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– Señora -la interrumpo con rapidez cuando se calla para respirar. Levanto la mano delante de mí para dejarle claro que ahora es mi turno para hablar-. Voy a buscar a mi supervisora.

Me voy, ignorando sus comentarios en voz baja sobre «hablar con el organillero y no con el mono». Hace mucho que ya no me preocupa. Cuando llego a la puerta de la oficina, Tina la está abriendo desde el otro lado y me empuja a un lado. Se detiene el tiempo justo para lanzarme unas pocas palabras envenenadas.

– Muy bien llevado -gruñe sarcástica-. Eres un maldito inútil. La he oído gritar desde mi mesa. ¿Cómo se llama?

– No lo sé -admito, encogiéndome ante el hecho de que no he sido capaz de conseguir ni siquiera el detalle más básico.

– Maldito inútil -replica de nuevo antes de colocar una sonrisa falsa en su horrible rostro y avanzar hacia la empapada mujer y sus hijos-. Mi nombre es Tina Murray -se presenta-, ¿en qué puedo ayudarla?

Me apoyo en la puerta de la oficina y contemplo la previsible charada que se empieza a desarrollar. Tina escucha atentamente la queja, le señala a la mujer que realmente no debería haber aparcado en Leftbank Place, entonces hace una llamada para «ver qué puede hacer». Diez minutos después, el cepo ha sido retirado. Tina ha quedado de maravilla y yo como un idiota. Sabía que eso es lo que iba a ocurrir.

Las cinco treinta y dos.

Corro a la estación y llego al andén a tiempo de ver cómo se va el tren.

3

Una pequeña ventaja de salir de la oficina tarde es que, por una vez, me puedo sentar en el tren que me lleva a casa. Normalmente va lleno y tengo que ir de pie en el paso entre vagones, rodeado de otros viajeros igualmente fastidiados. Esta tarde necesitaba espacio para relajarme y calmarme. Mientras esperaba en el andén decidí que pasaría el viaje a casa pensando en qué quiero hacer con mi vida y qué voy a hacer para que eso ocurra. He tenido con anterioridad similares e inútiles conversaciones conmigo mismo de vuelta a casa, como mínimo una o dos veces por semana. Hoy estaba demasiado cansado para concentrarme. Frente a mí iban sentadas dos chicas y su conversación sobre ropa, culebrones y quién había hecho qué con el novio de quién era mucho más interesante que cualquier cosa que yo pudiera ir pensando.

Febrero. Odio esta época del año. Es fría, húmeda y deprimente. Está oscuro cuando dejo mi casa por la mañana y está oscuro cuando vuelvo por la tarde. Mañana a esta hora, me recuerdo a mí mismo, estaré de fin de semana. Dos días sin trabajar. No puedo esperar.

Subo la cuesta arrastrándome, giro en la esquina para entrar en Calder Grove y finalmente puedo ver nuestro hogar al final de la calle. No es mucho pero es todo lo que tenemos por el momento y por ahora tiene que bastar. Estamos en la lista de espera del ayuntamiento para conseguir un piso más grande, pero pasarán años antes de que nos mudemos. Ahora que Lizzie vuelve a trabajar quizá podamos ahorrar de nuevo, de manera que podamos dar la entrada para una casa en propiedad y salir de este bloque de apartamentos. Planeamos mudarnos hace un par de años, pero se quedó embarazada de Josh y todo lo que teníamos sirvió para seguir adelante. Quiero a mis hijos pero no planeamos el embarazo de ninguno de ellos. Nos estábamos empezando recuperar de la llegada de Edward y Ellis cuando tuvimos a Josh, y ya era lo bastante difícil poner comida en la mesa como para pensar en meter dinero en el banco. Pedimos todas las ayudas a las que tenemos derecho y Harry, el padre de Lizzie, nos echa una mano una y otra vez, pero es una lucha constante. No debería haber sido así. Sin embargo, recibimos más ayuda del padre de Liz que de mi familia. Mi madre está en España con su nuevo novio, mi hermano en Australia y nadie sabe nada de mi padre desde hace tres años. Sólo tenemos noticias de ellos por el cumpleaños de los niños y por navidades.

