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– ¿Asustado?

– Asustado -corroboró Mick.

– Me parece difícil creer que un hombrón como tú pueda estar asustado.

– Hablo en serio, Kat… Tengo miedo por mis hijas.

– ¿Por qué? Ellas te adoran.

– Eso es precisamente lo que quiero decir. El papel de padre es muy difícil. No hablo sólo de miedo, sino de pavor. Me siento perdido y confuso cuando tengo que hablar de compresas, pantalones apretados, maquillaje y chicos -vaciló al ver que el rubor teñía las mejillas de su interlocutora-. ¿Te he ofendido? Sé que Noel se cohíbe cada vez que menciono algún producto femenino, pero me parece tonto fingir que no sé…

– Soy un poco mayor que Noel. Confía en mí, puedo soportar esta conversación sin que me vaya a desmayar.

De cualquier manera, el rubor que cubrió la cara de la joven fascinó a Mick. La pelirroja tenía algo de anticuada y púdica. Mick no sabía que hubiese todavía alguna mujer que fuera recatada. ¡Y con esos ojos tan vivarachos!

– A mí me educaron para llamar al pan, pan y al vino, vino. Nunca me enseñaron a valerme de eufemismos. Toda mi familia estaba formada por hombres, aparte de mamá, y quizá por eso siempre acabo en un aprieto.

– ¿En un aprieto? -repitió ella.

– Con mis hijas. Pensé que podía guiarlas en su etapa adolescente. Craso error -lanzó un suspiro desalentado, y vio que su interlocutora sonreía-. Por ejemplo, hace algunos meses, le compré a Noel unos calmantes especiales para la regla. Bueno, era evidente que ella… Cada mes ella está.

– ¿Un poco susceptible?

– ¿Un poco? Si la miras se pone a llorar. Le hablas y llora. Le preguntas si quiere un vaso de leche y sale del cuarto dando un portazo. Después de unos días vuelve a ser la misma de siempre, pero mientras tanto…

– Lo comprendo.

– ¿En verdad? Porque Dios sabe que lo he intentado, pero no lo entiendo. Pero si puedes entender eso, quizá podrás explicarme lo del teléfono.

– ¿El teléfono?

– Sí. El teléfono. Si hubiera un incendio, no habría manera de llamar a esta casa. Las chicas se pasan la vida colgadas del teléfono. Se peinan, friegan los platos, hacen los deberes e incluso se pintan las uñas mientras hablan por teléfono. ¿Crees que es normal en las mujeres? ¿Por qué les gusta tanto hablar por teléfono? ¿No hay ningún remedio contra eso? Y… ¡diantres! ¿Quieres dejar de reírte?

– No me estoy riendo.

– Estabas a punto -gruñó Mick, pero el brillo que vio en los ojos de su vecina fe encantó.

Igual que ella. Estaba lo bastante cerca para oler su perfume. No era francés ni exótico como él había pensado. Era un aroma fresco, ligero e inocente. A Mick le intrigaba cada vez más esa mujer tan contradictoria. ¿Cómo podía haber vivido cinco años en la casa de al lado sin haberla oído reírse nunca?

De modo que siguió con su retahíla de lamentaciones de padre.

– Esto de ser padre antes era muy divertido. Cuando mis hijas eran más pequeñas, solíamos ir a Hunting Island para pescar y recoger conchas en la playa. Todo lo que necesitábamos era una mochila cada uno y una cesta con comida. Ahora Noel necesita cuarenta y siete maletas, la más grande llena de aparatos eléctricos, antes de que… ¿no te estarás riendo de mí otra vez?

– No. Te lo juro. No.

– Y las dos se han vuelto solapadas. Nunca lo habían sido. Eran unas niñas abiertas, francas y alegres. Noel me preguntó si podía ponerse pendientes y yo le dije que sí. Ahora sus orejas parecen un árbol de navidad. ¿Debería haberle dicho que no?

– Bueno, está de moda llevar varios pendientes a la vez.

– ¿Y enseñar el trasero está de moda también? Porque ella dice que sí. ¿Cómo puedo saber esas cosas? Todas las amigas que invita a casa son iguales… horribles. Hace años que no le veo los ojos. Los esconde detrás de toneladas de rimel. Siempre trae a casa buenas notas, eso sí. Sus profesores y profesoras la adoran. Yo confío en ella y le concedo suficiente libertad, pero… a veces me pregunto si no le estoy dando demasiada…

La mano delicada dé Kat se cerró en la encallecida mano de él un instante. Ella intentaba decirle así que lo comprendía.

