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La Asamblea había escuchado y reflexionado sobre la supuesta demanda de consejo que Ardid les formulara. Y como ella había decidido de antemano, fue en busca de un Maestro que, aunque no poseyera las cualidades y la sabiduría del anciano y añorado difunto que había inspirado a su padre y su abuela, sí fuera, al menos, lo mejor que pudiera hallarse. Y para ello -según decidió Ardid, aunque pareció decidirlo el anciano Barón Tersio buscóselo entre los infortunados que, por su edad, aún permanecían en mazmorras, acusados de brujería y malas componendas con el diablo.
Hizo varias y minuciosas visitas a tan hediondos y espeluznantes lugares, donde aquellos infelices -muchos de los cuales ni tan sólo habían osado pronunciar en toda su vida un mal conjuro de aficionado- se pudrían y morían. Dio al fin con un anciano, en cuyos ojos adivinó en seguida los auténticos poderes -o algunos, al menos-. Eran ojos acostumbrados a escudriñar estrellas y resplandores nocturnos, y describir el lenguaje de las llamas o el de la corteza quemada del abedul. Sumido en la máxima miseria, permanecía junto a diez condenados más, aprisionado con cadenas de hierro. Tal era su depauperación, que sólo por el brillo singular de sus ojos verdes podía creerse que aún vivía.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Ardid.
Pero el viejo no tenía siquiera aliento para hablar. Entonces Ardid ordenó desencadenarlo y conducirlo a su cámara. Una vez allí, a solas, hízole sentar en un mullido cojín. Entonces el viejo pareció desfallecer definitivamente, aunque esta vez de placer. Tras darle de beber y comer, ordenó a sus doncellas que le lavaran, despiojaran y cortasen el cabello y la barba, que en enmarañada y gris pelambre le llegaba hasta la cintura. Le alimentó y cuidó con gran solicitud, con lo que el viejo creía haber muerto ya y hallarse camino del Paraíso. Aunque con estupor, pues contaba tres muertes en su haber, amén de infinidad de hechicerías y toda clase de pecados de variada especie. Tal vez -pensó-, a última hora, y en vista de sus padecimientos en la tierra, las Altas Divinidades se habían compadecido de él. Cuando le halló más repuesto, la Reina le hizo vestir ropas limpias y decentes. Y al verle de nuevo en su presencia, sintió en verdad una gran emoción, pues con la túnica negra, y el suave caminar, y el frágil y ensimismado semblante enmarcado en blancos cabellos, creyó ver nuevamente, si no al añorado Maestro, que en verdad fue para ella más que su propio padre, al menos a un viejo conocido que le resultaba familiar.
– Anciano -díjole, dominando el temblor de su voz-, sentaos y escuchadme.
Así lo hizo el viejo, y la Reina añadió:
– Tengo cierta facilidad para conocer en seguida aquellos cuya sabiduría es para mí tan preciosa, como lo puedan ser la juventud, fuerza y valor para un hijo del Rey. De suerte que, habiéndome fijado en el brillo de vuestra mirada, atino a suponeros conocedor de muchas cosas aún ocultas a la mayoría de los hombres.
Al oír estas palabras, el anciano lanzó un grito quejumbroso: súbitamente sus sueños de Paraíso se derrumbaron, y viose de nuevo pisando la miserable tierra, y ante la Reina de quien tan malos tratos había recibido. Tras aquellas palabras, imaginó que nuevamente iba a ser torturado -o quizá muerto- como sospechoso de brujería.
– ¡Compadeceos de mí, Reina y Señora, os lo suplico! ¡Juro que jamás tuve la menor noticia de esas cosas, y que ni tan siquiera sé leer ni escribir! Mal puedo saber nada entonces… Oh, Señora, apiadaos de un pobre anciano que jamás hizo daño a nadie.
– Callad, insensato -dijo Ardid, impaciente-. Sólo por tu sabiduría, de la que no dudo (como no dudo de la sarta de mentiras que acabáis de proferir), os salvaréis de la muerte. Y no sólo esto, sino que gracias a esa sabiduría, que soy la primera en admirar y amar, llevaréis desde ahora la más regalada vida que hayáis soñado jamás.
Tan atónito quedó el viejo ante estas noticias que, mudo, boquiabierto y mirándola estupefacto, ofrecía un estado aún más lamentable, si cabe, que cuando se hallaba encadenado.
– ¡Revivid de una vez! -dijo Ardid, cada vez más impaciente-. No hay nada extraordinario en lo que os he dicho: sabed que os he elegido para educar e instruir a mi nieto, el Príncipe Gudulín. Y que espero seáis tan esmerado en su educación como lo fuera mi Viejo Maestro el Hechicero.
Tras estas palabras, un largo silencio llenó la estancia. Hasta que, súbitamente, otro alarido -de gozo, ahora- estremeció al anciano, que rodó desvanecido de dicha a los pies de la soberana.
Una vez reanimado -cosa que resultó ardua, pues, aquel que por tan duras pruebas pasara, estuvo en un tris de fallecer sólo al oír el anuncio de bienestar y dicha-, cacheteándole en las demacradas mejillas, logró al fin Ardid que le escuchara y entendiera:
– Decidme, ¿cuál es vuestro nombre?
– Astrágalo -balbuceó el viejo brujo.
