Tenían muchos puntos en común que los unían. Un sentido de la amistad similar, el placer de vivir y una infancia cargada de emociones comparables. Las carencias también eran idénticas.
Al igual que Paul, Arthur había sido criado por su madre. El padre de Paul había abandonado a su familia cuando el niño tenía cinco años y no había vuelto a aparecer; Arthur tenía tres años cuando su padre se marchó a Europa. «Su avión subió tan arriba que se quedó enganchado en las estrellas.»
Los dos habían crecido en el campo. Los dos habían estado internos. Se habían hecho hombres solos.
Lilian había esperado mucho tiempo y finalmente le había dicho adiós a su marido, al menos aparentemente. Los diez primeros años de su vida, Arthur los había pasado fuera de la ciudad, a orillas del mar, cerca del delicioso pueblo de Carmel, donde Lili -así era como él llamaba a su madre- tenía una gran casa. Estaba construida en madera blanca y rodeada de un vasto jardín que descendía hasta la playa. Antoine, un viejo amigo de Lili, vivía en un pequeño anexo de la propiedad. Se trataba de un artista que había ido a parar allí y a quien Lili había acogido, o «recogido», como decían los vecinos. Mantenía con ella el jardín, las cercas y las fachadas de madera, que pintaban casi todos los años, así como largas conversaciones por la noche. Amigo y cómplice, para Arthur era la presencia masculina que había desaparecido unos años antes de su vida. Arthur empezó a ir al colegio municipal de Monterrey. Por la mañana lo llevaba Antoine, y por la tarde, hacia las cuatro, iba a buscarlo su madre. Aquellos años de su vida fueron preciosos. Su madre era además su mejor amiga. Lili le enseñó todo lo que un corazón puede amar. A veces lo despertaba temprano, simplemente para enseñarle a contemplar la salida del sol, a escuchar los ruidos del día que nace. Le enseñó a distinguir los perfumes de las flores. Por el simple borde de una hoja le hacía reconocer el árbol al que pertenecía. Lo llevaba al gran jardín que rodeaba la casa de Carmel y que descendía hasta el mar, para descubrir todos los detalles de una naturaleza que ella «civilizaba» en algunas zonas, mientras que otras las dejaba deliberadamente silvestres. En las dos estaciones marcadas por el verde y el ámbar, le hacía recitar el nombre de los pájaros que hacían un alto en las copas de las secuoyas en un paréntesis de su largo viaje.
En el huerto que Antoine cultivaba con veneración, le hacía recolectar las verduras que crecían como por arte de magia, «sólo las que estaban a punto». A orillas del mar, le hacía contar las olas que algunos días iban a acariciar las rocas, como para tratar de que se les perdonara su violencia de otras estaciones, «para captar la respiración del mar, su tensión, su estado de ánimo». «El mar sostiene la mirada; la tierra, nuestros pies», decía. Por la intensidad del vínculo que une las nubes a los vientos, le enseñaba cómo adivinar el tiempo que haría sin lugar a dudas, y raras eran las veces que se equivocaba. Arthur conocía el jardín como la palma de su mano, podía desplazarse por él con los ojos cerrados, incluso andando hacia atrás. Ningún rincón le resultaba desconocido. Cada madriguera tenía un nombre, y todo animal que decidía dormirse allí para siempre, su sepultura. Pero, por encima de todo, le había enseñado a amar y a podar las rosas. La rosaleda era un lugar como impregnado de magia, donde se mezclaban cientos de perfumes. Lili lo llevaba para contarle cuentos en los que los niños sueñan con hacerse adultos y los adultos con volver a ser niños. De todas las flores, las rosas eran sus preferidas.
Una mañana de principios de verano entró en su habitación al despuntar el día, se sentó en la cama, junto a su cabeza, y empezó a acariciarle el pelo.
– Levántate, Arthur, vas a venir conmigo.
El niño asió los dedos de su madre, los apretó con su manita y se volvió, con la mejilla contra la palma de su mano. Una sonrisa que expresaba perfectamente la ternura del momento iluminó su cara. La mano de Lili tenía un olor que no se borraría nunca de la memoria olfativa de Arthur. Una mezcla de varías esencias de perfume que ella preparaba sentada ante su tocador y que todas las mañanas se aplicaba en el cuello. Uno de esos recuerdos que van unidos a la memoria de las fragancias.
