– Es posible que lo haga -dijo Gudú-. No pierdas la esperanza de alcanzar muerte tan singular, Rakjel. Puedes irte.
– Gracias, Señor, por oírme -dijo el muchacho. Y obedeció al Rey.
Transcurrieron varios días sin aparente novedad: pequeñas incursiones de las Hordas, tan débiles y escasas, que ni tan sólo lograron prisioneros. Los Diablos huían sobre sus veloces y pequeñas monturas, y parecían poco dispuestos a presentar batalla.
Pero Gudú meditaba sobre lo que Rakjel le había dicho. Al fin, llegado el quinto día, llamó a Yahek a solas, y le habló así:
– Yahek, mucho sabes tú de las estepas, pues tu madre era de estas tierras. A ti debo muchos conocimientos de sus gentes, y de ti mismo conozco varias cosas. Pero nunca mencionaste la existencia de una isla, situada en el Brazo Gigante del Gran Río, arriba.
El rostro de Yahek se demudó, y súbitamente inclinó la cabeza hasta casi rozar el suelo. Un temblor convulso le sacudió, y Gudú vio que gruesas gotas de sudor se deslizaban por su calva.
– Oh, Señor, Señor -murmuró al fin-, ¿qué clase de perro ha vertido en vuestros oídos tan antiguo como criminal veneno?
– Entonces, ¿oísteis hablar de ello?
– Pero, Señor… ¡no creáis una sola palabra! En todo caso, no les prestéis oído: pues únicamente ahí es donde, en verdad, anidan los diablos del fin de la tierra. ¡Señor, sabed que si alguien revelara tal cosa o aconsejara tal empresa, sería atravesado…
– …por tantas lanzas como palabras tiene su historia! Pierde cuidado, Yahek: no eres tú el maldecido -le interrumpió Gudú.
– Señor, Señor… no prestéis oídos al mal viento de la estepa. Es el viento del fuego y de la sangre, el viento del más cruel de todos los inviernos.
– Levanta la cabeza, Yahek -ordenó severamente Gudú.
Así lo hizo el soldado, y tal espanto vio Gudú en sus ojos, que quedó en verdad asombrado.
– Entiende bien esto, estúpido -dijo entonces, desenvainando su espada-. No hay más infierno ni más diablo que esta espada; ni hay más muertes ni más lanzas que las de Gudú. Por tanto, compórtate como un soldado y escúchame.
Yahek pareció serenarse con las palabras del Rey. Obedeció, y al fin murmuró:
– Ciertamente, Señor, que a vuestro lado cualquier hombre es capaz de acometer la más peligrosa y temible empresa… pero, ¡ay de todos los hombres, de todos nosotros, si en el transcurso de tal temeridad nos faltase vuestro apoyo: sería el fin de los fines!
– No os faltará -dijo Gudú, irritado-. ¿Qué te hace pensar tamaña estupidez?
Nada respondió Yahek, y nada más logró oír el Rey de sus labios; por lo que, al fin, le despidió. Y luego, a solas en su tienda, abrió el cofre donde guardaba sus libros y sus pergaminos, y fue trazando líneas y signos sobre los mapas del Hechicero.
Durante dos días enteros, sin descanso, Gudú mandó reunir a los prisioneros recientemente capturados en la estepa. Enterados por Yahek, en su lengua, de que tenían orden de relatar cuanto sabían de aquella mítica historia, isla y ciudad, todos se negaron a hacerlo, aunque algunos de ellos fueron apaleados hasta morir. Al fin, uno a uno fueron repitiendo cuanto Rakiel había dicho.
Gudú ordenó libertar a tres de ellos. Les envió estepa adelante en busca de sus hermanos, y a hablarles vagamente de su proyecto: invitándoles a unirse a su ejército, de suerte que si colaboraban en su empresa y lograban la victoria, serían reconocidos sus derechos. Prometió que respetaría a sus jefes y tribus, como aliados. Allí donde se alzaban sus míseros poblados, edificaría ciudades, y al ensanchar su Reino, les haría partícipes de su fuerza y riqueza. Con todo lo cual, dejaría de hostigarles estepa adentro, y verían muy mejoradas sus condiciones de vida.
