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Rakjel, que se había convertido desde la muerte de Yahek en su brazo derecho, cosió, al estilo de su tierra, aquella herida del Rey. Y Gudú descubrió nuevas habilidades en el que ahora era su más fiel apoyo.

A partir de aquel momento, reanudaron sus ataques, y esta vez alcanzaron las murallas de la ciudad. Allí se libró un gran combate, que degeneró en un sitio aún más apretado. Gudú envió a la Reina Urdska un emisario, exigiendo la capitulación. Como respuesta recibió la cabeza de éste clavada en una pica, y Gudú preparó entonces la gran ofensiva.

Pero como las huestes de Urdska, que ya debían estar muy debilitadas, si no medio aniquiladas, no se rendían, entre viejas leyendas y supersticiones propagadas boca a boca, oído a oído, el pánico se introdujo entre los hombres de Gudú, y algunos de ellos -entre los que se contaban los hombres del jefe Largklai desertaron, empavorecidos. Los fieles se decían, indignados: «Gudú nos vengará». Y así lo hizo el Rey, pues todo desertor capturado -y entre ellos su propio jefe- fue ejecutado ante sus soldados.

Un denso y palpable calor cayó sobre la estepa. Los cadáveres que no pudieron ser enterrados, hedían, y la enfermedad y contaminación que siguieron a estas cosas diezmó a los hombres, tanto fuera como dentro de la ciudad.

Durante esta epidemia, el noble Jovelio murió, y de sus antiguos compañeros y colaboradores sólo quedó el joven Rakjel. Entonces, Gudú reclamó nuevamente más refuerzos a Olar.

A principios del otoño, el aspecto de la ciudad y su entorno era horrible. Río abajo, flotando en sus aguas, aparecían hinchados cadáveres de hombres, mujeres, niños y animales, y no era difícil imaginar, por el vuelo siniestro de aves carroñeras que surcaban el cielo de la ciudad, cuanto debía estar ocurriendo dentro de sus murallas.

Pero la Reina no se rindió hasta entrado el invierno, el mismo día en que Gudú cumplía veintidós años. Y fue una rendición penosa. Las huestes de Gudú penetraron en la ciudad, saquearon y mataron.

La ciudad soñada, la gran deseada, era sólo un montón de escombros cuando por fin Gudú entró en ella, feroz y victorioso. Pero entre las cenizas, entre la más atropellada ruina, residía aún el eco de un fulgor, la irreductible memoria de un antiguo esplendor. Y un pensamiento le asaltó: «Quizás el esplendor consista en ir más allá de ti mismo, más allá de todo cuanto conoces; quizá sea eso lo que en los viejos libros llaman la gloria». Pero la gloria, ya, era una imagen tan pálida a sus ojos como las páginas de los viejos libros.

Al fin, se encaminó, con Rakjel y los hombres a su mando, hacia lo que quedaba del Palacio de la Reina Urdska. Y halló algo que tampoco esperaba: aquel Palacio no guardaba parecido con otro cualquiera de los avistados por él. No sólo había despojos -cosa que ya imaginaba, tras las cruentas batallas que le abrieron paso hasta allí-, sino que sobre la ceniza, sobre la ruina, flotaban al viento, como alas de alguna ave desconocida, innumerables jirones de aquellas tiendas de seda roja y oro que le describía su madre. Tiendas casi transparentes que desde niño retenía en su memoria.

Y entre la ceniza y los jirones de seda roja, dos mujeres se alzaban, como dos columnas de piedra: eran la Reina Urdska y su hermana menor, Ravia. Dos mujeres, de carne y hueso, altivas como dos águilas, entre los restos de una polvareda dorada y misteriosa, como la que puede avistarse a veces en un rayo de sol. «No es oro, no es polvo de sol, no es la niebla encendida que yo vi alzarse desde las aguas del Brazo Gigante… es el falso polvo de oro que tiñe las alas de algunas mariposas», se dijo Gudú, con un sutil estremecimiento. Y así aventaba el temor, y el misterio, como hacía con todo cuanto turbaba su pensamiento.

Por primera vez contempló el verdadero aspecto de la Reina. Era mucho más joven de lo que creía, o al menos a él así le pareció. Urdska era una mujer alta, delgada, pero fuerte como un hombre. Cuando se desprendió de su casco, dos largas trenzas negras cayeron sobre sus hombros. Tenía ojos rasgados, encendidos como carbones, sobre unos pómulos altos. El óvalo de su rostro era fino y su mentón, enérgico, aunque suave. Sus labios carnosos sonreían con displicencia y orgullo. Pese a todo, allí estaba, a su merced, vencida y humillada, la gran Reina esteparia, la Reina-guerrero, el terror y la esperanza de las tribus de las planicies, amigas o enemigas.

A su lado distinguió la segunda figura. Una jovencita muy bella, que apenas rebasaría los doce años. Intentaba, a toda costa, imitar el porte de la Reina. Pero un temblor interno, apenas perceptible a miradas menos avisadas que la de Gudú, estremecía su cuerpo. Y tampoco pasaron inadvertidas al Rey la tierna belleza de aquella criatura -le recordó a una joven corza caída en una trampa- ni la inmensa, casi transparente curiosidad que, sobreponiéndose a todo otro sentimiento, afloraba a sus grandes ojos. Una curiosidad que acaso superaba el miedo, incluso el gran estupor que sin duda le causaba el espectáculo del mundo y de sus gentes.

Pero la Reina ¿qué reina era aquélla? De pronto no le pareció reina ni mujer, sólo la encarnación de una especie perseguida y deseada desde lo más hondo de su ser. Y era verdad lo que dijo Rakjeclass="underline" no tenía edad, estaba más allá del Tiempo, del pasado y del futuro.

