Y sucedía ajena a todos, y más que a nadie, a la propia Ardid. Hallándose Almíbar sumido en su gran pena, vino a notar que sobre sus rodillas se marcaban unas pequeñas y húmedas manchas, y comprobó cuán lenta y suave y silenciosamente lloraba, tanto que ni sabía enjugar en un pañuelo tales excesos. Levantó los ojos hacia la ventana y descubrió, entre lágrimas, una figura grácil y encantadora sentada en el alféizar, balanceando las piernas. Una vaga dulzura llegó a su memoria, que, si no lograba mitigar su pena, sí pareció llenarle de un tibio calor.
– ¿Qué haces ahí, Príncipe Once? -dijo, sorprendido-. ¡Hace mucho tiempo que te fuiste!
– No sé -dijo Once-. No estoy capacitado para medir el Tiempo como vosotros. Pero vengo a hacerte compañía.
– Gracias, querido Once -dijo Almíbar. Y viendo que el muchacho se acercaba a él y se sentaba a sus pies, añadió-: Ya ves: estoy llorando, igual que un niño. Pero ya no soy un niño: soy un pobre viejo a quien nadie ama ni recuerda… -su llanto aumentó, y una lágrima vino a mojar la única mano de Once, que contempló con expresión grave la brillante gotita.
– No eres viejo -respondió al fin-. Tú no puedes ser porque si no eres un niño por fuera, yo (que puedo ver el interior de la gente) sí percibo en ti un niño.
– ¿De verdad? -dijo Almíbar con escasa fe-. No puedo creerlo, querido Once.
– Pues es cierto -dijo Once-. Te veo del revés, tan claramente como a pocos distingo del derecho. Y veo a un niño muy hermoso: sabe jugar, sabe manejar toda clase de objetos y disponerlos bien, y lee: lee un libro escondido, que encontró olvidado… Y también es valiente, y tiene un corazón particular: pues veo algo en él.
– Es cierto que sabía jugar -dijo Almíbar-. Y que leía bellas historias, sobre todo en un libro que hallé en lo más escondido y perdido del huerto de los Abundios… Pero ya no sé jugar, ni apenas leo nada… En mi corazón no podrías hallar sino heridas y tristeza.
– No es eso lo que veo -continuó Once, aproximándose a él y mirando con atención hacia su pecho-. Ahí dice: «Un corazón leal merece seguir latiendo».
– ¿Eso dice? -se maravilló Almíbar-. ¡Es lo que escribió en mi daga mi hermano el Rey!
– Pues lo copiaría de alguna parte -dijo Once-. ¡Los adultos lo suelen copiar todo!
Así, permanecieron callados, y una gran suavidad llegaba a Almíbar. Y de pronto, pareció que la Tristeza iba abandonándole lentamente, tal como la bruma abandona y se desprende del Lago, en el amanecer.
– ¿Y qué otra cosa puedes ver en mi envés? -preguntó Almíbar.
– Vas a jugar -dijo Once, despacio-. Vas a jugar ahora, según parece.
– ¿A jugar? Niño, creo que te equivocas: ya no tengo gusto por los juegos: ni siquiera en el tablero de damas, ¡tanto como me placía antes!
– Es un juego mucho mejor -dijo Once-. Vas a jugar a No Volver Nunca.
– ¿ Sí?
Almíbar quedó pensativo. Y súbitamente recuperó retazos de viejas historias, páginas de aquel libro que halló, medio sepultado, en el huerto de los Abundios.
Entonces dijo, entrecerrando los ojos:
– Ah, temo que no sabré adónde ir… Porque allí (de donde tú siempre vuelves) no me dejarán entrar. ¡No, no me dejarán entrar! -repitió, con un suspiro. Y su voz era igual a la de Tontina cuando pronunció las mismas palabras.
– No -dijo Once-. No podrás entrar.
– Entonces -dijo Almíbar-, ¿adónde iré?
