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Mick nunca le había visto tan feliz y exaltada. Tenía muchos planes para ella los siguientes sesenta años.

– ¿Te estoy cortando la circulación?

– Sólo cuando te retuerces -cosa que, se daba perfecta cuenta él, hacía Kat con deliberación. Mick no podía dejar de sonreír. Apartó de la sien de su amante un mechón de pelo.

– Mick…

– ¿Um?

– Soy increíblemente feliz.

– Sólo crees serlo. No eres ni la mitad de feliz de lo que soy yo -le pareció que la frente de Kat necesitaba un beso-. Las chicas van a pensar que me casaré contigo. En especial si las llamo a las seis de la mañana para decírselo.

– Dios santo. ¿Es esa una proposición?

Mick negó con la cabeza.

– De ninguna manera. Esta noche quizá aparecerá un duendecillo con camelias. Cenaremos, beberemos champaña. Entonces, quizá, te pediré que te cases conmigo. No lo prometo. Tendrás que preocuparte hasta entonces sobre si mis intenciones son honorables.

Kat movió las piernas de una manera que le hizo gruñir de satisfacción, y a ella sonreír. Ella tenía aviesas intenciones.

– Te gustó la idea de tener un hijo.

– ¿Nuestro hijo? Sí, amor mío.

– Sin duda será una niña.

– Estoy preparado para eso. Las probabilidades ya están en mi contra. Una hembra más no podría hacer mi vida más difícil.

– Mick… -Kat le alisó las cejas con los pulgares, pero de repente se puso seria-. Desde el momento en que entré en tu patio, has hecho mi vida terriblemente difícil. Tanto que no sé lo que me habría sucedido… si no hubieras sido tú. Sólo tú. ¿Has estado alguna vez desesperado?

Mick murmuró con suavidad:

– Oh, querida, sé que tú lo estabas.

– Pensé que tenías un problema y que era irremediable. Me había rendido.

Mick le pasó las dos manos por el pelo y le sostuvo la cabeza. Sus miradas se encontraron. Ninguno trató de mirar a otra parte.

– Te rendiste, cariño, porque nunca habías querido a nadie antes. No como es debido. Cuando se quiere de verdad la sinceridad se vuelve algo natural, y si uno se siente vulnerable no debe asustarse porque las dos personas están dispuestas a ayudarse mutuamente. Además…

– ¿Además?

– Tú no eras la única que necesitaba ayuda -dijo él con suavidad-. Yo necesitaba saber, tanto como tú, que podía confiarte mis temores. Mis temores de hombre. Mis temores de amante.

Ella lo besó. Su beso era una recompensa por reconocer que había tenido miedo. Quería convencerlo de que siempre que él la necesitara ella estaría a su lado. Lo sabía en ese momento, pero lo sabría mejor después de que llevaran cincuenta o sesenta años juntos. Lo volvió a besar. Con vehemencia.

– Caramba, otra vez tienes ganas -comentó él.

– Sí.

– ¿Cuánto puede esperarse que aguante un hombre?

– No sé la mayoría de los hombres -lo besó una vez más-. Sólo sé lo que puedes aguantar tú. No hay límite para ti, Mick. Y no te falta nada. ¡No por lo que a mí respecta!

– Son más de las dos…

– Pobrecito mío -murmuró ella.

– Te estás volviendo cada vez más audaz, más atrevida y descarada.

– Sí.

– No me va a quedar más remedio que acceder a tus deseos.

– Eso es.

¿Qué podía hacer él? La abrazó y la volvió de espaldas con lentitud y, antes que su espina dorsal tocara las sábanas, ella lo abrazó estrechamente.

Jennifer Greene

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