscrito, pues manuscrito era, estaba encabezada como sigue:
DIARIO DE JAMES HUDSON CAVOUR
Volumen 16
Del 8 de enero al 11 de octubre de 2570
Capítulo XVII
El Diario de Cavour era un documento curioso y fascinador. Alan no se cansaba de leerlo. Con la imaginación intentaba ver la imagen del denodado y estrafalario fanático que tan desesperados esfuerzos había hecho por acercar los astros a la Tierra.
Como muchos solitarios amargados, Cavour había sido entusiasta diarista. En su Diario relataba los sucesos de su vida cotidiana: las digestiones buenas o malas que hacía, el estado del tiempo, las ideas raras que se le ocurrían o los pensamientos descarriados que tenía, lo que contemplándola como observador veía en la Humanidad en general. Pero lo que más interesaba a Alan era lo que escribía sobre las investigaciones y experimentos para resolver el problema de la hiperpropulsión, de la navegación espacial a mayor velocidad que la luz.
Cavour había trabajado años enteros en Londres, molestado por los periodistas y siendo objeto de la mofa de los científicos. A finales del año 2569 había presentido que se hallaba en el umbral del triunfo. El 8 de enero de 2570 escribió en su Diario:
«El terreno, la situación de la Siberia, es casi perfecto. Si no me ha costado el resto de los ahorros que yo tenía, poco le falta; pero el caso es que aquí tendré la soledad que tanto necesito. Calculo que dentro de seis meses más estará terminado el prototipo inventado por mí. Me llena de profunda amargura el verme forzado a trabajar en mi nave como un obrero cualquiera, cuando hubiera tenido que cesar la parte que a mí me corresponde tres años atrás al exponer yo mí teoría y trazar los planos de la nave. Pero así lo quiere el mundo, y así habrá de ser.»