– No lo sé. -Once encogió levemente los hombros-. En verdad, yo no lo sé…
– Dame la mano, al menos -murmuró Almíbar. Once le dio la mano, y Almíbar partió.
En aquel instante, cuando tan desconcertadas, asustadas y conmovidas estaban Ardid y Gudulina, por las dispares y graves nuevas, el Trasgo asomó la cabeza por el hueco de la chimenea. Y con ira extraña, donde también latía un gran dolor, gritó a Ardid:
– ¡Oh, Ardid, Señora!, ¿qué es lo que habéis hecho?
Y al mismo tiempo, sin llamar ni dar muestra alguna de respeto ni de ceremonia, entró a su cámara el Hechicero, y clamó, en el mismo tono y con la misma pena:
– ¡Oh, Señora!, ¿qué habéis hecho?
Por primera vez ambos la llamaron Señora, en vez de querida niña. De suerte que, ante la sorprendida y aterrada Gudulina -que no vio al Trasgo ni entendió al anciano-, la Reina despertó súbitamente de aquel aislamiento en que se había refugiado. Un súbito dolor, una grande y cruel amargura llenó su paladar, su corazón, sus ojos; y corrió como empujada de negros presentimientos hacia la cámara de Almíbar. Y sólo cuando lo vio allí, con la cabeza inclinada hacia un lado y su única mano extendida -como si en su vacío esperara alguna otra mano, alguna última caricia, algún imposible calor-, comprendió Ardid cuánto había faltado de aquel lugar, cuánto había abandonado aquella mano que -por leal y valiente, y tal vez, más que por ninguna de estas cosas, por niño e inocente- permanecía aún intacta. Y lo vio con tan inútil desesperación, que, arrodillándose junto a él, en sus rodillas abandonó la cabeza. Y lloró. Lloró tanto y con tal sentimiento, y con tan súbito y dulce, y desconocido e inmenso amor, como jamás -ni en tiempos de Volodioso ni en la Isla de Leonia- había llegado a gustar. Pues era tan vasto y singular sentimiento que, si tales cosas fueran posibles -que no lo son-, hubiera podido abarcar la corteza entera de la tierra.
Pero Almíbar ya había partido y, tal y como Once dijo, Nunca Más Volvió.
Mucho sorprendió a la Corte entera, a la Asamblea de Nobles y a la ciudad en pleno -pues cosas tan insólitas y extrañas suelen propagarse con rapidez-, que en momentos tan graves, la eficiente, serena y sabia Ardid prescindiera de cuantas obligaciones y problemas la acuciaran, ante una noticia tan insignificante como la muerte del insignificante y medio olvidado Príncipe Almíbar. Pues todas aquellas cosas quedaron postergadas, por acompañar en su último viaje a aquel que, antaño, tanto gustase de ellos.
Sólo después de que esto sucedió, volvió a ser la Ardid que todos conocían. Y en la fría mañana que sucedió a tan triste día, ella y su fiel Dolinda, y el fiel Hechicero -que sollozaba sin rebozo-, seguidos bajo tierra por el golpeteo de un conocido martillo que resonaba en sus oídos como el más triste lamento, se dirigieron -acompañados de escaso cortejo- al Cementerio Real, y allí, junto a la tumba de su hermano el Rey, fue enterrado con respeto, amor y veneración por la afligida Reina Ardid, aquel que por ella había perdido su humilde y mágico corazón. Sobre la tumba de Volodioso se alzaba su colosal estatua en piedra, que parecía hundirse día a día, más y más, en la húmeda y grasienta tierra. Sus fieles Pájaros Sin Nombre -renovándose sin cesar- se posaban en sus hombros, en su cabeza, en su brazo alzado. Y cuando la última paletada de tierra cubrió a Almíbar, acudieron presurosos hacia él, con lo que Ardid partió de allí con aquella imagen como único consuelo: «Almíbar no está solo: ellos le harán visitas, sin duda. Los pájaros de Volodioso vendrán y marcharán, y volverán y partirán también para éclass="underline" e irán renovándose, y sucediéndose… en tanto la tierra no resulte demasiado ingrata para ellos».
