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—¿Se mostraban los demás tan prudentes como lo era usted?

Trefusis se encogió de hombros.

—Lady Astwell disfrutaba oyéndole despotricar. No le tenía miedo, por el contrario, le defendía y le daba cuanto exigía. Después hacían las paces porque sir Ruben la quería de veras.

—¿Riñeron la noche del crimen?

El secretario le miró de soslayo, titubeó un momento y contestó luego:

—Así lo creo. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque se me ha ocurrido. Eso es todo.

—Naturalmente, no lo sé —explicó el secretario—; pero me parece que sí.

—¿Quién más se sentó a la mesa?

—Miss Murgrave, mister Víctor Astwell y un servidor.

—¿Qué hicieron después de cenar?

—Pasamos al salón. Sir Ruben no nos acompañó. Diez minutos después vino a buscarme y me armó un escándalo por algo sin importancia relacionado con una carta. Yo subí con él a la Torre y arreglé el desperfecto; luego llegó mister Víctor Astwell diciendo que deseaba hablar a solas con su hermano y entonces bajé a reunirme con las señoras.

»Al cabo de un cuarto de hora sir Ruben tocó, con violencia, la campanilla y Parsons vino a rogarme que subiera a la Torre en seguida. Cuando entré en ella salía mister Astwell con tanta prisa que a poco más me derriba.

Era evidente que había ocurrido algo y que se sentía trastornado. Tiene un carácter muy violento y es muy posible que no me viera.

—¿Hizo sir Ruben algún comentario?

—Me dijo: «Víctor es un lunático; en uno de esos ataques de rabia hará alguna sonada.»

—¡Ah! —exclamó Poirot—. ¿Tiene idea de qué trataron?

—No, señor, en absoluto.

Poirot volvió con lentitud la cabeza y miró al secretario. Había pronunciado con demasiada precipitación estas últimas palabras y él estaba convencido de que Trefusis podía haber dicho más si hubiera querido. Pero no le instó a que lo dijera.

—¿Y después...? Continúe, por favor.

—Trabajé al lado de sir Ruben por espacio de hora y media. A las once en punto llegó lady Astwell y sir Ruben me dio permiso para que me retirase.

—¿Y se retiró?

—Sí.

—¿Tiene idea del tiempo que permaneció lady Astwell haciéndole compañía?

—No, señor. Su habitación está en el primer piso, la mía en el segundo y por esto no la oí salir de la Torre.

—Entendido.

Poirot se puso de un salto de pie.

—Ahora, monsieur, tenga la bondad de conducirme a la Torre.

Siguió al secretario por la amplia escalera hasta el primer rellano y allí Trefusis le condujo por un corredor y luego por una puerta excusada que había al final, a la escalera de servicio. Sucedía a ésta un corto pasillo que terminaba ante una puerta cerrada. Franqueada esta puerta se encontraron en la escena del crimen.

Era una habitación de techo más elevado que el de las demás de la casa y tenía unos treinta pies cuadrados. Espadas y azagayas ornaban las paredes y sobre las mesas vio Poirot muchas antigüedades indígenas. En uno de sus extremos, junto a una ventana, había una hermosa mesa escritorio. Poirot se dirigió en línea recta hacia aquella mesa.

—¿Es aquí donde encontraron muerto a sir Ruben? —interrogó.

Trefusis hizo un gesto de afirmación.

—¿Le golpearon por detrás, según tengo entendido?

El secretario volvió a afirmar con el gesto.

—El crimen se cometió con una de esas armas indígenas —explicó—, tremendamente pesadas. La muerte fue instantánea.

—Esto afirma mi convicción de que no fue premeditado. Tras de una discusión acalorada el asesino debió arrancar el... arma de la pared casi inconscientemente.

—¡Sí, pobre mister Leverson!

—¿Y después se encontraría, sin duda, el cadáver caído sobre la mesa?

