Выбрать главу

– Fantasías de campesinos -solía decir, al resplandor del fuego que enrojecía la luz de sus ojos-. No existen misterios que un hombre valeroso no pueda desentrañar: y ahí tenéis la prueba de algo que puede dominarse, algo que atemorizaba a nuestras gentes, y aun quitó el sueño a Volodioso el Engrandecedor…

Así diciendo, señalaba a los Cachorros procedentes de las estepas y con más insistencia todavía, al joven Rakjel, que ahora se había convertido en uno de sus más fervientes y prometedores guerreros.

Sus planes no eran complicados, pero parecían seguros. Mientras finalizaba el invierno, se entregó de lleno a perfeccionar la organización y el avituallamiento de su ejército. Creó un sistema de comunicaciones con todas las fronteras vulnerables, a través de torres y vigías apostados de forma que, rápidamente, ni un solo día transcurriera sin recibir noticias de su estado.

La cría y cuidado de los caballos capturados a las Hordas merecieron gran atención. Para ello destinó Gudú a los mejores caballerizos, y les recompensaba, si cabe, más que a sus jinetes. La caballería pesada era muy importante, podría decirse que se trataba del puño ofensivo de su ejército. Gudú conocía, tanto por sus lecturas como por el ejemplo de su padre -había estudiado minuciosamente cuanto se relacionaba con sus batallas y conquistas-, la gran importancia que ésta revestía. Ahora él se enorgullecía tanto de sus caballos como de sus hombres.

Había equipado a todos ellos sin regateo: cota de malla, lanza, espada y algún armamento secundario. La caballería ligera ofrecía a sus ojos un inmejorable aspecto: destinada a hostigar, perseguir y explorar, bien provista de arcos y jabalinas, montaban aquellos veloces caballos oriundos de las estepas, que con tanto afán habían cuidado proveerse, no sólo él, sino su padre y aun su abuelo. Eran el orgullo de su vida, y aun podría decirse que su pasión. Porque la pasión también puede anidar en cualquier lugar del ser humano aunque no resida precisamente en el corazón. En la mente, quizás, es más poderosa. En cuanto a las armas llamadas secundarias, Gudú sabía ahora -y esto por la experiencia adquirida en las propias contiendas- que se trataba de algo muy valioso: aquella maza, hacha, espada corta, o incluso aquel rudimentario artilugio fabricado por el propio soldado, resultaban muy eficaces durante el combate. Aquellas armas que podríaseles llamar personales, comunicaban a quien las poseía una fuerza especial, casi mágica. Y así, desde sus más altos Capitanes hasta el último soldado, Gudú dejaba a sus hombres en completa libertad para portarlas, y aun fabricarlas según su elección.

Reanudó el reclutamiento de todo joven sano que en los alrededores se hallase, y sólo dejó en aldeas, burgos y alquerías aquellos que se mostraron imprescindibles para el mantenimiento de las tierras de los nobles, que no hubieran perdonado mayores tropelías. Los campesinos, que llegaban a regañadientes o llorando -en ocasiones, encadenados- a la Corte Negra, a poco, ante el insólito y benévolo trato allí recibido, olvidaban en su mayoría familia, mujer, hijos, simientes o vacas, para enardecerse en futuras glorias y prebendas junto a Gudú; o esperaban un botín que, sus confusas e ignorantes mentes, imaginaban de variada y disparatada forma. Pero estas cosas bastaban al Rey: la esperanza de que existía y podía manejar algo -aun revestido de las más peregrinas formas- que podía arrastrar a los hombres, que ardía en ellos con mayor incentivo que el terror o el hambre.

Una y otra vez pasaba revista a sus soldados, una y otra vez se decía que ni su padre ni su abuelo habían reunido jamás un contingente de hombres como el suyo. Su infantería podía, ahora, organizada y obediente, convertirse en un sólido muro erizado de picas, apoyada por bien adiestrados arqueros. Ahora no existían ni la confusión ni el desorden de otros tiempos: todo movimiento de tropa era estudiado y ensayado bajo una inflexible disciplina.

Cuando se anunciaba tímidamente la primavera, Gudú pudo envanecerse de contar con algo que, hasta el momento, parecía el mejor adiestrado y bien provisto contingente de tropas conocido: constituía a todas luces un verdadero ejército.

