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En tanto, Urdska seguía prisionera en su tienda. Rakjel, la atendía directamente hasta en sus menores deseos, tal y como le había ordenado el Rey. Día a día, poco a poco, empezó a reconstruirse entre ellos un mundo: la verdadera cuna del muchacho. Toda su historia, y la historia de los hombres y mujeres que formaban su pueblo, renacía en sus oídos por boca de Urdska.

Al principio, Rakjel se resistía, pero la voz de Urdska penetraba en él, despertando ecos amordazados.

– Rakjel, Rakjel, tú eres el nieto del Gran Rakjel, el jefe que unificó las tribus del Nordeste estepario… Y tú precisamente, el único heredero de aquel gran jefe, has traicionado tu sangre, tu raza y tu pueblo.

– Yo no he traicionado a nada ni a nadie… Sólo era un niño hambriento y abandonado cuando el Rey Gudú me acogió, y me incorporó a sus Cachorros, él hizo de mí un guerrero y un hombre.

– ¿Qué dices? Tú eres la esperanza de tu pueblo; eres el nieto del Gran Rakjel el Indomable, el que supo unificar las tribus y hacer un pueblo… ¿Cómo puedes traicionar tu sangre?

Pobre Rakjel. Su corazón se desplomaba, y un viejo orgullo, un antiquísimo y poderoso sentimiento le invadió; él era el único heredero de un mundo que el Rey Gudú se empeñaba en destruir. Pero su corazón de niño se negaba a traicionar a Gudú, pues, como Cachorro, aún conservaba una inocencia, una lealtad y admiración hacia aquel que le había arrebatado cuanto le pertenecía. Él le había dado una razón, un motivo, una esperanza en la vida.

«Rakjel, Rakjel, nieto del Gran Rakjel, tú no puedes traicionar a tu raza ni a tu estirpe.»

Y Rakjel, en la soledad de su tienda, se decía: «¿Qué raza? ¿Qué estirpe? ¿A quién traiciono?». Y tan lentamente como alcanzan las aguas del Lago las orillas de la tierra, iba invadiéndole un sentimiento de amor, resentimiento y odio. «¿Por qué no puedo regresar a mi vida, por qué han desviado su curso como se desvían las aguas de un río…?», se decía, con la misma inocencia de un niño que se pregunta por qué el sol desaparece todas las noches, por qué se desnudan los bosques en invierno, por qué los hombres no recuerdan el último día de su infancia.

Aquella Reina cautiva era de pronto, para él, su raza, su patria, su memoria y su esperanza. Ya no era una terrible mujer, ya no era una malvada bruja, ya no era la imagen del terror. Era una hermosa, fascinante mujer que no se parecía a ninguna otra, y en ella residía toda la belleza de la tierra.

Así llegó un día en que Rakjel comprendió que se hallaba totalmente enamorado de Urdska, y que este amor era superior a cuantos sentimientos de lealtad y afecto experimentara hacia Olar y su Rey. Renacía en su memoria las gentes, las gestas, las leyendas y hasta las canciones de su origen estepario, y esa estepa se abría ante él, y dentro de él, como una sangre, antigua y recuperada. Él era el joven Rakjel, el nieto del Gran Rakjel. Él era la esperanza de su vejado y humillado pueblo.

Urdska fingió corresponder a su amor. Y una noche en la que ella y Rakjel descansaban entrelazados en el lecho, entró Ravja en la tienda, temblando de miedo y de dolor. Gudú había mandado devolver a Urdska a su joven hermana, y esto colmó la ira y el odio de la Reina de las estepas. Fue el gran error de Gudú: él, que no sabía amar, tampoco era consciente de lo que puede acarrear el desamor.

– Tú nos vengarás -dijo Urdska a su hermana-. Conduce a Rakjel hasta las tribus dispersas, preséntale como el jefe que esperan desde hace mucho tiempo, y armaos contra el Rey Gudú y combatidlo hasta darle muerte.