– Es un intento muy arriesgado -dijo Jovelio, inquieto-. Señor, no olvidéis cuán vengativa y traidora es esta raza; y cuánto os odia a vos, aún más de lo que odiaba a vuestro padre…
– El Rey Gudú no es el Rey Volodioso -respondió Gudú, altanero-. Y no existe odio que no se aplaque ante la codicia y la esperanza de una vida regalada…
Tal como dijeran Yahek y Rakjel, clavaron en lo más avanzado de la estepa cinco lanzas en forma de V: ésta era la señal de tregua y pacto en aquella tierra.
A partir de aquel momento, los exhaustos y medio desangrados prisioneros fueron nuevamente, más que devueltos, arrojados a la estepa. En tanto, los soldados del Rey formaban estrechas hileras, a la espera de su regreso, su ataque o sus noticias.
Poco después, fueron atacados por los miembros de una tribu. Y eran tan imprudentes -o tan grande era su miedo-, que hicieron prisioneros en gran cantidad, y su dispersa retirada fue cortada con más facilidad que en ocasiones anteriores. Fueron azotados, hasta confesar que la historia oída les causaba tan gran espanto, que preferían morir a manos de Gudú que enfrentarse a la Reina Urdska: puesto que un hombre de la estepa había osado revelar tales cosas, para ninguno de ellos habría ya piedad, fueran o no fueran responsables, por parte de la Reina.
Así estaban las cosas cuando, al día siguiente, una nube de polvo avisó a los soldados de Gudú del avance de caballería enemiga: pero ahora no venían en son de guerra, sino que, llegados tan cerca que podía distinguirse sus rostros, permanecieron quietos en apretada fila, las lanzas bajas. Hasta que, al fin, Gudú ordenó fueran enviados dos de sus hombres en son de paz y en demanda de noticias.
Regresaron a poco, portando la lanza del Gran jefe Largklai, de cuya empuñadura colgaba una espesa y negra cabellera trenzada. Según explicaron, perteneció a un temible adversario del interior llamado Rojklo, hermano menor de Urdska. Desde que le dieron muerte, la Reina había jurado destrozar a su asesino, y a partir de ese momento, el tal jefe y su tribu se veían condenados a vagar sin tregua de un lugar a otro, sin que les fuera posible permanecer un solo día en el mismo sitio. Así, vivían en continuo galope y desazón, comidos de odio y de terror. Por todo lo cual -dijeron-, habían decidido o morir peleando contra el Rey de Olar, o unirse a él contra Urdska.
– Lo último es más sensato -dijo Gudú-. Aunque antes deben someterse a algunas pruebas.
Se sometieron. Y tan duras fueron éstas, que, acaso, más de uno llegó a decirse si no hubiera resultado más pertinente caer en las garras de Urdska, o darse muerte con la propia espada, con tal de dar fin a su miserable existencia. Como primera medida -excepto su jefe Largklai, a quien Gudú trató con deferencia y alojó en una tienda-, fueron desarmados y encadenados. Tras conseguir que dijesen hasta la última palabra de cuanto sabían o sospechaban sobre la maldita historia de Urdska y su ciudad, fueron armados con lanzas de madera y entrenados de tal guisa por los soldados de Gudú -con Yahek y Rakjel al frente-, que buena parte de ellos quedaron prácticamente inservibles, y despreciados por los procedimientos habituales. El resto, en cambio, salió de aquellos lances bien entrenado: y tan feroces y valientes eran, tan desesperados estaban, y tan estrechamente vigilados -pues durante el tiempo en que no eran adiestrados, permanecían prisioneros-, que cuando al fin llegó el día de su partida hacia el Brazo Gigante, casi se sintieron felices.