—No, había resbalado hasta el suelo.

—¡Ah, es curioso!

—¿Curioso? ¿Por qué?

—A causa de eso.

Poirot señaló a Trefusis una mancha redonda e irregular que había en la bruñida superficie de la mesa.

—Es una mancha de sangre, mon ami.

—Debió salpicar o quizá la dejaron después los que levantaron el cadáver —sugirió Trefusis.

—Sí, es muy posible —repuso Poirot—. ¿La habitación tiene dos puertas?

—Sí, ahí detrás hay otra escalera.

Trefusis descorrió una cortina de terciopelo, que ocultaba el ángulo de la habitación más próximo a la puerta de entrada y apareció una escalera de caracol.

—La Torre perteneció a un astrónomo. Esa escalera conduce a la parte superior, donde estaba colocado el telescopio. Sir Ruben instaló en ella un dormitorio y en ocasiones, cuando trabajaba hasta horas avanzadas de la noche, dormía en él.

Poirot subió torpemente los peldaños. La habitación circular en que se terminaba la escalera estaba simplemente amueblada con un lecho de campaña, una silla y un tocador. Después de asegurarse de que no tenía otra salida, Poirot volvió a bajar a la habitación donde Trefusis se había quedado aguardando.

—¿Oyó llegar de la calle a mister Leverson? —le preguntó.

Trefusis movió la cabeza.

—No, señor. Dormía profundamente.

Eh bien! —exclamó después—. Me parece que ya no nos resta nada que hacer aquí a excepción de..., ¿me hace el favor de correr las cortinas?

Trefusis tiró, obediente, las pesadas cortinas negras que pendían de la ventana al otro extremo de la Habitación. Poirot encendió la luz central oculta en el fondo de un enorme cuenco de alabastro que pendía del techo.

—¿Tiene alguna otra luz la habitación? —interrogó.

El secretario encendió, como respuesta, una enorme lámpara de pie, de pantalla verde, que estaba colocada junto a la mesa escritorio. Poirot apagó la del techo, luego la encendió y la volvió a apagar.

C'est bien —exclamó—. Hemos concluido.

—Se cena a las siete y media —murmuró el secretario.

—Bien. Gracias, mister Trefusis, por sus bondades.

—No hay de qué.

Poirot se dirigió pensativo por el pasillo a la habitación que se le había asignado. El inconmovible Jorge estaba ya en ella sacando la ropa de la maleta.

—Mi buen Jorge —dijo Poirot al verle—, esta noche a la hora de cenar voy a conocer a un caballero que me intriga muchísimo. Vuelve de los trópicos, Jorge, y posee un carácter... muy tropical. Parsons pretendía hablarme de él, pero Lily Murgrave no le ha mencionado. También el difunto sir Ruben tenía un carácter irascible, Jorge. Vamos a suponer que se pusiera en contacto con un hombre más colérico que él, ¿qué pasaría? Que uno de los dos saltaría, ¿no?

—Sí, señor, saltaría... o no.

—¿No?

—No, señor. Mi tía Jemima, señor, tenía una lengua muy larga y mortificaba sin cesar a una hermana pobre, que vivía con ella. Le hacía la vida imposible, en realidad. Pues bien: la hermana no toleraba que se le defendiera. No soportaba la dulzura ni la conmiseración de las gentes.

—¡Ya! Tiene gracia —observó Poirot.

Jorge tosió.

—¿Desea algo más el señor? —dijo muy circunspecto—. ¿Quiere que le ayude a vestirse?

—Mira, hazme un pequeño favor —repuso Poirot prontamente—. Averigua, si puedes, de qué color era el vestido que llevaba miss Murgrave la noche del crimen y qué doncella la sirve.

Jorge recibió el encargo con su impasibilidad acostumbrada.

—El señor lo sabrá mañana por la mañana —contestó.

Poirot se levantó de la silla y se situó delante del fuego encendido en la chimenea.