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Niños, ancianos y mujeres -las de más edad o más débiles, pues las jóvenes, si buenas eran para el trabajo, mejores se mostraban imbuidas de esperanza y valor en la lucha- fueron apostados como vigilantes. Lisio organizó entonces un sistema de señales de fuego, que tanto en la noche como el día creaba entre ellos un lenguaje de órdenes y avisos. A poco, también se les unieron algunos pastores que conducían sus rebaños en las proximidades de la montaña, doblados, como estaban, a fuerza de impuestos y tributos. Y aunque eran escasos los que tenían la desventura de habitar parajes tan desolados -lo mísero del terreno y la proximidad de las Hordas no invitaban a poblar en ellos-, muchos más de los que esperaba Lisio se unieron a él en la lucha o colaboración. A poco, las laderas de aquellas colinas que otrora sirvieran a Gudú para ocultar sus hombres a la vista de las confiadas huestes de Usurpino y Tuso, ahora hallábanse pobladas por ellos: agazapados en la enramada, se aprestaban a cumplir las órdenes de Lisio. Lástima que sólo tuvieran piedras y toscas lanzas fabricadas con sus propias manos, aunque con la destreza en manejar sus ondas alcanzaban a gran distancia el blanco, con asombrosa puntería de pastores -como gentes que en la espesura sobreviven y están avezadas a ello desde la infancia.

Entre los variados defectos que podrían achacarse al Rey Gudú, no se contaban ni la ingenuidad ni mucho menos la imprevisión o la estupidez. Y si aquellos pastores y leñadores conocían el terreno, por haber pasado allí sus vidas, no menos lo conocía Gudú, aunque a causa del profundo estudio y la contemplación de los extraños dibujitos del anciano Hechicero, aquellos mapas que tanto asombraban y confundían a Yahek y sus hombres, incapaces de comprender la utilidad que en ellos veía su joven Rey. Y su joven Rey reunía además en su persona la astucia de todos sus hermanos Soeces juntos -incluidos Tuso y Usurpino-. Valor y coraje tampoco le faltaban y, por distintas razones, le sabían muy capaz de enfrentarse a las emboscadas de Lisio y su gente. Y conociendo, como conocía, las posibilidades y dificultades que ofrecía la región, envió por delante, y en misión de gran disimulo -de forma que no se adivinara su bélica condición-, un puñado de exploradores para que le informaran de cuanto ocurría en el nido de sus enemigos. Cuando regresaron, pusiéronle al corriente de todo lo que habían visto, oído o averiguado.

Los Desfiladeros y sus ruinas ofrecían un total abandono. Sólo se oía el grito de las aves agoreras, repetido por el eco, en su oscura garganta. Gudú acampó con sus hombres a cierta distancia, y allí permaneció, al parecer sin ánimo de ataque, durante algún tiempo, como aguardando a ser atacado por los emboscados que se ocultaban en los arbustos. Aunque en verdad Gudú esperaba la lenta desmoralización de los insurrectos -arma que tan útil le fuera en la lucha anterior- y, al mismo tiempo, el avance de las tropas de Yahek desde la estepa. Transcurridos dos días y parte del tercero, antes de que uno de sus reptantes y disimulados emisarios le avisase de la proximidad de Yahek y sus hombres, una insólita y precoz nevada -pues se adelantó mucho a lo acostumbrado- vino a sorprenderles. Y tan copiosa era que, unida a una violenta ventisca, contrarió en gran manera sus planes.

En el interior del Desfiladero la inesperada nevada no fue, naturalmente, bendecida, pero hallábanse mejor preparados para enfrentarse a ella. Resguardados en sus puestos, contemplaban a distancia el resplandor de las hogueras. El campamento del Rey parecía aguardar alguna misteriosa y amenazadora contraseña, antes de iniciar su ataque.

No sólo para los proyectos de Gudú resultaba desfavorable la inusitada precipitación del invierno. Igualmente, y si cabe con más crudeza -pues de las estepas venían los fríos vientos, y desde ella avanzaba la nevada-, sorprendió a Yahek y sus hombres, de forma que el avance hacia el Desfiladero llegó a hacerse penoso, y hasta parecía imposible. De suerte que así se retrasaron notablemente, y con ello a punto estuvieron de alterar el curso de aquella pequeña escaramuza, que para el Rey y su gente apenas si revestía importancia.

