Выбрать главу

Aquella muerte provocó gran impresión en la Corte: no porque extrañara su fallecimiento, sino por las circunstancias en que se produjo. Una sutil malquerencia y desazón invadió la Corte, y una sombra se deslizaba por cámaras y corredores. Dolinda había sido tolerada a regañadientes, y a veces adulada por la predilección que le mostraba Ardid. Pero ahora su presencia era evitada y menospreciada, e incluso llegó a ser blanco de mal disimulada hostilidad. En vano Ardid intentó justificar las extrañas ocurrencias que de día en día mostraba la viuda. Empezó a vestir pobremente, y ordenó a sus doncellas y pajes, y hasta a los más humildes sirvientes, compartir con ella sus comidas. E incluso ella bajó a las dependencias de los criados, y con ellos comía y vivía. Si bien estas cosas no llegaron a comprobarse, se decían y comentaban. Ardid no atinaba a poner fin a tales desmanes.

Pero el día en que Dolinda manifestó que estaba dispuesta a repartir sus tierras y bienes entre sus servidores -que en verdad no eran suyas, sino de su difunto esposo-, la voz de los nobles se levantó airada. Y a consecuencia de la violenta ira de que fue objeto, murió también, en un breve espasmo, el viejo Barón Presidente de la Asamblea de Nobles.

Estas dos muertes acabaron por soliviantar la ya muy resentida y desazonada, así como despoblada de varón -medianamente vigoroso al menos-, Corte de Olar. Se reunió la Asamblea, y solicitó a la Reina Ardid y a la Reina Gudulina su asistencia. Debían elegir nuevo Presidente. No pudo negarse Ardid, y aunque mucho le costó convencer a la apática y llorosa Gudulina -que sólo se ocupaba en enviar largas misivas a su esposo, repletas de amor y pasión-, finalmente se avino a cumplir el requisito y acompañar a su suegra. Y en tan memorable día, Ardid hubo de frenar el dolor de su corazón al verse obligada -junto a su aprobación por el nombramiento del nuevo Presidente de la Asamblea, el Barón Linko, primo del difunto esposo de Dolinda, también anciano, pero de aspecto más saludable que su pariente- a consentir la decisión unánime de castigar a Dolinda con la desposesión de su herencia, y la reclusión en sus habitaciones, como en tiempos ella misma había sido castigada por Volodioso.

La actitud de la Asamblea no dejaba lugar a dudas, y Ardid comprendió aquel día que no sólo había nevado en sus cabellos y en Olar, sino que también el invierno se había filtrado en su energía, en su astucia y en su voluntad. De suerte que hubo de acceder, bien a su pesar, y no halló fuerzas ni argumentos necesarios para oponerse a aquel castigo que mucho le dolía. Y aun fue alarde de su poder persuasivo que pudo salvar a Dolinda de ser considerada y juzgada como bruja o endemoniada, y dar con sus huesos en la hoguera -como algunos querían-. Con gran pena, pues, hubo de firmar y sellar con su aprobación aquella triste decisión.

En la madrugada del cuarto día -cuando la nevada se había recrudecido en las tierras del Desfiladero-, Dolinda fue confinada en sus habitaciones. Y Ardid no tuvo valor para verla y ni tan siquiera para enviarle unas palabras de consuelo.

Pero aún no había llegado la noche de aquel día, cuando su indómita naturaleza se rehízo de tales golpes. Buscó al Hechicero, y una vez estuvo en su presencia se apresuró a pedirle que conjurase de algún modo al Trasgo, como antaño, para suplicarle algo que mucho necesitaba. Hacía ya tiempo que el Maestro no practicaba ninguna clase de experimentos, ni tan sólo los más inocentes. Únicamente leía, leía, leía… y ahora, en su antigua Cámara de las Investigaciones, solo el pequeño Contrahecho correteaba y curioseaba a su antojo sin que para nada él se opusiese.

– No puedo -dijo el Maestro-. No puedo, querida niña.

– ¿Cómo que no podéis? Me niego a creer tal cosa.

– Lo he olvidado -dijo el anciano, suspirando-. Lo he olvidado casi todo.

Y como no podía sacar nada más de él, comprendió que el anciano no mentía. El Maestro -se daba cuenta, con pena y desazón- era muy viejo, mucho más viejo de lo que nadie -ni ella misma- podía calcular. Desde el patio, violentos ladridos llegaron hasta sus oídos y Ardid se estremeció, se abrigó más en su manto de piel y sintió que las llamas del hogar no bastaban para calentar sus ateridos miembros. Se aproximó más al fuego, y pensó en la soledad. En una soledad que nada tenía que ver con aquella que, en tiempos, conociera ocultándose entre las ruinas del Castillo de su padre; ni la que sufrió durante el confinamiento en la Torre Este. Ésta era una soledad distinta, nueva, espantosamente desconocida. En la Corte de Olar, y en ausencia de Gudú -pese a todo-, seguía siendo, de hecho, la única soberana. Pero de pronto se abría ante sus ojos el vacío que supondría que su anciano Maestro partiera de este mundo, como había partido Almíbar. Las lágrimas nublaron sus ojos, y sus manos temblaban mientras atizaba el fuego. De nuevo llamó, quedamente, y sin esperanza, al Trasgo.

Pero el Trasgo tampoco acudió esta vez.

Al día siguiente supo que Dolinda se había dado muerte, colgándose de su cinturón. Un cinturón de terciopelo y oro, que ella le regaló el día de sus esponsales. Ardid pidió quedárselo, y así lo hizo. Y junto a la mano marfileña de Almíbar, lo guardó en el fondo de aquel cofre que un día ya lejano cobijara también media piedra azul, horadada. Y allí quedaron estas cosas, acaso aguardando un tiempo en que, tal vez, nada significarían para nadie.

