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Como Gudú sabía que hombres sanos y jóvenes no debían desperdiciarse, ordenó deportar hacia las estepas o hacia sus vías de comunicación a cuantos hombres útiles se hallaban en las mazmorras, condenados a muerte o prisión perpetua por sospecha de brujería o cualquier otro delito. Y si bien esto se les antojó a algunos muestra de magnanimidad, para otros -en especial los interesados- constituyó una condena igual o peor que la muerte o la cárcel.

Y como, además, aumentaron los impuestos y los débitos, la verdad es que el frío, el hambre y las privaciones llegaron a rozar incluso a los más acomodados, y aun a cierto sector de la nobleza. De nuevo los mercaderes acapararon y pusieron a recaudo sus productos, y pedían por ellas exorbitantes precios -si se decidían a venderlas-. Entre una y otra cosa, la más opaca existencia se arrastraba por aquellas tierras, sin que la buena voluntad y el sabio tino de Ardid lograran hacerle frente con el brío de antaño. Día a día, el descontento de los nobles, y en especial de la Asamblea, iba creciendo a la par que la preocupación de la Reina.

Todos los inviernos les prometía el regreso del Rey, de la paz y del bienestar. Pero los inviernos se sucedían, y el Rey y la paz no llegaban: antes bien, cada día que pasaba aumentaban las crudezas, los rigores, la austeridad y las exigencias del monarca.

– Os prepara un país tan próspero como jamás soñasteis -decía Ardid en las reuniones de la irritada Asamblea-. Tened paciencia.

Pero toda paciencia tiene su límite.

Al tiempo que ocurrían estas cosas, crecían los hijos del Rey. Gudulín iba tornándose cada día más rebelde, descarado y maligno. Ya no sólo se contentaba con martirizar a su bufón, el desdichado Contrahecho, sino que todo aquel que caía bajo su capricho era maltratado y vejado. Gudulina se había retirado y casi recluido en sus habitaciones. Bajo la disimulada vigilancia de Ardid, languidecía y sollozaba, o era víctima de extraños raptos de amor y alegría hacia Gudulín, de suerte que el niño pasaba bruscamente del despego y la ignorancia materna, a sus extremados mimos, halagos y transportes de cariño. Y con todo ello, su educación no era precisamente edificante.

En cambio, los gemelos Raigo y Raiga permanecían totalmente relegados, prácticamente olvidados por su madre. Sólo Ardid se preocupaba de ellos y les atendía. Aunque su cariño y esperanza se centraban ahora en Gudulín, al que veía y consideraba como sucesor de su hijo y futuro Rey, no dejaba por ello de apercibirse de las malas inclinaciones y desastrosa educación del joven Príncipe. Gudulina se mostraba celosa, y a menudo se encaró coléricamente con Ardid, diciendo que ella y sólo ella debía dirigir la educación del niño. Ardid iba perdiendo así sus esperanzas de poder conducirle como había hecho -aunque muy artera y disimuladamente- con su padre.

Raigo y Raiga eran en todo distintos a su hermano: despiertos de mente, de carácter dulce y hermosos cabellos rubios, como su abuela. Ardid hallaba en ellos un reflejo de sí misma, como una doble repetición de su primera infancia. Tal vez por esta circunstancia, añadida al paso inexorable del tiempo, se sentía día a día más fatigada, e incluso, en ocasiones, rozábale una sospechosa tristeza, oscura y brumosa. En alguna ocasión, a solas, preguntóse Ardid si valía la pena haber luchado y ganado tanto por algo que daba tan poca satisfacción. Pero reaccionaba rápidamente, y superada la crisis, se alzaba de nuevo y, quizá, más fortalecida. Y cierto es que si no fuera por ella, las cosas hubieran ido mucho peor de lo que iban en Olar. No en vano sabía Gudú que, dejando a su madre tras él, difícilmente los asuntos de su reino se desmandarían: y no se equivocaba.

Cuando Gudulín cumplió cinco años, Ardid creyó llegado el momento de pensar seriamente en su educación, tal como hiciera en tiempos con su propio hijo. No quería verle convertido en un Rey brutal e ignorante, aunque valeroso -si es que lo era, porque hasta el momento sólo había dado muestras de cobardía y pereza-. No parecía exento de malicia y astucia, pero tampoco de crueldad. Era un niño extraño, que apenas hablaba con nadie, y aun así lo hacía con monosílabos. Nadie le había visto sonreír, y había en toda su persona una tristeza muy profunda, o una gran oscuridad. Tanto que, a escondidas, los criados y la gente del Castillo empezaron a nombrarle el Príncipe Oscuro o el Príncipe de la Oscuridad. Y era cierto que huía de la luz y del sol, y se refugiaba en la penumbra de rincones de los que, por cierto -y bien lo aprendió su padre, a su misma edad-, no faltaban en los intrincados pasillos del Castillo.

Todas estas cosas las veía Ardid con desazón, pero pasaban totalmente inadvertidas a la Asamblea de Nobles, que sólo veían en él al heredero del Trono. Así, cierto día, les reunió para hablarles del heredero. Según su costumbre, Ardid creyó oportuno halagarles con la demanda de un consejo sobre lo que ya había decidido inapelablemente de antemano. Pero sabía cuán frágil y misteriosa era la naturaleza humana, y cuán sensibles al halago y a la importancia que se daba a sus personas aquellos mismos que, minutos antes, dieran pruebas de inflexibilidad.

Aunque la Asamblea no conocía el verdadero carácter del Príncipe, y su madre, Gudulina, en los transportes de amoroso capricho que a veces la asaltaban, solía decir, a cuantos quisieran oírla, que Gudulín era el verdadero retrato de su padre. Esto no sólo no era exacto, era una atroz equivocación: pues ni las supuestas cualidades ni los palpables defectos pertenecían al autor de sus días, sino que eran de su exclusiva pertenencia.

