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«Tiene Gudú la salvaje mirada de los persas, la crueldad glacial de los rubios y misteriosos nórdicos, las rudas formas revestidas de afectuosa intimidad de los berberiscos, y la ausencia de perfume artificial que deja aspirar el agreste, un tantico acre, un mucho excitante, en verdad, perfume del animal en bruto», meditaba Gudulina tras sus éxtasis amorosos, a los que se aficionaba sin vislumbre de tregua. Pero si bien Gudú no se sintió defraudado por tales cosas, a mitad del viaje empezó a rehuirla, aunque tan levemente, que ni ella -ni tal vez él mismo- lo notó. Por lo que el viaje, en su última fase, continuó tan felizmente como se iniciara.

El otoño había ya madurado cuando alcanzaron tierras de Olar. El suave perfume de octubre y sus ligeras brisas hicieron a Gudulina temblar como una hoja:

– ¡Qué pronto llegó el invierno, amado mío! -dijo castañeteando los dientes como un perrillo persa-. En verdad que vivís en crudas regiones…

– ¿Invierno? -respondió Gudú, sarcástico-. Invierno es lo que conocerás el día de mi cumpleaños.

Pero ella creyó que estas palabras encerraban un obsequio envuelto en pieles de zorro, u otras prendas más preciosas, y sonrió, halagada. Muy reciente estaba aún la boda, y todavía Gudulina no había tenido ocasión de exponer, con todo lujo de detalles, su verdadero y cautivador temperamento: pues, si bien en belleza no llegaba, ni con mucho, a la que a su edad desplegaba Leonia, no se equivocaba su madre al juzgarla poco inteligente y con su pizquita de mal carácter, a pesar de su perenne sonrisa y las alegres carcajadas con que sembraba aquí y allá sus no muy bien hilvanadas frases. Si no la creía bien dotada en cuanto a habilidad o buen manejo de la conversación, tampoco se había percatado de la predisposición que Gudulina ostentaba al parloteo. Pero no la superaba Leonia en su capacidad de lucha, tesón y dotes de austeridad en los malos tiempos. Tal vez tampoco había llegado a apreciar el grado de gandulería, glotonería, ignorancia y falta de curiosidad que ornaban a su hijita. Pero larga era la vida, largo el matrimonio -aún más que la vida, si cabe- y tiempo habría por delante hasta descubrir en tan joven esposa las mil gamas, los variados matices que componían ciertos y misteriosos tesoros.

«El tiempo -pensaba- acaba resolviendo todas las cosas, buenas o malas, de este mundo.» Y así, cuando, mientras con gesto mimoso se arrebujaba en el pecho, Gudulina preguntó: «¿Qué opináis, querido mío, de la casual coincidencia de nuestros nombres?», quedó paralizada al oír un seco: «Falta de imaginación por parte de tu madre». Y por vez primera entendió la conveniencia de medir sus palabras antes de enviarlas, tan profusa como irreflexivamente hiciera hasta el momento, a los oídos del Rey. Aquella primera lección -al menos por el momento- tuvo resultados satisfactorios.

Llegaron, por fin, a Olar. El otoño teñía las colinas de escarlata, y las lejanas y abruptas enramadas de los bosques parecían incendiarse. El Lago reflejaba un sol maduro, como fruta en sazón, y un perfume envolvía a Gudulina con la sensación de hallarse en el lugar exacto que le correspondía en esta vida. Bordeaba el Lago la regia comitiva y se oía ya el clamor de las gentes que aguardaban tras la muralla y que deseaban agasajar como convenía a los jóvenes monarcas y su augusta madre. Ardid sintió dentro de sí, en dulce y tenue agonía, el dorado resplandor de una Isla que, súbitamente, se había convertido definitivamente en recuerdo, en un imaginado y ya perdido paraíso, antes de ser gozado. «Hay mucho que hacer -se repetía impaciente, en tanto recobraba el brillo acerado de su mirada-. Veremos qué tal han llevado las cosas, durante nuestra ausencia, aquellos ancianos.» Y sin reparar en el epíteto, que, si bien afectuoso, no halagaría a los aludidos, hicieron su entrada en Olar.