El Rey ordenó que tanto Urdska como su hermana fueran transportadas a una tienda; y que allí las trataran con la dignidad que su rango merecía. «Un rey nunca humilla a otro rey, aunque lo vea derrotado», se dijo. Sin embargo, Urdska mostraba, en todo momento, un gran desprecio hacia él. Aun prisionera, se mantenía altiva y desdeñosa, y su ejemplo animaba a su hermana, la princesa Ravja.

Mientras las veía conducir, entre los soldados capitaneados por Rakjel, Gudú se entretuvo a contemplar las ruinas de aquella que fue la leyenda más acuciante de su vida. «Es extraño -se dijo, mientras avanzaba entre los escombros, bajo un cielo que parecía observarle con unos inmensos ojos-, es extraño que la realización de un deseo provoque un vacío tan grande…» Y era verdad: en vez de la euforia que se reflejaba en sus hombres, un vacío creciente se abría ante él.

Rakjel era ahora el encargado de guardar y atender a las Reales prisioneras. Cierto día Gudú le ordenó traer a su presencia a la princesa Ravja. Pero Ravja se negó, quizás obligada por su hermana.

– ¿Cómo se atreve a desobedecer una orden del Rey?

– Señor -dijo Rakjel, y su voz temblaba de forma inusual-, para ellas… vos no sois el Rey.

La cólera, unida a la sorpresa y un vago temor, paralizó por un momento a Gudú. Pero reaccionando rápidamente, gritó:

– ¿Y quién es su Rey? ¿Cuál es su Reino?

– No lo sé, Señor -dijo Rakjel-. Pero, en todo caso, no está aquí.

Y en su voz, una oculta pasión fluía como un soterrado manantial que, aunque todavía débil, podía llegar a convertirse en catarata.

– ¿Qué te ocurre? -preguntó Gudú. Pero como eran más acuciantes otros intereses que los sentimientos de su Cachorro preferido, los dejó para escudriñarlos más adelante. Reflexionó unos instantes y al cabo dijo-: Advierte a la pequeña Ravja que el Rey irá a visitarla esta noche: y que tan sólo desea hablar con ella y manifestarle su admiración y… afecto.

Así pues, aquella noche Gudú entró en la tienda de sus regias prisioneras, Ravja le esperaba, temblorosa. Su hermana la Reina permanecía en el interior, tras las cortinas, y ni siquiera su sombra se anunció en el suelo ni en parte alguna.

– Niña querida -dijo Gudú, extendiendo sus dos manos hacia la pequeña. Al ver aquellas manos abiertas, la niña tendió las suyas, y aquel gesto amistoso se convirtió en un abrazo, y el abrazo en un beso, y el beso se prolongó hasta el amanecer.

Al día siguiente Ravja se trasladó a la tienda del Rey, y quizás aquellas breves noches se convirtieron en lo más bello y radiante de su corta, ignorante e infeliz vida.

A pesar de todos los esfuerzos llevados a cabo por sus hombres, lo cierto es que los famosos tesoros de la ciudad no aparecieron por ninguna parte. Sólo ruina, muerte y desolación. Gudú, a través de Rakjel, amenazó a Urdska con la muerte si no revelaba el lugar donde aquellos tesoros se ocultaban. Al oírle, Urdska se burló de éclass="underline"

– Ni con la tortura lograrán arrancarme este secreto. Entretanto, la jovencita Ravja se había prendado de Gudú. Aquel hombre tan distinto a cuantos conociera, que llegaba a su tienda con aire tan gallardo y porte tan real, la había conmovido desde el primer instante en que le vio. Se sentía atraída por aquellos ojos azules, helados y brillantes como jamás había visto en ningún hombre de su raza. Había oído, desde que nació, el eco de sus hazañas y su prestigio: aun considerándole un feroz enemigo, las gentes esteparias siempre habían respetado profundamente su valor y su poder.

Gudú no ignoró los sentimientos de la niña, y aunque cuanto aquella pobre muchacha sabía no parecía de gran utilidad, sí desveló el camino que conducía al lugar secreto. Así pues, bajo sus indicaciones se adentraron más y más, estepa adelante, y todavía tardaron año y medio en hallarlo.

Aparentemente, aquél no podía ser el lugar anhelado. Se trataba de un pequeño reducto, entre las dunas que el viento día a día transformaba: y lo que hoy semejaba una loma mañana parecía una torre, y las siluetas tomaban las más impensables formas.

Sólo un pequeño indicio, tan insignificante como revelador para quien supiera desentrañarlo, les indicó el lugar exacto donde debían detenerse y excavar. Era un pequeño vergel, inusitado en la planicie reseca, donde brotaba una enramada parda, salpicada de oro, púrpura y azul, que recordaba el inmenso, pesado e interminable firmamento estepario. La pequeña Ravja se detuvo:

– Es aquí -dijo-, desde que nací he soñado noches y noches con este lugar.

Y encontraron tal cantidad de piedras preciosas, de copas y vasijas de metales raros y joyas nunca vistas, que Gudú quedó deslumbrado. Y además, algo que aún apreció más y que le anonadó: un sinfín de pergaminos y de escrituras donde se narraba la historia de Urdska y su linaje.

Pertenecía a una antiquísima civilización condenada a desaparecer. Y allí se decía que él, Gudú, sería el esposo de Urdska y que de ella tendría dos hijos, hermosos, crueles y valientes, a los que nombraría sus sucesores. Sin embargo, aquí la profecía tomaba un oscuro cariz, plagada de pequeñas cláusulas -las pequeñas y malvadas cláusulas con las que también habían tropezado Ardid, el Hechicero y el propio Trasgo en El Libro de los Linajes- de las que Gudú no hizo caso, como no lo hiciera su madre, en otro tiempo. Con todo lo cual, su imaginación se espoleó.