Y una noche larga, encendida e inabarcable como son las noches de las estepas, Rakjel, en unión de la joven princesa Ravja, huyó y traicionó al Rey Gudú. Un nuevo fuego, mucho más verdadero, mucho más profundo que el que le animara a seguir al Rey de Olar, le empujaba. Armaría de nuevo a sus tribus, llevaría con él toda la sabiduría que aprendió en la Corte Negra, sus tretas, tácticas y añagazas, y desde lo más profundo, no sólo de su pueblo, sino de sí mismo, recuperaría por fin el verdadero sentido de su vida.

Cuando Gudú se enfrentó a esta inesperada traición, Urdska le recibió con la más sarcástica de sus risas, parecida al aullido de los chacales. Pero aquella risa, contradictoriamente, no sólo no despertó la ira de Gudú, sino que espoleó su deseo de ella. Ya hacía mucho que deseaba hacerla suya -para humillarla y para honrarla-. Y aquella noche entró en su lecho y en su vida, sin ser consciente de que, en realidad, era ella quien entraba en la vida de él. Tras esa noche, el Rey quedó subyugado por el magnetismo de aquella mujer. El viejo sueño llegaba hasta él revestido de un deslumbramiento que si hubiera sido capaz de sentirlo, hubiera podido llamarse amor, pero que no era más que otra manifestación de su única pasión: la estepa.

Desde entonces, se sucedieron las noches más largas en la vida de Gudú. Noches sin fin, sin alborada que las serenara, como si fueran lo único posible, apenas interrumpidas por unos días tan breves como suspiros. Y en las vastas noches esteparias, bajo un cielo surcado por tenues resplandores, donde de cuando en cuando el lejano estallido de un relámpago alertaba del eco de remotísimas tormentas, Gudú recorría a lomos de su caballo aquellas llanuras tan interminables como su curiosidad o su incipiente desesperanza, y se acercaba y merodeaba, como mendigo o ladrón, aquella tienda en la que permanecía cautiva la imagen de su deseo.

Oler de nuevo el viento, percibir el suave crujido de la hierba y los matorrales inclinándose a su paso enardecía su pasión. Aún era joven, aún podía desear y soñar. En uno de aquellos inmensos amaneceres presenció algo que había oído referir a muy viejos soldados. Una historia fantasmal que le parecía desvarío senil o fantasiosa imaginación olareña, y a la que nunca había prestado atención: la visión de los guerreros muertos, cruzando el cielo, arrollando las nubes y aun el mismo resplandor del sol. Porque, según había oído desde niño, los grandes y verdaderos guerreros no morían jamás. Sus fantasmas repetían, cielo adelante, la más gloriosa de sus batallas, aquella en la que habían dejado su vida, convencidos de su razón, enloquecidos por su fe. Y mientras se preguntaba qué clase de fe sería aquélla, les vio. Les vio en el inabarcable cielo que pesaba sobre la estepa, como otra estepa misma, tan grácil, transparente o tenebrosa como la que él hollaba. Les vio tan claramente como podía ver sus manos o la crin de su caballo: eran legiones de jinetes a la vez transparentes y reconocibles, que galopaban hacia algún lugar indescifrable, sobre nubes aún no desprendidas del último resplandor de la noche, y su galope era un largo aullido, más que el eco de cascos en las dunas.

Antes de él, y quizá mucho después de él, otros les habían visto o les verían. Y aunque hasta aquel momento él había dudado de semejantes historias -tan desgarradoramente inútiles como dolorosas-, ahora las reconocía. Como si despertaran de un viejísimo y olvidado sueño, desperezándose polvoriento en lo más hondo de su ser. Eran sus ojos los que contemplaban el galope de aquel cortejo de sombras alargándose hacia el confín del firmamento estepario. Y eran sus oídos los que oían el largo ulular, el último grito de su desbandada, hasta que se perdió cielo adelante; y sólo quedó rebotando en sus oídos el eco de unos cascos ya remotos, el eco del tiempo, de alguna desaparecida gloria, de alguna desaparecida derrota. Y ambas cosas no importaban nada, pues ambas eran lo mismo: olvido y polvo.