– Sé que no es fácil y menos aún porque no tienes a una mujer que te apoye, pero, ¿no se te ha ocurrido que quizá lo estás haciendo todo mejor de lo que piensas?

– Si fuera así, dudo de que trataran de ganarse tu compasión, Kat.

– He estado pensando en eso -los ojos de Kat reflejaban seriedad-. No creo que lo que Angie y Noel han hecho sea tan terrible, tan poco corriente. Quizá tú hayas sido un adolescente sin problemas. Yo fui una calamidad y me pasaba la mitad del tiempo hablando con los demás de lo mal que me trataban en casa. Sin embargo, me la pasaba de maravilla en casa, mis padres eran comprensivos y cariñosos, pero era más divertido inventarme historias y hacerme la víctima. A los adolescentes les gusta lamentarse, eso los divierte.

– Quizá mis hijas tenían razones para quejarse.

– Y quizá tú eres demasiado duro contigo mismo.

– No lo creo. Antes salíamos hablar mucho. De repente ya no sé nada de ellas y mis opiniones son tontas…

Kat volvió a sonreír.

– Mick, las chicas te quieren. Ya se les pasará.

– Nunca -gruñó Mick con un dejo de humor-. Jamás podré hacer una llamada de negocios desde casa los próximos seis años, porque debes creerme, jamás se irán de casa. Nunca se casarán. Cualquier muchacho en su sano juicio que eche una mirada al cuarto de baño de las chicas en el primer piso… -Mick se puso rígido de repente-. ¿Y quién es ese tal Johnny que mencionaste?

Kat iba a contestar, pero se contuvo.

– Pregúntale a Noel.

– En otras palabras: no me lo dirás -murmuró él-. Mataré a ese mequetrefe. Tengo entendido que es un malandrín, ¿verdad?

– Pregúntaselo a tu hija -porfió Kat con una risilla.

– Te lo pregunto a ti. Por favor, ayúdame -Mick no supo por qué había dicho eso, pero ya era tarde para rectificar-. No te estoy pidiendo que resuelvas mis problemas, pero hay veces en las que agradecería poder hablar con algún, recibir consejos. Consejos de una mujer.

Kat negó con la cabeza con rapidez, con demasiada rapidez.

– Soy la última persona que te podría aconsejar. No sólo no tengo hijas, sino que nunca he tratado a ninguna niña. Mis opiniones no cuentan.

– Pero eres mujer. Y mis hijas te admiran. Se pasan la vida repitiendo lo que les dices. Tú debes saber más que yo sobre cuestiones de tu propio sexo.

Kat lo miró de una manera que él no supo interpretar. Apareció en sus ojos una calidez, un brillo que aceleraría el pulso de cualquier hombre, pero en seguida se desvaneció. Kat miró el reloj de pared y se puso de pie de un salto.

– ¡Caramba! ¿Te das cuenta de cuánto tiempo hemos estado hablando? Es más de la una. Mañana tengo que trabajar y tú también.

Mick se puso de pie también, pero ella fue hacia la puerta antes que él. Era como si quisiera escaparse. Sin embargo, titubeó un momento en la puerta.

– Mick, de verdad creo que si necesitas ayuda se la estás pidiendo a la persona equivocada, pero si me necesitas… ya sabes dónde vivo. Creo que no te sentirías muy cómodo comprando sostenes con Angie. Ese tipo de cosas las podría hacer yo y con gusto.

– Bien -dijo Mick. Le abrió la puerta a su vecina y ella murmuró algunas frases de cortesía.

Había vuelto a convertirse en una extraña. En cierto sentido nunca habían sido más que extraños, pero él había sentido algo más esa noche, algo especial, algo real… algo muy importante para él.

Quería decirla que ella había sido muy amable al ir a verlo y hablar con él… pero no sabía cómo hacerlo.

Y como no conocía otra forma de dar las gracias, se inclinó hacia ella con lentitud. Kat no se apartó al sentir el roce de sus labios. Se quedó paralizada, lo cual desconcertó a Mick. No era posible que estuviera asustada; Mick nunca asustaba a las mujeres. Sólo le había dado un beso de buenas noches, de agradecimiento. No podía interpretarlo mal.