No un día, ni dos, se prolongó aquella nevada, sino cuatro. Y durante su transcurso, podría decirse sin exagerar, los copos no cesaron de caer ni el viento de soplar con tal furia, que ni las rocas parecía pudieran resistir su embate, ni el fuego, ni apenas los hombres. Tal cantidad de nieve llegó a acumularse en las colinas y en las cumbres que guardaban la entrada del Desfiladero, que Lisio y su gente empezaron a temer que aquellos inesperados elementos no iban a serles tan favorables como en un principio creyeron. Para colmo de sus males, un alud vino a precipitarse sobre los hombres concentrados al pie de una de las entradas. Causó muerte y gran desconsuelo, junto a considerables pérdidas. Y aún después la nieve seguía cayendo y el vendaval arrastrando cuanto hallaba. El viento traía hasta ellos el aullido de los lobos, estremeciéndoles: en el breve silencio que se abría, de tarde en tarde, aquel aullido llenaba sus corazones de terror paralizando casi sus latidos. Porque no se trataba únicamente de aullidos hambrientos: en aquellos prolongados lamentos, inundados de ira, les llegaba la furia, el desamparo y la desesperanza de sus propias vidas. Era el lobo, el lobo que merodeaba en torno a los lejanos días de su infancia, era el lobo que se acercaba a las cabañas, a los poblados, en la noche de los niños. El grito largo, tenebroso, del miedo que nunca pudieron arrojar de su memoria ni de sus sueños.

Unos y otros -los que en el Desfiladero se disponían a defender y atacar, y los que desde el campamento se disponían a atacar y vencer- llegaron a perderse de vista. Y también cesaron todos los ruidos. Un silencio blanco, espeso y creciente, parecía bajar del cielo y brotar del suelo, y tan grande era su desconcierto que, aunque no acalló los deseos de venganza o de lucha, vino a sumirles en una sorprendente inmovilidad, en una larga y extraña espera. Como si todo, la ira, la astucia, la venganza se hubieran helado, quietas e intemporales, en el gran frío, en la gran indiferencia de la tierra.

2

Mientras pasaba aquella espera en los Desfiladeros, también el frío y el invierno, e incluso una ligera nevada, cayeron sobre la ciudad de Olar. Se tiñeron de blanco las almenas de la muralla y del Castillo. Y mientras veía caer los copos de nieve, la Reina Ardid meditaba y agudizaba todos sus sentidos, en espera de noticias. A medida que veía cubrirse de blanco lo que fuera su Jardín, recordó que sólo lo retenía florecido en su memoria. Y la invadió una lenta tristeza, o quizá nostalgia, y como no acertaba a definir de qué, creyó que sentía acaso de algo que aún no había conocido.

El tercer día de nieve la sorprendió mirándose en aquel espejo que Almíbar le regalara un día, ya lejano -o, al menos, muy lejano parecía, e inmóvil en el recinto de su memoria-. Descubrió así, de pronto, que lo que fue una corona de leonado fulgor, rubia y espléndida cabellera, también aparecía ahora nevada.

Y comprendió que jamás primavera alguna derretiría aquella nieve: ni el sol conseguiría dorarla de nuevo. Estuvo quieta, contemplándose durante mucho rato. Y luego, no ordenó a Dolinda que preparara polvo de oro para disimular las primeras nieves de su sien, ni encargó tocados de terciopelo para ocultarlas, sino que, lentamente, peinó con dulzura y cuidado sus cabellos, los trenzó y los acarició. Y se dijo que, tal vez, le traían un raro y extraño consuelo. Como si en ellos pudiera enterrar su vago dolor, su vaga pena; y se tratara, al fin, del último destello de una larga y despaciosa despedida.