Y guardó en secreto lugar la mano de marfil, y la daga con su leyenda: «Un corazón leal merece seguir latiendo». Allí, o en alguna otra parte -nadie, ni siquiera Once, sabía estas cosas-, se cumpliría su promesa. Pero únicamente los pájaros hubieran podido asegurarlo.
XVIII. LAS ESPADAS Y LOS HOMBRES
De regreso a Olar, y tras aquella triste ceremonia, Ardid tuvo las primeras nuevas directamente llegadas de su hijo. Y leyó en su misiva, una y mil veces, hasta entender su significado, algo que la llenó de horror. Pues, como primera medida a los desmanes de sus hermanos gemelos Bancio y Cancio -y por si el asunto del Príncipe de los Desfiladeros servía de pretexto a tal revuelta-, Gudú ordenaba que, sin dilación, se diera muerte al pequeño Contrahecho.
Aún estaba a su lado Dolinda, y aún enjugaba ésta sus lágrimas por el viejo amigo que, en horas tan tristes como al parecer olvidadas, habíales dado luz y esperanza. Ardid la miraba y no acertaba a decirle nada. Y tal era la expresión de los ojos de la Reina, y tal la palidez de su rostro, que Dolinda reparó en ello, y dijo:
– ¿Qué ocurre, Señora? ¿Alguna nueva desgracia viene a anidarse a tantas como en pocas horas hemos recibido?
– Así es -dijo Ardid. Y desfallecida, se dejó caer sobre un asiento. Contempló entonces, frente a ella, el pequeño escabel donde el pequeño Gudú solía sentarse para hablar con ella. Y al verlo -a veces, tan nimias cosas, pensó, pueden desencadenar los actos más dispares-, un llanto furioso se adueñó de su voluntad. Y tomando la misiva de su hijo la rompió en mil pedazos y la arrojó al fuego. Enjugándose las lágrimas, dijo a la desconcertada Dolinda:
– En verdad, Dolinda, que por primera vez desobedeceré al Rey; pero te juro, por mi vida y por la suya, que no habré de arrepentirme jamás por ello. Escúchame bien: toma al niño Contrahecho que tienes como hijo, y con gran sigilo y secreto llévalo a través del pasadizo que conoces tan bien como yo, hasta mi cámara… Y luego, muéstrate llorosa y enlutada, como si lo hubieras perdido.
Al ver el espanto con que Dolinda acogía sus palabras, añadió, con tono que demostrase la gran confianza que en ella depositara:
– No temas: aunque Gudú ordene su muerte, con mi vida he de defender a este niño de todo mal. Si en verdad quieres salvarlo, habrás de hacer cuanto te digo, y mostrarte ante todo el mundo -incluso ante tu esposo- como si tal cosa hubiese sucedido.
Dolinda lloró, sin disimulo, y realmente horrorizada. Pero entendía que su Señora tenía sobradas razones para ordenar la prisa en tales cosas, y se apresuró a cumplirlas, aunque su corazón rebosara llanto y horror. Y también por vez primera el odio nació -si bien aún tímido- en aquel corazón que otrora amara al pequeño Gudú casi tan tiernamente como ahora amaba al pequeño y desgraciado Contrahecho.
Fue aquél un largo invierno: tan largo y cruel como la memoria de las gentes no recordaba. Pues el frío, la inquietud y el temor se unían a aquella larga y rara epidemia que parecía brotar del Lago y se extendía por todos los corazones: la Tristeza. En formas variadas, pero pertinaces y empedernidas, asoló el Reino -o al menos gran parte del Reino- y, especialmente, la pacífica, esplendorosa y, hasta el momento, floreciente ciudad de Olar.