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Levantó su copa y brindó solemnemente con sus hombres, que, mudos de placer -cada uno a su manera-, libaron con el que les destinaba a tan extraordinarias empresas.

Al amanecer, partieron hacia el Gran Río, donde aguardaba la guarnición fronteriza. Allí, Gudú dijo a sus hombres:

– Despedíos de vuestras mujeres, pues pasará mucho tiempo antes de que volváis a verlas.

Así lo hicieron los hombres.

Yahek entró en la tienda de Indra, que, junto a la nueva Lontananza y los niños, estaba preparando el yantar. Se sentó sombríamente cerca del fuego. Los dos niños jugaban en el suelo: ambos eran lindos, tostados por el sol y fuertes como cabritos.

– ¿Dónde está esa bruja? -dijo, bruscamente.

– No es ninguna bruja, Yahek-respondió Indra-. Te lo ruego, olvídala: es una pobre vieja que no daña a nadie. Y has de saber que a menudo contempla con ternura a tu hijo.

– ¡No debes consentirlo! -rugió Yahek, levantándose. Y desenvainando su espada contempló el filo con ojos desorbitados-. ¿Está sucia de sangre, de sangre fresca? ¡Te he dicho que no la uses para degollar cabritos, maldita mujer!

Jamás la toco, Yahek -dijo Indra, con cansancio. Había oído aquella frase infinidad de veces, e infinidad de veces tomaba la espada y fingía limpiarla de una sangre inexistente, tal como ahora se disponía a hacer, cuando Yahek se la arrebató y volvió a envainarla.

Después, cogió al pequeño y dijo:

– Sus ojos respiran odio… ¿Qué me odien?

– Nadie te odia -dijo ella, suavemente.

– Sí, esa mala bruja hace que mi hijo me odie. Te prohíbo que se acerque a éclass="underline" y ten por seguro que si me entero de ello, te cortaré en dos. Ahora, ven, he de partir con el Rey y no sé cuándo volveré. Quiero despedirme de ti…

Pasó con ella la noche. Pero se revolvía, inquieto, y sus sueños fueron, al parecer, atroces: tanto, que gemía y decía que se veía bañado en sangre, y murmuraba: «He matado a un hombre». Como si no hubiera matado muchos mas de los que podría recordar en todo lo que le quedaba de vida.

Al amanecer, se fue. Y dejó a las dos mujeres llenas de pena y de zozobra, pues las dos habíanle tomado cariño: una como esposa, y otra, casi, como si fuera su propia hija. Mientras tanto, la ignorada hija del Rey y Lontananza despertó y asomó su cabecita por la tienda. Y como viera en la lejanía a los hombres formados, y bajo el cielo y el naciente sol resplandecer el casco de Gudú, corrió hacia ellos, dando gritos de júbilo. Su madre salió en su persecución, azorada. Y llegó a tiempo de sujetarla para que no se metiera bajo los cascos de los caballos.

– Nunca te acerques a ellos, Gudrilkja -dijo-. Nunca, hija mía.

– ¿Quién es? -preguntó la niña, en su media lengua. Y vio Lontananza que sus azules ojos tenían la misma expresión colérica y centelleante de los ojos de Gudú.

– El Rey -dijo Lontananza-. Vámonos; el Rey siempre está lejos, y nadie le puede alcanzar.

– Yo seré Rey -dijo la niña.

Al oírla, la madre se estremeció, y le tapó la boca con la mano.

– Las mujeres no son Reyes -dijo-. ¡Y creo que es suerte para nosotras!

Pero la niña estuvo tres días diciendo a sus amiguitos y a todos cuantos la escuchaban, que con los años crecería, montaría en un caballo negro, su cabeza reluciría como el sol y sería Rey.

Cruzaron el Gran Río y, como en anteriores ocasiones, sólo la soledad y el silencio parecían aguardarles.

– No os fiéis, Señor -dijo Rakjel al tercer día, tras varias incursiones infructuosas-. Los Diablos surgirán de la tierra en el momento más impensado.

– Lo sé -dijo Gudú-. Tú fuiste uno de esos Diablos, y en verdad que mordiste la mano de Yahek, que aún conserva la cicatriz de esos dientes. Pero ya ves: el Rey Gudú sabe domarlos y, si lo juzga atinado, colmarlos de honores.

La rara sonrisa de Rakjel brilló en su cara atezada. Tenía colmillos de chacal, y esa sonrisa, sin saber bien por qué, complació vivamente a Gudú. Súbitamente, le dijo:

– Rakjel, desde este momento asciendes a Capitán.

Rakjel dejó de sonreír. Sus ojos, estrechos, negros y brillantes como caparazones de escarabajo, relucieron. Inclinó levemente la cabeza y murmuró:

– No os arrepentiréis, Señor.

Gudú comunicó la nueva graduación del muchacho a sus hombres. Y aunque notó el despecho del noble Jovelio, fingió ignorarlo.

Como si las palabras de Rakjel albergaran invisibles lazos de comunicación con los de su raza, lo cierto es que los Diablos aparecieron aquel mismo día. Pero la táctica guerrera de las Hordas era siempre la misma, y Gudú la conocía. No se trataba de un ejército: sólo de un grupo, aunque rápido y valiente. Acabó venciéndoles y, aunque capturaron algunos prisioneros, nada importante se produjo. Y la estepa, por contra, permanecía inalterable ante sus ojos: ancha, larga, indescifrable.