– Venga, cariño, que tenemos que hacer una carrera con el sol. Te espero en la cocina dentro de cinco minutos.
El niño se puso unos pantalones viejos de algodón y un grueso jersey y se desperezó bostezando. Se había vestido en silencio -ella le había enseñado a respetar la quietud del alba- y se había calzado las botas de goma, pues sabía perfectamente adonde irían después de desayunar. Una vez a punto, fue a la gran cocina.
– No hagas ruido. Antoine todavía está durmiendo.
Ella le había enseñado a apreciar el sabor del café, pero sobre todo su aroma.
– ¿Estás bien, Arthur?
– Sí.
– Entonces abre los ojos y mira atentamente a tu alrededor. Los buenos recuerdos no deben ser efímeros. Imprégnate de los colores y los materiales. A partir de ellos se desarrollarán los gustos y las nostalgias que tendrás cuando seas un hombre.
– ¡Pero si soy un hombre!
– Quería decir un adulto.
– ¿Tan diferentes somos los niños?
– Ya lo creo que sí. Los mayores tenemos angustias que los niños desconocéis, miedos, podríamos decir.
– ¿De qué tienes miedo tú?
Ella le explicó que los adultos tenían miedo de toda clase de cosas: miedo a envejecer, miedo a morir, miedo a lo que no han vivido, a la enfermedad, en ocasiones incluso a la mirada de los niños, a que se les juzgue.
– ¿Sabes por qué tú y yo nos llevamos tan bien? Porque yo no te miento, porque te hablo como le hablaría a un adulto, porque no tengo miedo. Confío en ti. Los adultos tienen miedo porque no saben tener en cuenta las cosas. Eso es lo que yo te enseño. Ahora estamos viviendo un buen momento, compuesto de una gran variedad de detalles: nosotros dos, esta mesa, nuestra conversación, mis manos, que tú estás mirando desde hace un rato, el olor de esta habitación, este decorado que te es familiar, la calma del día que despunta.
Se levantó, tomó los tazones y los dejó en el fregadero de loza. Después pasó un trapo por la mesa, empujando el montoncito de migas hasta el borde y recogiéndolo en el hueco de la mano. Junto a la puerta había un cesto de mimbre lleno de utensilios de pesca. Encima de todo, envuelto en un paño, había pan, queso y salchichón. Lili tomó el cesto con una mano y a Arthur con la otra.
– Ven, cariño, está haciéndose tarde.
Madre e hijo recorrieron el camino que conducía al pequeño puerto.
– Mira esas barquitas de todos los colores. Parecen un ramo de flores marinas.
Como de costumbre, Arthur se metió en el agua, liberó la embarcación de su atadura y la arrastró hasta la orilla. Lili depositó dentro el cesto y embarcó.
– Vamos, rema, cariño.
El esquife iba alejándose a medida que el niño movía los remos. Antes de que dejara de verse el perfil de la costa, los metió en el interior de la barca. Lili ya había puesto el cebo en los anzuelos. Tal como acostumbraba a hacer, sólo le prepararía el primer sedal; después tendría que clavar solo la lombriz roja, que se retorcería entre sus dedos produciéndole un intenso asco. Con el carrete de corcho entre los pies, en el suelo de la barca, se pasó el hilo de nailon alrededor del dedo índice y lo arrojó al agua, lastrado con el plomo que arrastraría a toda velocidad el cebo hacia el fondo. Si el sitio era bueno, no tardaría en sacar un pez de roca.
Estaban sentados frente a frente, silenciosos desde hacía unos minutos. Ella lo miró intensamente.
– Arthur, tú sabes que no sé nadar. ¿Qué harías si me cayera al agua? -le preguntó con una voz extraña.
– Iría a buscarte -respondió el niño.
Lili montó en cólera inmediatamente.
– ¡Eso es una estupidez!
Arthur se quedó paralizado por la violencia de la réplica.