Sin darle tiempo a reflexionar sobre tan imprudentes palabras, Volodioso le ofreció cerveza. Y más y más cerveza, hasta que rodó por el suelo y hubieron de conducirle como un saco hasta su lecho.
Entonces, Volodioso llamó al pequeño Almíbar. Hízole escribir una carta dirigida al Abad Abundio: en ella exponía su descontento y el de su hermano hacia su padre y, ofreciéndole su apoyo, asegurábale que si se rebelaba contra Sikrosio -el Abad disponía de soldados y él no-, muchos nobles, aún indecisos, seguirían su ejemplo. Hablóle también de un rey, de un reino: pero en términos tan ambiguos, que cualquiera -incluso el propio Abad- podría sentirse aludido.
A la primera tarde, cuando Sirko despertó de sus vapores, le envió al Monasterio con la carta, en compañía de Roedisio, con quien había mantenido antes secretas conversaciones, mientras éste reía sin cesar, asintiendo con la cabeza. Con mirada soñadora, Volodioso vio partir a sus hermanos hacia el Monasterio. Entonces, quedóse él junto a su padre, manteniendo a su lado al pequeño Almíbar.
Luego, al anochecer, partió secretamente a los castillos y mansiones de aquellos nobles feudales y caballeros que no gozaban del favor de Sikrosio; y aún más, envió emisarios a las partidas de bandoleros que actuaban al margen de las de su padre, ofreciéndoles perdón y un futuro halagüeño en la milicia.
El fruto de sus actividades superó sus esperanzas: bandas de forajidos y proscritos, aventureros sin ley ni techo, al enterarse de sus propuestas, abandonaron a Sikrosio y se unieron al joven segundón. Así pudo comprobar hasta qué punto era aborrecido el Margrave.
Hechas estas cosas, la revuelta del Abad se tornó en guerra encarnizada. Y las huestes de Abundio y Sirko hallaron aun dentro del propio Castillo de Sikrosio sus mejores aliados: Volodioso y sus hombres desde el interior. Fácil es comprender quiénes vencieron.
Pero no es tan fácil averiguar cómo murió Sirko. Acaso Volodioso, en sus secretas conversaciones, instó al imbécil Roedisio a eliminarlo, con la sibilina esperanza de sustituirle en el trono prometido: «Yo seré tu Consejero, tú reinarás en Olar, y yo gobernaré contigo». ¿Por eso se reía Roedisio tanto, cuando llevaban la carta al Abad?…, quién lo sabe. Lo único cierto es que, finalizada la lucha, Roedisio atravesó a Sirko con la espada, junto al foso. Y esto le produjo gozo tal, que revolcábase de risa, entre la sangre.
Sikrosio fue degollado en su propio lecho, donde le sorprendió el asalto, completamente beodo. Malas lenguas dijeron -años más tarde- que fue la mano de Volodioso quien cometió el parricidio. Otros, en cambio, aseguraban haberle visto en aquellos momentos batiéndose en las murallas. El caso es que Sikrosio murió a manos de no se sabe quién. Lo que nadie pudo dudar es que Volodioso fue quien lo hizo colgar -aun degollado-, junto a sus pocos leales, de las horcas que ornaban la Torre Vigía -aquella donde otrora se balanceaban cuerpos de delincuentes o supuestos traidores al Margrave; aquella donde un bello aprendiz de Vigía, desterrado de todo amor entre los hombres, escuchaba el lenguaje de los árboles y de las aves.
Entonces, Volodioso besó la cruz de su espada y, alzándola después a un cielo que, de improviso, se llenó de bandadas de pájaros, gritó; gritó de tal forma, que sofocó todos los ruidos, todos los lamentos y alaridos de victoria que poblaban el aire. Y en aquel grito se abría paso la voz de un niño que decía: «Madre, ya estás vengada».
