Avanzó prudentemente, medio oculto entre los juncos del río, hasta alcanzar, al fin, el Desfiladero. Le llegó entonces el olor, el humo, las voces del campamento de los soldados que defendían o guardaban aquella entrada, y el piafar de un caballo. Luego lo vio avanzar, con su jinete, y oyó sus cascos alejándose. El eco los repetía entre las grandes piedras. Planeaba la forma de trepar hacia las rocas y adentrarse en el interior de aquella especie de inmensa fortaleza natural, superior a cuantas un hombre pudiera levantar sobre la tierra, cuando oyó voces muy cercanas, y se tendió entre las jaras, anhelante.
– Bestia -decía una de aquellas voces, si bien en voz baja y silbante-. Bestia inmunda: acabaré contigo y te despedazaré, y tus pingajos serán devorados por los buitres. Pero atino que serías un bocado demasiado dañino, incluso para ellos. Mejor sería convertirte en cenizas: pero vivo, quiero verte arder vivo, lentamente…
Y aquella sarta de malos deseos se quebró en un conocido sonido: el entrechocar de armas. Alzó la cabeza y, con gran estupor, comprobó que dos ancianas mendigas, de aspecto muy lastimoso, esgrimían sendas espadas y se atacaban con saña ejemplar -como si se hubiera tratado de Cachorros de Gudú.
La feroz y sanguinaria pelea duró hasta que una de las dos mendigas logró desarmar a su contrincante: la espada contraria voló por los aires y vino a caer tan cerca de donde él se hallaba, que a punto estuvo de clavársele en el hombro. Lisio se apoderó de ella, mientras con un mal reprimido grito, semejante a silbido de víbora, y dispuesta a degollarla como a un puerco, la mendiga vencedora se lanzaba sobre la que, caída en el suelo, se tapaba ominosamente la cabeza, como despidiéndose de este mundo para siempre. Sin embargo, y antes de que tal cosa ocurriera, la atacante resbaló en el barro y vino a caer junto a su víctima. Entonces, la que tan resignadamente se despedía de la miseria humana, cobró ímpetu y, con una risita baja y siniestra -que recordó a Lisio otra risa odiada y conocida-, se lanzó sobre su compañera: ambas rodaron entonces entre el cieno, distribuyendo aquí y allá golpes y puñetazos. La fuerza, el ánimo -o tal vez las rencillas-parecieron mitigarse entre ellas; y a medida que los golpes languidecían, parecieron calmarse. Quedaron, al fin, en el suelo y a cuatro patas, una frente a otra, como dos fatigados animales. Brusca y sorprendentemente decidieron dar por terminadas sus cuestiones y, sacudiéndose como mejor pudieron el barro que las cubría, se sentaron entre los juncos e intentaron localizar las zonas de su cuerpo más magulladas. Desciñéronse de sus harapos, y Lisio comprobó con sorpresa que no se trataba de mujeres, sino de un par de larguiruchos, amarillentos y feos cuerpos varoniles. La espada de la última -o último- había caído un tanto lejos de donde él se hallaba. Pero aun así, se deslizó suavemente a sus espaldas y logró apoderarse de ella. La guardó en su cinto, junto a la suya propia, y se dispuso a aguardar los acontecimientos.
Una vez comprobadas sus magulladuras, los estrafalarios personajes dedicáronse a cubrirlas amorosamente con cieno y yerbas: tal como solían hacer los soldados o los luchadores heridos. Y a poco, se inició entre ellos esta apacible conversación:
– Hermano, creo que, considerando la confianza con que ya nos movemos por este lugar, hora sería de entablar conversación con los Desdichados y prender la primera esperanza, junto a la primera rebeldía.
– No sé, no sé -dijo el otro, frotándose una rodilla que comenzaba a hincharse-. Si tuviera que fiarme de ti, hace tiempo penderíamos los dos de una cuerda. ¿Qué hubiera sido de nosotros si hubiéramos llevado a cabo el plan anterior? Recuerda cómo por puro milagro o azar no lo pusimos en práctica, y cómo comprobamos con nuestros propios ojos la grosera armazón de todo lo proyectado, cuando…
Y así, frase por aquí, comentario por allá, Lisio llegó a comprender, aunque someramente, tan enrevesadas cuestiones. Aunque no llegó a calibrar la forma en que pretendían llevarlas a cabo, lo cierto es que estaban guiados por una sola intención: soliviantar a los sometidos Desdichados contra los soldados -según ellos, relajados en extremo- y organizar una revuelta contra el Rey Gudú. A todas luces, aquellas intenciones coincidían con sus propios deseos.
Su primer impulso fue unirse a ellos, con gozosa y feroz alegría. Pero la experiencia de tantas amarguras pasadas y los desengaños que sufriera durante su corta vida, le aconsejaron prudencia y reflexión. Algo había en aquellos semblantes y aquellos comentarios que no despertaba su confianza. Debía ser cauto, pensó, antes de darse a conocer y unir las mutuas ansias de venganza.
Les vio entonces sentarse, muy juntos, y se les acercó, sigiloso, por detrás. Llevaba ahora una espada en cada mano, y estaba dispuesto a luchar con ambos brazos, para lo que había sido adiestrado y era particular gloria y orgullo tanto de los Cachorros como de Yahek y del mismo Gudú. Tan silenciosa como cautelosamente se había deslizado hasta el momento, avanzó hacia las dos escuálidas espaldas. Con delicadeza, pero sin que ofreciera dudas sobre sus intenciones, apoyó la punta de sus espadas en ambas nucas, y en voz tan baja como ellos hablaban, y tan roncamente como ellos, murmuró:
– No os mováis, o seréis degollados como cerdos aquí mismo.