Si Gudulina veía en él cualidades maravillosas, alguien aún le creía mejor: el Trasgo, que le adoraba hasta un punto inimaginable. Se había convertido en su único y verdadero compañero y amigo. Como en tiempos hiciera con su abuela, llevábale secretamente por los oscuros vericuetos y senderos, en pos del codiciado vino. Gudulín se dedicaba insistentemente a perseguir al Trasgo, golpeándole con cuanto hallaba -raíces de cepas, piedras resplandecientes, oscuros animales de ojos siniestros- allí por cuanto túnel éste le llevaba, ya que su edad y estatura, y su heredado poder, así lo permitían. Y si bien los golpes no podían hacerle daño, puesto que no hacían mella a su sustancia corpórea, sí le dolía en sumo grado el hecho de que la criatura que -según sus palabras dirigidas a la propia Ardid- era la luz de sus ojos, la raíz de su corazón, y cosas así, albergara hacia él intenciones tan aviesas. Pero no mermaba esto su amor: antes bien, crecía con el tiempo, y Ardid tenía ya que ocultarle a los demás de tal forma, que el Trasgo apenas si aparecía excepto cuando estaba a solas con la Reina, Contrahecho y Gudulín.

Éste tomó tal afición al vino, que solía ir cada vez más a menudo en su busca. Y ambos, ocultamente, se embriagaban de mala manera. Pero como estas cosas ocurrían de noche, cuando se suponía que el Príncipe dormía, nadie se apercibía de ello. Sólo veían que el niño, cuanto más crecía, más extraño se tornaba. Su aspecto, por otra parte, era agradable, con sus enormes ojos negros y aterciopelados, y sus cabellos brillantes y sedosos. Pero su piel se volvió pálida, y profundas ojeras aparecían en su rostro, y se afilaba extrañamente la pálida naricilla. Gudulina encargaba vestidos hermosos para éclass="underline" pero el Príncipe iba de continuo sucio y roto, sin que nadie se explicase -excepto Ardid, que suspiraba en silencio- la razón de tales destrozos. Era descarado y, como sus tíos Soeces, mostró gran afición a frecuentar lacayos y sirvientes. Obligaba al Trasgo a seguirle hasta las cocinas y las más bajas dependencias, hasta los sótanos del Castillo, donde habitaba la servidumbre. A veces, escondidos tras un tonel de manteca, escuchaban las conversaciones y los juegos de los pinches, que eran muy aficionados a los dados.

Cierto día Gudulín empujó al Trasgo hacia el centro de uno de sus corros: y tal era ya el grado de su contaminación, que un pinche lo vio, aunque no en su verdadera forma, sino entre sombras o reflejos: a ráfagas de luz podía confundirse con una lechuza, un pajarraco o un animal cualquiera. Rondaba por la cocina un gato rojo, goloso y ladino, al que odiaba el tal pinche, y al ver el rojo resplandor que el fuego despertó en la melena del Trasgo, agarró una escoba de gruesas púas y se dedicó a atizar tantos golpes al Trasgo que, si éste estuviera capacitado para sentirlos, habría fallecido sin remisión.

Tal jolgorio y alegría despertó la escena en Gudulín, que a menudo repitió la hazaña, y con ello proporcionaba al Trasgo tales sustos y pesares, que llegó un día en que sintió desprenderse y rodar al suelo el primer grano del racimo de su pecho. Gudulín lo vio, y con asombró lo recogió.

– ¿Qué es esto? -dijo con su torpe media lengua, que sólo el Trasgo entendía claramente.

– Ah, Príncipe de mi vida, ése es el dolor que me causas.

– Pues mira si esto te duele más -dijo el niño, y así diciendo pegó tal dentellada al grano de uva, que este dolor sí se clavó muy hondamente en el pecho al Trasgo; un grito agudo salió de sus labios y, tornándose todo él ceniciento, huyó por el tubo de la chimenea y no paró hasta hallarse en las buhardillas de aquella torre singular cuyo tejado azul fuera capricho de Volodioso. Se sentó desfallecido, y miró en torno: parecía todo cubierto de polvo y telas de araña, y de los cofres que fueron de Tontina, asomaban las cabezas de aquellos muñequillos que ella tanto quería, y ahora habían sido allí amontonados y olvidados, junto a sus cristalitos de colores.

– Trasgo, Trasgo, cuánto pesar te corroe -dijeron los muñecos; y lloraban tanto que sus ojitos de vidrio, azules y amarillos, parecían derretirse.

– Idos, idos -dijo el Trasgo, con sollozo tan hondo, que ellos desaparecieron en el fondo de las arcas. Y sólo una familia de lagartijas que allí moraba le contempló, pensativa y doliente.

En tanto, Ardid seguía cuidando cada vez con más esmero su jardín, que por tercera vez renacía: y a medida que Raigo y Raiga y Contrahecho crecían y el bufoncillo los llevaba ya de la mano en los primeros pasos que los dos gemelos daban en torno al Árbol de los Juegos, súbitamente éste volvía a florecer y crecer, y llenarse de hojas de oro. Ardid lo contemplaba, y decía:

– Mira, Gudulina, hija mía, cómo florece el árbol de mi jardín.

– ¿Qué árbol? -decía ella-. No veo ningún árbol.

Y Gudulina no lo veía, entre otras más profundas razones, porque ni tan sólo lo miraba. Y si lo hubiera mirado, como no sentía ningún interés por él, tampoco lo hubiera distinguido de los otros árboles. Seguía viendo tan sólo, allí donde sus ojos se posaran, el rostro de Gudú.