No obstante, algo ensombrecía sus esperanzas y confundió un tanto sus ideas: pues llegaron noticias de las guarniciones esteparias sobre la extraña conducta de Yahek. Parecía dominado por algún mal hechizo: se creía perseguido por cierta vieja Bruja de las Estepas, a la que culpaba de mal de ojo. De la noche a la mañana, limpiaba continuamente el filo de su espada, e insistía en que ésta aparecía manchada de sangre fresca. «Cosas comunes a quienes permanecen largo tiempo en la linde de la estepa -dijo entonces Rakjel-. No hagáis caso de ello, mi Señor. Estas cosas suceden, y pasan en el fragor de la batalla: Yahek está desesperado y padece la enfermedad que conlleva la inactividad de la guarnición; eso es todo.» Pero Rakjel había sido discípulo aventajado de Yahek y Gudú sospechaba que el gran afecto que sentía hacia su maestro le hacía hablar así. «En su momento se comprobará todo esto -pensó-. Si las cosas son así, nada cambiará. Pero si son como temo, Yahek pasará a la reserva, y Rakjel, en quien cada día confío más, le sucederá.» Y nada de cuanto pensaba lo manifestaba, para no herir a los ambiciosos y jóvenes nobles, en especial al Barón Silu, que mostraba tanta valentía como ambición sin límites.

Gudú trepó escaleras arriba hacia la noche, que se había apoderado de cuanto alcanzaban sus ojos. Impelido por un deseo acuciante que ni siquiera podía explicarse, ascendió a la torre más alta del Castillo Negro, allí donde los vigías oteaban el confín más alejado del horizonte, al acecho de posibles amigos o enemigos. Rechazó toda compañía -incluido el propio vigía- y se enfrentó, solo, a la gran tiniebla del mundo, a la enorme y oscura pregunta de lo desconocido. Se sintió solo bajo la inmensidad de un cielo que parecía ignorar o despreciar palabras o memoria, que anulaba o reducía a la nada innumerables sabidurías anteriores -presentidas, leídas, o totalmente desconocidas-… Un escalofrío le atravesó, como un rayo. Si no hubiera tenido tan clara conciencia de haber nacido Rey, se habría arrodillado.

Encarado a la oscuridad, sólo una palabra acudió a su mente, tan inquietante como arrinconada: «Dios». Esta palabra brotaba a menudo de labios de su madre; desde muy niño la oyó pronunciar. El Abad de los Abundios era quien, al parecer, estaba en el secreto de aquel nombre, aunque se mostraba reticente a dar explicaciones concretas. Y aún más: se insinuaba ante quienes le escuchaban, como poseedor de las claves de algún tesoro no fácilmente alcanzable. «Mi madre y yo acatamos este misterio, la clave que sustenta el Monasterio y las Abadías de los Abundios… y cuantas iglesias y capillas han poblado nuestras tierras, a menudo costeadas por la Reina. Pero ni la Reina ni yo creemos ciegamente en las palabras del Abad de los Abundios. Así pues… ¿quién es Dios? ¿Por qué razón persiste su nombre, por qué se entrelaza en los recuerdos y varía su rostro, aquí o allá, según quien lo pronuncie?…»

Inesperadamente, de lo más alto y lejano de la noche, surgió una voz, renació, pues era una voz antigua, una voz que se remontaba a aquel día en que Sikrosio conoció el terror. Y Gudú creyó entrever en el gran cielo la enorme cabeza, misteriosa y agorera, de un Dragón. Pero antes de que pudiera afirmarse cabalmente en esta visión, tal y como se deshacen las nubes en el cielo, aquella imagen había desaparecido. Tan sólo la tersa y negra noche se extendía de nuevo, inmensa y sobrecogedora, sobre él.

Casi al instante le asaltó una sospecha. «Tal vez yo no tengo deseos, acaso soy únicamente el instrumento de innumerables deseos anteriores…» Y entonces deseó no desear nada; sentirse y saberse solo: sin pasado, sin futuro; inmensamente solo, una estrella errante en la inabarcable oscuridad del universo.

Poco a poco, como si despertara de un sueño, fue levantando la cabeza. Sabía que le estaban esperando, Olar le estaba esperando. Y tuvo miedo. El antiguo terror regresaba a él desde remotas regiones. Como herencia y maldición, llegaba hasta él, ahora. Y por primera vez se preguntó quién era realmente. ¿Sólo aquel que su madre había decidido que fuese? ¿Y qué había decidido para él? Ser, acaso, el arma esgrimida de otro deseo, de otro misterio, de los muchos que le empujaban siendo niño, por pasillos prohibidos, en pos de algo que no comprendía, ni sabía si ansiaba o aborrecía. Acaso algo que quería destruir o aniquilar para siempre. O, por el contrario, algo que secretamente anhelaba sobre todas las cosas conocidas.