Tan sólo por el convulso temblor de aquellas nucas, abundantemente pobladas de rojiza maraña, podía sospecharse que ambos aún vivían. Lisio pensó que ambos estaban, o muy famélicos, o muy asustados. Así que creyó oportuno añadir:
– Volveos, y no hagáis nada que pueda demostrar aviesas intenciones, pues tan raudo soy con la espada como con la vista. Lentamente, dieron ambos la vuelta a su pescuezo.
– ¿Qué pretendéis, noble señor? -murmuró al fin uno de ellos, tan quedamente que Lisio más adivinó que llegó a oír sus palabras.
– Nada malo, si os portáis bien -Lisio sentía cómo iba cimentándose su fugaz esperanza-. Y si es cierto lo que no ha mucho oí de vuestros labios, tal vez no sólo conservéis la vida, sino también la esperanza de conseguir lo que, creo entender, es vuestro deseo.
– ¿Qué oísteis, nobilísima criatura? -murmuró el otro, por cuyos temblorosos labios surgía la voz como un tenue silbido de agua hirviendo en cazuela rota-. No…, no sé a qué podéis referiros…
Pero así como la esperanza de cumplir su venganza iba consolidándose en Lisio, también iban recuperando su maligna cautela los gemelos Bancio y Cancio. Aunque tildaban de noble señor aquella inesperada y aterradora aparición, ni su aspecto ni sus andrajosas ropas revelaban noble cuna. Un rayo de esperanza se abría paso entre el pánico que les atenazaba.
– Habéis hablado de una revuelta, de una conspiración que llevará a todos los Desdichados hasta las puertas de Olar: y una vez allí, acabar con la vida de tan mal Rey como mal hombre es Gudú el Odiado.
Una débil sonrisa curvó la boca de ambos gemelos. -Así… es -dijo al fin Bancio.
– Cierto… -musitó Cancio.
– Pues bien -añadió Lisio-. Decid quiénes sois y por qué estáis aquí: por vuestras ropas no parecéis lo más florido de la nobleza, y si vuestras palabras corresponden a vuestras verdaderas intenciones, habéis encontrado en mi persona más bien aliado que verdugo. Tened por seguro que por muchas ofensas que hayáis recibido de Gudú, y por mucho que deseéis su muerte y las dulzuras de la venganza, nadie vive que haya más razones que las que anidan en mí para desear lo mismo que vosotros. Tenedlo presente: soy más joven, más fuerte y sin duda alguna más ladino que vosotros juntos: guardaos bien de engañarme, porque en tal caso no llegaríais al anochecer con la cabeza sobre los hombros.
Dicho lo cual, tan fuerte sentía y oía el latido de su corazón, que por momentos temió se grabara en el mismo aire que los tres respiraban. Al fin de su discurso, Bancio levantó los brazos, mientras gritaba:
– ¡Hermanito!
Casi al mismo tiempo, Cancio prorrumpía en sollozos. -¡Hermanito! -repetían a dúo. Y repetían tan dulce como poco apropiada palabra. Pertenecer a la familia de aquellas criaturas, pensó vagamente Lisio, no parecía creíble.
A poco que él bajó las espadas, Bancio manifestó:
– Somos tan desdichados como el más desdichado de los que sufren ahí dentro… y en todo te ayudaremos, tan sólo nos des aliento para demostrártelo. Pues si odias a Gudú, ¿cómo no le odiaremos nosotros si ante nuestros ojos tuvo como alegre pasatiempo no sólo colgar a nuestros abuelos, padre y tres indefensos hermanos, sino que antes osó encadenar, atropellar y vejar a nuestra madre… para matarla después?
Bancio siempre fue el más imaginativo de los Soeces.
– ¿Y cómo escapasteis vosotros? -se extrañó Lisio-. No tengo al Rey por hombre compasivo.
La larga parrafada de su hermano gemelo impulsó a Cancio, y de inmediato surgió la continuación, tal como tenían por costumbre: cuando la voz del primero se agotaba de inventiva, la del segundo reanudaba la tal historia; y cuando ésta, a su vez, se iba extinguiendo, la primera se reanudaba en el punto exacto de la narración.
– Porque, para nuestra desdicha (ojalá hubiéramos sido torpes e inhábiles como rucios), bien conocida era nuestra pericia en la dura tarea de las minas: y a fuer de mineros, somos orfebres. Y tan singulares y refinados, que el más innoble pedrusco parecería zafiro en nuestras manos.
Y así se prolongó la historia, hasta llegado un punto en que Lisio se sintió confuso y embotado. Estaba muy débil y fatigado, y aunque estimó que alguna exageración había en aquel lamentable relato familiar, no dudó en que ésas y aún peores cosas haría Gudú si lo creyera oportuno. Dijéronle los dos hermanos que habían llegado a inspirar tal confianza en sus guardianes, que habían logrado escapar vistiendo ropas de mendigas. En la esperanza de rescatar, junto a sus compañeros de lágrimas y penas, al menor de sus desdichados hermanos que, niño aún, fue allí conducido y consumíase, como débil llama, en la oscuridad de los horrores, el hambre y la depauperación.