Después el silencio aún fue mayor, casi irreal. Era un silencio audible, casi podía verse y tocarse. Como bajo una orden encantada, todas las cabezas y ojos aún vivos se alzaron hacia la Torre Vigía, donde había aparecido un raro resplandor. De entre las almenas surgió la silueta de un niño. Era el pequeño Almíbar, y portaba en cada puño un halcón. Dio un pequeño grito, que sonó como el viento entre los álamos, y los dos halcones se lanzaron al vuelo.
Inmediatamente regresaron, llevando entre sus garras una sencilla corona. Con vuelo lento, casi respetuoso, descendieron hasta la cabeza de Volodioso y la colocaron en ella. Luego, remontaron el vuelo y desaparecieron. Y nunca los volvieron a ver.
La institución del Reino y la coronación de Volodioso fueron cosas en verdad tan sencillas como raudas. Volodioso y sus fieles ex bandoleros, pequeños feudales y barones ultrajados redujeron las pretensiones del Abad de forma harto expeditiva: confinado en su Monasterio, despojado de casi todo poder, hubo de contemplar con sordo furor cómo Volodioso subió al trono, Rey y Señor absoluto del recién nacido Reino de Olar.
Poco después de la coronación, Roedisio murió misteriosamente. El viejo Abad, desde su obligado retiro, no se calló, y atemorizó al mismo Volodioso, advirtiéndole que el verdadero Gran Rey de Occidente vendría a deponerle y arrasaría su naciente e ilegal Reino como castigo a sus desacatos.
Al frente de sus mejores hombres, Volodioso se encaminó a las altas mesetas, en cuyas cimas se extendía la tundra que jamás, desde que él vivía, había filtrado ser humano alguno hacia Olar. Allí esperó en vano al Gran Rey que debía castigar su osadía: tres días y tres noches acampó, con sus hombres, mientras el viento batía los árboles y el silencio se hacía extrañamente mineral.
Al atardecer del tercer día, la rara iluminación que durante sus libaciones transfiguraba el rostro de Sikrosio, pareció revivir ante él. Creyó oír en el viento restos de presagios, ecos de alguna incomprensible devastación y, al fin, la voz de su padre: «Y de Occidente, hijo mío… el olvido». Volodioso se estremeció hasta los huesos. Volvió grupas y ordenó la retirada. De aquel Gran Rey amenazante, jamás se supo en Olar.
El Abad Abundio murió de despecho, pero a seguido tomó su cargo el oscuro monje que enseñó a leer a Almíbar. Sorprende considerar la extrañeza que en algunos causaron estas cosas -especialmente cuando, poco a poco, la nobleza fue despojada de sus privilegios, supeditándola en vida y hacienda a la única y total soberanía: el Rey Volodioso-, si hubieran considerado que las manos que ahora regían sus derechos y obligaciones eran las mismas que colgaron el cadáver de su propio padre de la Torre Vigía.
4
Volodioso había eliminado de sus planes a sus hermanos legítimos, pero al bastardo Almíbar lo conservó siempre a su lado. Y lo cierto es que el poder de Volodioso creció, y se pegó al trono como un molusco a la roca.
Almíbar, fiel escudero, le seguía a todas partes: incluso le servía el vino, la comida, y velaba su sueño. Pero ni los años ni los cargos más altos cambiaron su naturaleza: seguía inmerso en un mundo inexpugnable de inocencia y sabiduría mezcladas; un mundo donde platicaba con los arroyos y las hojas, con el viento, la hierba y la tempestad. Si había que batirse, seguía de cerca el caballo del Rey -y en cierta ocasión le salvó la vida-, pero aunque conocía el manejo de las armas, y su brazo era fuerte y su naturaleza robusta -aunque espigado y bello-, tomaba con más placer el libro que la espada. Absorto en un ensimismado reino de palabras y ecos, ingenuo y grave a un tiempo, Almíbar aborrecía la sangre.