Ya se anunciaba el verano, y cálido en verdad, cuando Gudú juzgó que tanto los hombres como la estación y el clima se hallaban en su buen punto.
El resto de las pequeñas tribus que por aquellos contornos merodeaban, hizo ostensible su ausencia, su silencio y su respeto. De forma que no tuvieron contratiempos dignos de reseñar.
En la guarnición quedó una parte de sus hombres; y con el grueso del ejército, Gudú emprendió la ascensión por la orilla del Gran Río. A su paso, tan sólo hallaron los poblados abandonados y aún humeantes: pues ni su oferta ni su presencia inspiraban mejores cosas a sus habitantes. Con íntima satisfacción y orgullo, llegado el decimotercer día de su expedición, vieron aparecer ante sus ojos un pequeño poblado, con restos de vida aún recientes. En lugar del acostumbrado silencio, hedor y soledad, tres muchachos de unos diez o doce años surgieron de las calcinadas ruinas. Se acercaron a ellos, los brazos alzados, pidiendo clemencia, y una vez fueron escuchados por Yahek y Rakjel, dieron cuenta al Rey de que aquellos muchachos, enterados y espoleados por su gloria y su fama, deseaban unirse a sus Cachorros.
– Los acepto -dijo Gudú-. Y espero que cunda el ejemplo entre sus compañeros.
Y así fue: pues en adelante, no sólo muchachos, sino algún joven guerrero solicitó unirse a su empresa. Y todos fueron aceptados y adiestrados como tenían por costumbre.
Siguiendo las explicaciones de Rakjel, Yahek, Largklai y los prisioneros, Gudú había trazado la ruta hacia el Brazo Gigante. Y se decía que ya era tiempo, según sus cálculos, de que este Gran Brazo fluvial apareciera a su vista. Pero nada lo hacía suponer así: avanzaban y avanzaban, y únicamente soledad, vacío y miseria iban hallando en su camino. Los días pasaron, y tras días y más días el verano estaba llegando a su más madura edad. Y no había rastro de cuanto esperaban. Los hombres empezaron a dar muestras de fatiga y desconfianza.
Y llegó hora en que el soberbio Jovelio retó en duelo a muerte a Rakjel, por considerar que eran víctimas de una traidora mentira. Antes de que esto ocurriera, Gudú logró apaciguarles, y tal firmeza y confianza había en sus palabras, y en su valiente e indomable actitud, y en su ciega certeza en el éxito de la aventura, que, al fin, la interrumpida marcha río arriba se reanudó.
Y al fin, cuando el propio Gudú temió secretamente que la duda empezara a apoderarse de él, el brillo del Brazo Gigante espejeó en el horizonte. Casi podía oírse en el aire de la mañana latir los corazones de todos los hombres: tanto el del Rey como el de los esteparios a él unidos. En aquel punto, Gudú mandó detenerse a las tropas, y armaron el campamento. Allí, trazaron y perfilaron los múltiples planes que durante todo el camino llevaban urdiendo. Reunió a los jefes en su tienda y extendió ante sus ojos los pequeños dibujos que tanta desconfianza como admiración solían despertar.
De esta forma, Gudú y sus Capitanes planearon la táctica y la distribución de sus hombres para llevar a cabo el primer paso: cruzar el Brazo Gigante a ambos lados de la isla, a distancia suficiente para no ser vistos desde ella. Y una vez al otro lado, se desplazarían de forma que la isla quedara en su parte posterior, rodeada por la estepa y, por el otro lado, el agua. Pero antes debían conocer qué había en aquel lado del río. Pues podían hallarse con otras tantas ciudades como con nutridas tribus guerreras, o con solitarias estepas, e incluso, con el fin de éstas; o con bosques, o quizá con el temido Gran Precipicio donde acababa el mundo, aquel del que se nutrían y del que surgían los malos Diablos, al mando de la más peligrosa y feroz Diablesa: la legendaria, misteriosa y terrorífica Reina Urdska.