Cuatro veces aún mantuvieron esta clase de luchas y esta clase de efímeras victorias sobre los dispersos grupos tribales. Y de nuevo el silencio, la inmensidad y la soledad se sucedieron. Ni tan sólo atisbaron campamentos, asientos de tribus o poblados, como ocurriera anteriormente, en alguna ocasión.

Fue entonces cuando Rakjel solicitó permiso para hablar a solas con el Rey. Gudú le recibió en su tienda.

– Señor -dijo Rakjel-, debo deciros algo que, en verdad, no estoy seguro de conocer muy bien. Pero escudriñando en mi memoria, tropiezo con frecuencia en el recuerdo de una historia oída durante mi infancia a los guerreros de la tribu: y empiezo a decirme que, acaso, sea cierta.

– Habla pronto -dijo Gudú-. Y decidiré si es creíble o no. Como él mismo bebía, ofrecióle una copa, y Rakjel bebió despacio y brevemente. Al fin, secó sus labios con el antebrazo, por primera vez miró de frente a Gudú, y dijo:

– Es el caso, Señor, que si esa historia es cierta, no hemos tomado el buen camino. Pues en vez de adentrarnos en la estepa debemos remontarla río arriba. Así, podremos llegar hasta el Brazo Gigante -así llaman los de mi raza a un brazo del Gran Río que se adentra hacia el Este, estepa adentro-, y allí, en su centro, se ensancha de tal forma que no llegan a divisarse sus orillas, de modo que forma un gran lago. Y en el centro de este lago hay una isla.

Al llegar aquí, Rakjel calló, como si le invadiera la desconfianza o el temor.

– Prosigue -ordenó Gudú, vivamente intrigado-. ¿Por qué te detienes?

– Señor, es que… en verdad, esta historia entraña un gran peligro. Pues dice la leyenda que si algún extraño intentara llegar hasta allí, o comunicara a hombre de otra tribu -y aún peor, de otra raza- su existencia, morirá traspasado por tantas lanzas como palabras tenga su historia.

– No morirás de esos lanzazos -dijo Gudú-. Ni tales patrañas son ciertas ni tú eres un diablo: yo te tengo por hombre de carne y hueso y en absoluto despreciable.

– Lo sé -dijo Rakjel. Pero al finalizar la historia su voz se había vuelto jadeante, y un leve temblor agitaba sus labios-. Por vez primera en mi vida me atrevo a aconsejaros y hablaros de tal cosa: pero según dicen, en esa isla se alza la ciudad más extraordinaria del mundo. Tales son sus riquezas, que en su comparación todas quedan empalidecidas. Mas esa ciudad está totalmente amurallada y gobernada por una Reina: y esa Reina es mujer tan feroz, sanguinaria y valerosa como el más intrépido y valiente de los guerreros. Une a su valor y fuerza una astucia tan sutil y poderosa como sólo una cabeza de mujer es capaz de albergar; y es tenido como cierto que ella misma monta en un caballo tan veloz como el viento, y blande lanzas y espadas como el más avezado de los soldados; conduce su ejército ella misma, y es temida y respetada por todos; y nadie se atreve a enfrentarse a ella.

Gudú permaneció pensativo un buen rato. Entre ellos dos ardían y crepitaban las llamas, y por un rato sólo se oyeron los estallidos de la húmeda madera, mientras apuraban lentamente sus copas. Al fin, habló:

– ¿Qué es lo que en verdad deseas decirme? ¿Qué beneficio hallaría el Rey Gudú venciendo a esa Reina… si es que existe?

– ¡Vencerla, Señor! -los ojos de Rakjel brillaron entonces como las llamas-. ¡Ah, Señor, vencerla sería un sueño muy caro!… Tened por seguro que si os arriesgarais a tal empresa, sería fácil que se os unieran importantes tribus de la estepa: esa Reina es tan temida y odiada como codiciadas las riquezas de su ciudad. Pero tened por seguro que no es empresa fácil. Aunque si vuestra fama ha cundido por la estepa… acaso sería posible. Con el acicate de vuestras victorias aumentaríais el número de hombres, y sus conocimientos de estas tierras, que tanto deseáis conquistar, os beneficiarían.

– O, tal vez -añadió lentamente Gudú-, por contra, esa Reina representa para las tribus su más valiosa ayuda… y tal vez, también, esa Reina sea tu propia madre. Con lo que, acaso, todas las tribus se reunirían contra el Rey Gudú. Y tal vez, una vez más, contra el Rey Gudú pretendas tú luchar, y al Rey Gudú vencer. Rakjel no movió un solo músculo de su rostro.

– No es mi madre, Señor, ni jamás la vi -contestó, al fin, con calma-. Pero si mi madre fuera, no dudaría en arrebatarle esa ciudad, si como hijo suyo me hubiera abandonado. Y tened por seguro que esa Reina es tan vengativa como poderosa, y a ningún hombre salido de su cuerpo y de su sangre dejaría en manos enemigas.

– Salvo para urdir su venganza, con la paciencia de tu raza, maldito diablo -rió brevemente Gudú. Aunque fingía una apacible actitud, espiaba ansiosamente el menor movimiento de Rakjel.

– Podéis pensar como gustéis, Señor -contestó el joven-. Pero si llegáis a emprender esta aventura, podéis atarme a un caballo y lanzarme desarmado al frente de vuestros hombres: y cuando me hayan traspasado tantas lanzas como palabras os he dicho, acaso entendáis la verdad de esta historia, y acaso podáis vencer a la Reina Urdska.