También Volodioso experimentaba un aborrecimiento: el viejo Castillo donde había nacido y donde vio morir a su madre. Mandó construir otro, más hacia el Oeste, precisamente junto al gran Lago de las Desapariciones, donde un día flotaron los cadáveres del Herrero y su joven esposa. Volodioso no prestaba atención a estas historias, en cambio, le gustaban los abedules, los arces y los hermosos bosques que lo rodeaban.
El nuevo Castillo creció como su poder, y en sus vertientes nació la ciudad que llevó el nombre de Olar y fue capital del Reino. A lo lejos, el viejo Castillo de Sikrosio recortábase oscuramente en el atardecer, tras el incendio de que fue pasto. Y nunca llegó a desaparecer el negro hollín de sus piedras, ni siquiera cuando, años más tarde, fue restaurado con gran generosidad por Volodioso, y donado, junto con sus tierras y nutrida guardia, a su medio-hermano Almíbar. Desde el día en que murió Sikrosio, todos en Olar -incluido el Rey- le llamaron el Castillo Negro.
Tras varios años de reinado, y precisamente cuando su popularidad decaía -la mano de hierro de Volodioso hizo añorar a más de un resentido o estúpido los tiempos del Margrave Sikrosio-, irrumpieron en Olar las Hordas Feroces sembrando el pánico e invadiendo, con ánimo poco amistoso, las aldeas de las praderas.
Volodioso acudió prestamente con sus huestes. Combatió, arrojó y persiguió a los Diablos Negros con tal ímpetu, astucia y valentía, que nuevamente ganó la incondicional lealtad de sus súbditos. Creció así la admiración y el respetuoso temor hacia un hombre que, por vez primera, trajo a Olar, clavadas en lanzas, las cabezas de dos jefes esteparios: el temible Krejko y el sanguinario Hukjo. Y aún hizo más: las decrépitas fortificaciones del Este, que con tanto esfuerzo levantó el Conde Olar y con gran desidia abandonó Sikrosio, fueron rehechas y avanzaron hasta las mismas estepas. Reconstruidas y reforzadas, ondearon en ellas las enseñas del Reino, sobre el horizonte del miedo.
Estaba aún fresca la gloria de esta victoria, cuando el vecino País de los Weringios fue sacudido por una invasión inesperada: del Sureste, por aquel mismo camino que a través de las Lisias abrieron al comercio, cayó sobre ellos la piratería sureña. Sarracenos, mercenarios de la estepa -restos de antiguas tribus, olvidados reyes nómadas- sorprendieron a los pacíficos y confiados weringios. Desolado, el Rey Wersko pidió ayuda a su vecino, el fuerte y poderoso Volodioso.
Pactaron sensatas condiciones, y concertaron el matrimonio de Volodioso con la hija de Wersko -aunque ésta, a la sazón, contaba seis meses de edad-. No obstante, el matrimonio se efectuó por poderes -era la clave de importantes acuerdos para Volodioso-, y sólo entonces avanzó, con su poderoso ejército, hacia los invasores. Arrojó del país a piratas y mercenarios e hizo numerosos prisioneros. Aún más: empujado por su irreprimible curiosidad, avanzó por la estrecha cinta que atravesaba las Lisias y pisó, por primera vez, el legendario Sur.
Nunca antes había visto el mar, y se mantuvo largo rato en silencio ante él. Luego atacó, venció, sometió y anexionó aquellas tierras a sus dominios. Se enamoró de los viñedos, del sol, de las costumbres de aquellas gentes. Probó por vez primera el vino -que tuvo gran importancia en su vida y en esta historia- y, desde aquel momento, apartó la cerveza de su mesa. Se apropió de todos los viñedos y despojó sin miramientos a sus dueños y cultivadores. Año tras año, en largas caravanas, mandó transportar el vino del Sur hasta su Castillo de Olar, junto al Lago. Pero nadie supo jamás el sobrecogimiento, la timidez, que aquel mundo le inspirara: hasta el punto de que fue más cruel con los que allí le ofrecieron resistencia que con cualquier otro. El mar también le dio miedo.