Con toda la dignidad y majestuosa apariencia de que eran capaces -y una vez más apreció Ardid de cuán poco (si se exceptuaba a Almíbar)-, fueron recibidos por la Asamblea de Nobles. Y fue entonces, al ver a su querido y viejo Almíbar, a su leal amigo, cuando la estremeció una punzada en el corazón. «¡Santo cielo! -se dijo, con inconsciente crueldad-. ¡Cómo va vestido! ¡Qué mamarracho, qué carencia de buen gusto, dignidad y buen sentido!… ¿Adónde va el pobre con sus falsos rizos, que a la legua se ven teñidos, y esa pluma en el sombrero, que más parece la cola de un buitre hambriento? Señor, qué falta de auténtica elegancia, qué ignorancia de la realidad: no tiene ya edad para esas cosas.» Y al mismo tiempo le pareció ver que habían empequeñecido sus ojos, que sus mejillas se habían convertido en lacios mofletes y que, en suma, se ofrecía a su mirada como un hombre que fue bello, y por tanto era más patético e insoportable su declive, y lo juzgó pesado, fondón y cargante.

Pero no ocurrió así con Almíbar. Una verdadera agonía había sido la vida para él desde el día en que ella partió y vio desaparecer su comitiva por el camino del Lago, hacia el Sur. Muchas veces hubieron de consolarle el Trasgo y el anciano Hechicero, y aun secarle algunas lágrimas, ante el prolongado silencio de la amada, que ni tan sólo una triste palomita mensajera le enviaba. Ahora, al contemplarla descender de su carroza, y aunque el día declinaba, el sol se levantó de nuevo en su corazón. La halló más bella que nunca, y no se equivocaba, pues lo estaba. No sólo por la adquisición de nuevas y exóticas vestimentas que mucho la favorecían, sino por el resplandor que traslucía: cierta y vieja llama que brota a veces, en el fuego moribundo en las hogueras, más hermosa que sus hermanas, aunque destinada, como todas, a brillo fugaz y apagada ceniza. Con los brazos extendidos, sin cuidarse de toda ceremonia o disimulo, avanzó hacia ella, tembloroso y con los ojos llenos de lágrimas. Pero le paralizaron una glacial mirada, un mohín de desagrado y un seco: «Reportaos, imprudente… ¿Qué estupidez es ésta? Guardad vuestras efusiones para más tarde…, majadero». Aquel «majadero», jamás oído antes en tan exquisitos como amados labios, hundió un puñal en su corazón; tan profundamente que ya, jamás, nada ni nadie podrían arrancarlo de él.

No acabaron ahí las desdichas de Almíbar. Por el contrario, aquél fue el principio de una muy dura y triste pendiente aún por recorrer.

Aquella misma noche, y los días siguientes, aunque Ardid intentaba disfrazar sus sentimientos, lo cierto es que, si bien no era notoria la sagacidad de Almíbar en otras cosas, un fino y despierto sentido, cuya raíz era el grande e inquebrantable amor que sentía por Ardid, le advertía de su desvío. Ella le evitaba con mal disimuladas muestras de cansancio y aburrimiento, y al parecer totalmente absorta en retomar las riendas de aquella Corte y Trono que, aunque las apariencias pudieran indicar lo contrario, estaba muy lejos de su ánimo abandonar. Aunque la corona de Reina pasó a las sienes de Gudulina, sólo era mera fórmula: en Olar no había -ni hubo jamás- otra Reina que la Reina Ardid.