A partir de aquel instante, volvió más sus ojos a las cosas que antaño considerara minucias, ocupaciones de orden secundario: vigilar, por ejemplo, el sueño de su Maestro; preocuparse del pequeño Príncipe Contrahecho que, escondido en la ya medio abandonada mazmorra del Hechicero, correteaba y reía entre las redomas y los atanores como si se tratara de un niño afortunado. Y suspiraba, día a día, sin tregua, por la súbita desaparición del Trasgo. Pues desde el día en que le reprochó tan duramente su parte de culpa en la muerte de Almíbar, no había vuelto a asomar su roja cabeza, ni por el hueco de la chimenea ni por parte alguna. Inútilmente Ardid le llamaba durante las largas noches invernales, en tonos que iban desde la súplica al enfado, desde el cariñoso requerimiento a la burla mordaz o la amenaza. Ni siquiera la pequeña ánfora de vino que colocaba todos los días junto a las brasas, logró que apareciera. Esto la tenía tan inquieta y apesadumbrada que, en el Castillo, todos notaron el inexplicable velo que ahora cubría los poco antes tan brillantes y escrutadores ojos de la Reina Ardid.

– ¿Por qué no viene, Maestro? -preguntaba al anciano Hechicero, mirando hacia los rescoldos del hogar.

– No lo sé -respondía él suavemente-. De veras, niña, que no lo sé…

Y Ardid notaba que, por vez primera, su anciano Maestro no le decía toda la verdad.

Entretanto, Gudulina lloraba la ausencia de Gudú. Y era inútil cuanto hacía su suegra para consolarla. Le decía que Gudú no era un ser al que pudiera dominarse, ni siquiera convencer de algo fácilmente. La joven Reina Gudulina se hallaba hasta tal punto prendada de Gudú, y de manera tan enfermiza, que ni el anuncio de un hijo lograba arrancarla de su postración y tristeza.

Pero no sólo Gudulina era víctima de aquella especie de maligna enfermedad. La Tristeza ascendía desde la capa de hielo que cubría el Lago, y trepaba y se filtraba en la ciudad y en el Castillo por ranuras, resquicios y ventanas o puertas. Todos la sentían, y muchos dejaban que se apoderase de ellos, y más que nadie, las mujeres: pues Gudú habíase llevado a casi todos los hombres de Olar, y los que no estaban con él, se aprestaban y adiestraban en la Corte Negra a las órdenes del Barón.

Y más que ninguna otra mujer, se hallaba la infeliz Dolinda presa por la maligna dolencia. Al tiempo que se dejaba apoderar por la Tristeza y permitía que en su carne y sangre se cebara, mientras el color de sus mejillas y el oscuro azul de sus ojos se apagaban, algo aún más fuerte y más dañino iba devorando su corazón. Su naciente odio hacia el Rey crecía ahora, y de tal forma, que hasta el sueño y las ganas de vivir la abandonaban de día en día. A veces, llegábase a Ardid tan desolada y enfebrecida, que la Reina no reconocía en aquella extraña criatura, dominada por un fuego que no llegaba a entender ni adivinar, a la antaño alegre, sumisa y un tanto vana Dolinda, quien pedía, no ya, como al principio, a través de lastimosas súplicas, sino con violenta y sorda desesperación, la dejase contemplar, siquiera por el hueco de la mohosa cerradura, al pequeño Príncipe Contrahecho. Ardid juzgaba peligroso, y aun perjudicial, satisfacer su deseo, y se negaba a ello. Entonces recibía tal mirada de la antaño sumisa Dolinda, que un estremecimiento recorría sus venas, y acababa accediendo a su petición. De modo que la Dama pasaba su tiempo espiando por las rendijas al niño que llegó a creer hijo suyo: y casi llegó a perder la razón. Llegaron a Ardid noticias de su desvarío, pues doncellas y pajes lo comentaban sin rebozo. Supo así que Dolinda se mostraba pródiga en extremo con ellos. Había repartido dinero, vestidos y aun alguna joya, para que la ayudasen a ver a su pequeño. Su esposo, ya medio inválido, al enterarse de sus dispendios, sufrió un ataque de ira de tal magnitud, que murió al amanecer.