Recordaba las enseñanzas recibidas del Hechicero, las revelaciones que le hacía: al parecer, desde tiempos muy lejanos hubo -y aún, secretamente, había- grandes Reyes del Bosque. Enormes árboles con nombre propio -Irmansul era uno, y otros, y otros más, habitantes de las misteriosas tierras septentrionales, como la Encina Sagrada…-; y eran Reyes, verdaderos Reyes que a su llamada muda, secreta, rendían pleitesía pueblos enteros.

La negrura de la noche no tenía respuestas, ni para ésta ni para ninguna otra pregunta. Entonces, pensó que él era un privilegiado, puesto que había tenido acceso a manuscritos y enseñanzas muy antiguas, donde había constancia de otras vidas y anhelos, y derrotas y victorias llevadas a cabo por hombres contra los hombres, mucho antes de que nacieran él y su padre y su abuelo. Pero sólo le eran verdaderamente inteligibles batallas y derrotas, victorias, esplendores, ruinas; no los grandes vacíos que se abrían entre unas y otras… Esos grandes vacíos, ¿qué significaban?… Eso no lo aclaraba nadie; ni los manuscritos ni el mismo Hechicero que los había poseído y se los transmitió como un tesoro.

Nada, nadie revelaba el significado de un signo o una secreta llamada hacia la que encaminar su curiosidad, su ansia de no sabía qué, para lo que ni siquiera vislumbraba una meta. Pero ardía, ardía en ella; y no podía apagarla. «Somos un Reino pequeño, un Reino del cual casi nadie tiene noticia, allí, donde el Gran Rey impera; somos un Reino surgido de la nada, y nadie en Occidente se acuerda de nosotros. Pero yo, yo…» Aquí su voz naufragaba como una barquichuela en la tempestad. Luego, pensó: «Yo soy el Rey de Olar, soy de la madera de los Reyes del Bosque, que vivían aún después de ser talados…». No se le ocurría otra cosa, pero en esas palabras concentró toda su fuerza. Se afirmaban ahora en la memoria los grandes y misteriosos troncos que sólo podían abarcar tres hombres cogidos de la mano. Tan viejos eran aquellos árboles, que casi nadie sabía o recordaba cuándo fueron jóvenes; permanecían en pie, poderosos y feroces, reclamando, exigiendo siempre algo. No atraían únicamente a grupos de muchachos y muchachas, a hombres y mujeres, a niños y niñas y a toda clase de criaturas de la hierba. A su sombra llegaban, y les rodeaban, pueblos enteros: tribus, jefes y mandatarios de oscuras e inquietantes procedencias, no integrados -aunque lo fingieran- en lo que el Abad, y su madre, y el mismo Hechicero, le habían descrito como la Cristiandad. Y sabía también que bajo sus ramas se hacían ofrendas y se llevaban a cabo ceremonias y ritos que se remontaban a tiempos muy oscuros; y, ahora, reconocía en lo más hondo de su ser esa voz, una larga voz que llegaba hasta él desde muy lejos, en el relámpago del terror, junto al viejo Dragón de Sikrosio. «Los Reyes del Bosque…», se repetía. Él era Rey también. Él era el Rey, su madre lo sabía Rey cuando le llevaba en su vientre, aun antes de su nacimiento; tal y como las raíces de la Encina Sagrada saben todo de las altas ramas, siempre cubiertas de hojas, aun en el más crudo invierno. Y rememoraba el recóndito temblor que, a veces, le había sorprendido en la voz del anciano Hechicero cuando le instruía en estas cosas, y en otras muchas. A él debía su conocimiento de la lengua latina, y por él podía leer, y escribir, y recordar… ¿Cuántos, de quienes le rodeaban, aun los de más alta alcurnia, podían vanagloriarse de semejantes cosas? Y sin embargo, aquel temblor en la voz de su anciano Maestro se repetía y le inquietaba en su memoria y en todo su ser. Era un temblor que no agitaba la voz de cuantos le rodeaban. Era otra clase de temblor, que no tenía nada que ver con el valor, o el coraje, o la cobardía.