Al fin, estalló el día, pero quedaban huellas, huellas imborrables en la memoria: el galope furioso de una huida, pisadas de hombres y animales muertos, de lealtades y traiciones, de valor y cobardía, odio y placer. Todo latiendo aún bajo el páramo del olvido, empujado por el viento, por el tiempo. Y cuando ya desaparecieron cielo adelante, algo gravitaba aún en el aire: el más puro silencio.

Así comenzó una nueva etapa en la vida del Rey. Ya no atacaba, ya no aparecían enemigos en el horizonte, donde plantó nuevamente sus enseñas. En Gudú había nacido y crecido un nuevo sentimiento. No era amor lo que le encadenaba -aunque él no reconociera esta cadena-. Tal vez odio, tal vez un oscuro rencor cuyo origen no podía alcanzar, lo cierto es que ya no podía prescindir del objeto que lo inspiraba. La vida parecía carente de todo interés sin aquella pasión. Urdska era la encarnación de todo cuanto deseaba, y la conservaría a su lado costase lo que costase, como otros desean encadenar el amor.

Y pasaba el tiempo entre la pasión que le inspiraba la Reina y el aparente y cada vez más encendido amor de ella, aunque siempre se mostraba despectiva y parecía estar reservándose una última sonrisa para quién sabe qué día y qué instante.

Y cuando ella le pidió que la llevase a Olar, no pudo alejar de su mente escenas que de niño le habían fascinado, historias que oyó de labios de su viejo Maestro o que había leído en algún libro, en los que los grandes reyes, los emperadores, entraban en su país, después de la victoria, con un rey o una reina encadenados. Por eso le contestó a Urdska que debía entrar en Olar arrastrándola tras él como la gran prisionera. Pero nada opuso ella a esta advertencia. Y Gudú dejó en aquellos parajes soldados, guarniciones y fronteras. Su enseña ondeaba en el viento del atardecer cuando regresó a Olar, victorioso y lleno de gloria, aunque envejecido y con dos largas cicatrices en el rostro. Contaba ya veinticuatro años.

Mientras tanto, en Olar, también había pasado el tiempo para Gudulina. Cumplía ya veintitrés años, siete Gudulín, y casi cinco los gemelos Raigo y Raiga.

XXII. LOS HIJOS DEL REY

Desde que Gudú partió hacia las estepas, Olar había regresado a los oscuros días de austeridad que Ardid, con sagacidad unas veces, con placer otras, supo proporcionar. Un aire lúgubre que recordaba vagamente los tiempos de guerras insensatas de Volodioso se extendía por doquier. Nuevamente, los hombres fueron sacados de sus casas; los campesinos y todo aquel que nada tenía se abandonaban a la desesperación. Y tampoco los nobles permanecían alejados de aquella situación: los más jóvenes, empujados por codicia, ambición y las ansias de aventura, creían ver representado en Gudú el sueño de sus vidas; y los viejos, aunque recelosos o francamente a su pesar, les secundaban, pues sólo así podían retener aún lo que Volodioso les había quitado y Gudú devuelto.

Las muchachas se amargaban por ver pasar su tiempo sin la compañía de hombres jóvenes, y las campesinas se marchitaban tras los arados, tan sólo ayudadas por niños endebles o aún no en edad de engrosar la fatídica Corte Negra, pues de los que lo hicieron, como allí comían bien y, pese a la dureza del entrenamiento, vivían como jamás lo habían hecho antes, lo cierto es que la mayor parte de ellos mostraban tan buena disposición a quedarse, que pocos regresaban a sus hogares.