Entre unas y otras cosas, mientras avanzaba el invierno, Almíbar notaba cómo ella se zafaba de él. Aunque le tratara con tierna condescendencia -ya que no con amor-, su presencia sólo despertaba en ella irritación y cansancio. Y aunque nada decía, una fina y cruel daga se clavaba más profundamente y ahondaba su herida día a día. En lugar de mejorar su aspecto, éste se empobrecía cada vez más. Almíbar intentaba remozarlo y ocultar los estragos que la edad y la pena infligían tanto a su físico como a su ánimo. Pero cuanto más se afanaba en ello, más ridículo y hasta grotesco antojábasele a Ardid. A través de trajines, afanes y hábiles reorganizaciones en que se ocupaba su inquieto temperamento, se filtraba un secreto, como pócima embrujada que había bebido y ya no podía olvidar; un difuso deseo de acallar, cuanto antes, el último destello de un tardío y sabroso resplandor, del que sabíase alejada para siempre. Y así, mientras los días transcurrían para ella en febril agitación -hubo en la Corte renovación de costumbres: más refinamiento, novedades que traían fragancias juveniles a las húmedas estancias. Los más jóvenes las acogían con entusiasmo, los viejos sentíanse cada vez más incómodos y desplazados-, nadie reparaba en un solitario y muy herido corazón que agonizaba lentamente en la vasta indiferencia del mundo.

2

El regreso a Olar fue para Gudú muy reconfortante. Estaba harto ya de convivencias familiares. La coronación, que Ardid intentó revestir de gran esplendor, fue por expreso deseo suyo de una brevedad sorprendente. Pocos días después manifestó las muchas atenciones que requería de él su famosa -y secretamente criticada- Corte Negra. Sin hacer caso de las, primero tímidas, luego fastidiosas súplicas de Gudulina, que intentaba acompañarle, la dejó en manos de su madre, y partió con Randal al encuentro de los que constituían, al menos por el momento, la razón de su vida, y entre los que tan a gusto y a sus anchas se encontraba.

La Corte Negra no sólo no había sufrido alteraciones que desmereciesen a los ojos de su Rey, sino que, en manos tan expertas y leales como las de Yahek, ofrecía unas perspectivas que, si bien a otro hubieran parecido de una austeridad y rudeza rayanas en lo siniestro, complacieron profundamente a Gudú. Hasta el punto de dedicar breves y concisas -por supuesto-, pero significativas y halagüeñas palabras de felicitaciones a Yahek. Éste las escuchó con gran placer, y fue a explayar su orgullo sumergiéndose materialmente en una tinaja de vino, junto a sus camaradas.

Recién entrado el invierno nació el hijo de Lontananza, pero como se trataba de una niña, no lo comunicaron a Gudú. El niño de Yahek y la recién nacida muchachita se criaban juntos, pues las dos madres habían hecho excelente amistad. El Rey ni tan siquiera recordaba el origen de estas cosas: otras muchachas sustituyeron a Lontananza y a sus antecesoras. En tan agradable compañía, Gudú sintió que respiraba de nuevo los aires de libertad y optimismo que estimulaban sus ambiciosos proyectos.

La escuela de Yahek y sus disciplinados Cachorros crecía en vigor, astucia, fuerza y sabiduría. Los jóvenes soldados de Gudú aparecían a los ojos del Rey como los mejores. Y tuvo la grata sorpresa de recibir, a poco, la visita de algunos jóvenes nobles: muchachos de catorce, dieciséis y aun veinte años, que, unos desoyendo el consejo de sus progenitores, y otros acuciados por ellos, vinieron a ofrecerse a la Corte Negra con mal veladas ansias de gloria, botín y cuanto se presentara, si bueno parecía.

Gudú eligió a los que le parecieron mejores, y aun a algunos de los que no le parecieron tan buenos. Su astucia le aconsejó no rechazarlos por no acarrearse el disgusto de los padres. Sabía, por lecturas y por cierta experiencia, que los nobles, en general, eran gente díscola, dispuesta a revolverse contra su Rey al menor motivo, y aun sin éste. De forma que los encuadró en lugares donde mejor podría aprovechar su talento, si alguno poseían. Y así hubo un lugar para cada cual, pues como jóvenes que eran, y de raza belicosa, alguna aplicación podía dárseles, aun en el caso de que fuera escasa su mollera. Como Capitán de ellos colocó al noble Jovelio, que tan bien le sirviera -junto a su gloriosamente fallecido hermano Iracundio- en la última batalla. De este modo, la nobleza de la sangre no se vio menospreciada por hallarse a las órdenes de plebeyos como Randal o el propio Yahek. De suerte que, la naciente y ya floreciente Corte Negra, primero engrosada por chiquillos plebeyos y vagabundos, fue a su vez entroncada con sangre noble.