Hay un grupo de chicos bajo una farola rota en el pasaje entre dos casas que hay a mi derecha. Los veo allí casi todas las noches, fumando, bebiendo y conduciendo coches destrozados por el barrio. No me gustan. Significan problemas. Bajo la cabeza y camino un poco más deprisa. Me preocupa que mis hijos crezcan aquí. Calder Grove no está tan mal, pero algunas partes del barrio son duras y las cosas van a peor. El ayuntamiento está intentando vaciar los bloques de pisos como el nuestro para derribarlos y construir casas nuevas. Hay seis viviendas en nuestro bloque -dos en cada piso- y sólo el nuestro y otro más están ahora ocupados. Intentamos no relacionarnos con los de arriba. No me fío de ellos. Gary y Chris, creo que se llaman. Dos hombres de mediana edad que viven juntos en el último piso. No parece que les falte el dinero, pero tampoco que ninguno de los dos salga a la calle o vaya a trabajar. Y hay un flujo constante de visitas que llaman a su puerta a todas horas del día y de la noche. Estoy seguro que venden algo allí arriba, pero no creo que me gustara saber lo que es.

Finalmente llego a la puerta del edificio y entro en el bloque. La puerta se atranca y se abre con un sonoro y penetrante chirrido que probablemente llega hasta el otro extremo de la calle. He intentado durante meses que el ayuntamiento envíe a alguien a arreglarlo, pero no quieren saber nada, aunque yo trabaje para ellos. Dentro del edificio, el vestíbulo es oscuro y frío, y el eco devuelve el sonido de mis pasos. Los niños odian esta entrada y los comprendo. Les da miedo. A mí tampoco me gusta pasar mucho tiempo aquí. Abro la puerta del piso, entro y la vuelvo a cerrar a cal y canto. En casa. Gracias a Dios. Me quito el abrigo y los zapatos, y, en apenas medio segundo, me relajo.

– ¿Dónde has estado? -pregunta Lizzie con el ceño fruncido. Sale de la habitación de Edward y Josh, y cruza el pasillo en diagonal, hacia la cocina. En sus brazos lleva una pila muy alta de ropa sucia.

– Trabajo -contesto. La respuesta es tan obvia que me pregunto si no es una pregunta con trampa-. ¿Por qué?

– Deberías haber llegado hace siglos.

– Lo siento, me han retrasado. No me pude librar de una mujer que la había tomado conmigo. Perdí el tren.

– Podrías haber llamado.

– Se me ha acabado el saldo en el móvil y no llevaba dinero encima para recargarlo. Lo siento, Liz, no pensé que fuera tan tarde.

No contesta. Ahora ni siquiera la puedo ver. El hecho de que se haya callado es una pésima señal. Algo va mal y sé que cualquier problema que haya podido tener hoy queda a partir de ahora en segundo plano. Todas mis inquietudes quedarán empequeñecidas al lado de lo que la preocupa. Esto ocurre casi cada día y está empezando a cargarme. Sé que Lizzie trabaja duro y que los niños le atacan los nervios, pero debería pensar que es afortunada. Me gustaría que intentase lidiar con un poco de la mierda que tengo que tragar cada día. Respiro hondo y la sigo a la cocina.

– Tu cena está en el horno -gruñe.

– Gracias -susurro mientras abro la puerta del horno y tengo que dar un paso atrás ante la súbita bocanada de aire caliente que sale de él. Cojo un paño de cocina y lo utilizo para coger por el borde un plato con empanada, patatas fritas y guisantes secos y recocidos-. ¿Estás bien?

– En realidad no -contesta con una voz apenas audible. Está de rodillas, metiendo la ropa en la lavadora.

– ¿Qué ocurre?

– Nada.

Muerdo una patata quemada y rápidamente baño el resto de la cena con una salsa para quitarle un poco el sabor a carbón. No me quiero arriesgar a que Lizzie piense que no me gusta. Odio estos juegos. Resulta obvio que algo va mal, entonces ¿por qué no me dice sencillamente qué ocurre? ¿Por qué tenemos que pasar por esta estúpido rutina cada vez que algo le preocupa? Decido intentarlo de nuevo.