Por aquellos días, el Príncipe Contrahecho cumplía seis años y Gudú diecisiete. Por raro azar, ambos habían nacido en días semejantes, si bien con signos distintos y dispares destinos. Sólo el Tiempo, protector de Once, podría conocerlos, mientras caprichosa o intencionadamente se entretenía tejiendo al derecho y al revés.

Ardid mandó enterrar a Dolinda en lugar secreto, pues los que morían sin confesión, o por manos del verdugo, no tenían derecho a reposar en lugar sagrado. Así, fue sepultada en su propio jardín, bajo las cenizas del Árbol de los Juegos. Sólo ella, así, podía conocer la tumba, y llorar, y soñar, junto a la blanca piedra que con sus propias manos colocó, para no olvidarla jamás.

3

La nevada cesó en tierras de los Desfiladeros, antes que en las estepas. Y cuando la nieve dejó de caer, se aplacó el viento. Entonces, Gudú ordenó a sus hombres atacar -si bien en falsa maniobra- la boca del Desfiladero. De esta forma, el aluvión de piedras y teas ardiendo que recibieron, les avisó de los puntos donde se hacían fuertes las improvisadas tropas de Lisio y sus Desdichados. Retiró Gudú a sus hombres, y les ordenó permanecer nuevamente a la espera.

Esta vez, aquella espera inquietó seriamente a Lisio. Sabía que si bien Gudú había sufrido algunas pérdidas, no eran para él importantes, mientras que para ellos constituía un derroche inútil, tanto en hombres y armas -o lo que por tal usaban- como por el hecho de descubrir sus posiciones al enemigo. Mandó variar éstas, aunque poco podía esperar de ello. Sin embargo, en el interior del Desfiladero, los ánimos no decaían. Aquellas gentes ignorantes tomaron por primer triunfo lo que tan sólo había sido mero tanteo por parte de Gudú. Y lo celebraron con tal regocijo, que Lisio, contemplándoles, sintió crecer su odio, mezclado con una gran congoja: ahora, Lure se había convertido de joven y linda hermana, tal como la vio por última vez, en una escuálida y avejentada criatura. Muchos de sus amigos habían muerto, y otros estaban tan desfigurados y depauperados, que su sola vista le encendían un dolor y una ira incontenibles.

Lisio ordenó racionar los víveres y reunir en lugar seguro los pocos rebaños de cabras que aún quedaban junto a las minas. Bloqueó éstas, y en su interior depositó todo el material extraído, de forma que, llegado el día de la victoria, pudieran emplearse y repartirse en bien de toda la comunidad. Allí, en lo más hondo de su pensamiento y corazón, comenzaba a forjarse tímidamente un sueño, un sueño del que brotaba y se articulaba un país, con leyes más justas que les llevarían una nueva vida. En la noche, tras la cruel nevada, desde su puesto vigilante, vio por vez primera un cielo terso y negro donde pálidas estrellas relucían, tan lejanas y misteriosas, tan desconocidas como el corazón de los hombres. Un suave viento agitaba sus cabellos y, aunque helado, le pareció un viento bienhechor, portador de algo parecido a una benévola consigna. Iro, su inseparable perro, miraba también hacia lo alto, tendido a sus pies. Y súbitamente, le asaltó la pregunta de qué significarían tan altas y enigmáticas luces: ¿qué habría en ellas?, ¿qué ojos o qué voces, tal vez, las hacían brillar…? «Acaso -se dijo, estremecido por algo parecido a un vago presentimiento- ahí arde alguna fuerza, algún mundo, alguna clase de vida que contempla y aprueba nuestra lucha…» No sabía leer ni escribir, no sabía nada. Apenas si le habían legado leyendas, terrores, supercherías y brujerías que despreciaba. Había crecido y aprendido tan sólo en el dolor, la humillación, la pobreza y los consejos de viejas y hechiceros.

Aquella noche, y desde hacía tanto tiempo en que parecían dormir, despertaron las palabras de su abuelo. Algo, como un grito largo y oscuro, un grito que no era audible sino que nacía de sus propias entrañas, le decía que la continuidad de aquellas palabras, de padre a hijo, de hombre a hombre, habría de traerle una victoria más sólida y perdurable que la que pudiera conseguir tras la batalla del Desfiladero. Y así, empujado por un furor repentino, un extraño impulso rompió su meditada paciencia, todas las lecciones aprendidas. Mientras los hombres de Gudú permanecían acampados y aparentemente inactivos, mientras los de Yahek avanzaban penosamente a través de la nevada estepa, Lisio dio orden de atacar: primero a los hombres de las colinas, y luego, a los que acechaban la entrada al Desfiladero.

Gudú recibió su ataque con bastante aplomo, limitándose a rechazarles; y no les persiguieron hasta el interior del Pasadizo de la Muerte, sino tan sólo hasta su entrada, como eran superiores en destreza y en armamento, poco les costaba. Lisio ya sabía todo esto, aunque algo flotaba en su mente: una advertencia que no lograba entender, un raro presentimiento, un desconocido enemigo le acechaba; y empezó a invadirle la desesperanza. Por tres veces atacó a Gudú. Y cuando empezaba a planear alguna forma de salir por la parte posterior del Desfiladero y rodearles, los vigías le informaron de que les amenazaban también desde las estepas. Una sospecha se abrió paso en su ánimo, a medias esperanzado: quizá fueran las Hordas. Pero su temor se trocó en desconcierto al descubrir que de hombres de Gudú se trataba, y no de Hordas. Y por muy feroces que éstas fueran, no le hubieran llenado de tanta desesperación como comprobar que se trataba de Yahek y sus hombres.