Rápidamente, la Reina buscó en el viejo Libro de los Linajes -en su sección «Hermanos en Ciencia»- y en verdad que lo halló. No le agradó excesivamente el historial de Astrágalo: en su juventud fue ladrón de caballos, luego bandido, y más tarde entró en un convento para resguardarse de la justicia. Allí, el Abad le tomó gran afecto, pues era rara su inteligencia y disposición de aprender. Así, aquel hombre sabio le adentró en el conocimiento de muchas cosas ocultas, y él, por su parte, devoró cuanto había al respecto en la nutrida y mohosa biblioteca conventual. Llegó a tener contacto con un anciano fraile que vivía prácticamente en el huerto y que dedicábase a la investigación del firmamento, las estrellas, sus signos y su influencia sobre los humanos, y así entró en gran pasión por estas cosas. Tras una guerra -eran tiempos de Volodioso, y él pertenecía al País de los Maguncios, al Sureste de las tierras de los Desfiladeros, donde a menudo se tenía contacto con brujos y chamanes de la estepa-, el convento fue un día pasto de las llamas. Él escapó, disfrazado de mendigo, y anduvo por tierras y lugares variopintos, aplicando -bajo peculio- entre los campesinos un poco de magia en su forma más mísera: rechazando males de ojo, procurando remedios contra las paperas o tumores, devolviendo la leche que habían robado las brujas de las vacas…, a cambio de pan, queso o una gallina -si bien ésta era, por lo general, adoptada sin permiso de sus dueños-. Eran tiempos revueltos y salvajes, y Astrágalo se dedicó, entonces, a saquear a los muertos, despojar a los ahorcados y desvalijar a los enfermos. Así, fue pasando su vida, hasta llegar a Olar. Y allí, oyó hablar de la más joven Reina, que casó a los siete años con el impío y feroz, aunque grande y admirado, Volodioso. Mucho le intrigó la cosa, y permaneció en la ciudad, donde habitaba en un cubil cerca de la zona donde se abrían los lupanares y lugares de esparcimiento de soldados y de campesinos que habían logrado vender una vaca. También practicó sus artes entre aquellas mujeres, de suerte que las libraba de influjos malignos, las proporcionaba bebedizos amorosos y toda clase de potingues de más o menos eficacia. Alguna vez había logrado algún éxito e incluso conseguido llevar a buen término algún conjuro. Pero la existencia era cada vez más dura, y como era un ser humano -aunque contaminado-, se veía obligado a defender su vida, calmar su hambre, vestir su cuerpo y, en fin, continuar avanzando sobre sus dos piernas, ya, en verdad, muy viejas. Con lo que, al fin, cuando ya tenía algunos ahorros que le permitieron montar un pequeño lugar de Averiguaciones, y andaba en la confección de un Instrumento Desvelador de Estrellas, fue apresado sin contemplaciones como sospechoso de brujería y encerrado en aquella mazmorra, donde pasara largos años.
«¡Dios mío! -se dijo Ardid, cerrando el libro-, ¡qué gran diferencia, entre mi anciano y querido Maestro y este brujo de baja estofa!» Sabía bien en qué se distinguían un hechicero -honorablemente dedicado al conocimiento de los grandes secretos que sustentan el mundo- y un brujo. Un brujo puede ser honesto, en algunas ocasiones, pero por lo general son malos aprendices de la verdadera sabiduría, y a menudo caen en tentaciones deleznables, capaces, incluso, de causar males y desgracias sin cuento.
Pero ¿qué podía hacer? Aquél era el menos malo entre todos.
– En verdad -díjole Ardid, observando sus uñas amarillas de ladrón- que tenéis más de bandido que de sabio, pero como conozco la verdadera razón que os hizo cometer tanta tropelía, y esta razón es la que mayormente ha regido mi vida, esto es la Ciencia, os perdono en gracia a que sois humano y, como tal, ya que pobre y mísero nacisteis, habéis necesitado defender vuestra vida con uñas y dientes. Pues bien, sabed que nada escapa a mi sagacidad, y que si os desmandáis en vuestro cometido, lo que os ocurrirá será tan grave, que recordaréis la mazmorra y otras calamidades como el más dulce y placentero sueño. Pero si, en vez de ello, os dedicáis en cuidado y amoroso interés a educar al Príncipe, os proporcionaré no sólo regalada vida y hermosos trajes, sino también medios para dedicaros a vuestras investigaciones. Y aún más: con gusto colaboraré con vos. Y tened por seguro que no soy novata en estas lides, y algo sé que tal vez vos no conozcáis nunca: he dedicado mi vida al estudio, y lo que para muchos, incluso para vos, aún permanece en la oscuridad, está lleno de destellos luminosos para mí.
– Os juro, Señora, que así lo haré y que no os arrepentiréis de haberos mostrado tan generosa -dijo Astrágalo. Y verdaderamente conmovido intentó besar el borde del vestido de Ardid, pero ésta lo apartó.
Cuando ya estaban estas cosas decididas en el secreto de su cámara, el Trasgo, que había escuchado todo con indiferencia, susurró:
– Es un torpísimo aficionado cuya contaminación ni siquiera es peligrosa.
Más tarde, Ardid convocó nuevamente a la Asamblea para decidir quién sería el Maestro y Preceptor de Gudulín. Y tan bien llevó estas cosas, y tan dulce y arteramente las condujo, que el propio Barón creyó que Astrágalo sería el mejor Maestro -según Ardid, traído de más allá del Sur- y Preceptor del indócil muchacho.
Ciertamente que el viejo Astrágalo hubo de lamentar tener a su cuidado semejante discípulo, pero como cosas muy peores conocía, aceptó resignada y aun alegremente la detestable compañía del Príncipe, y aprestóse con la mejor voluntad y entusiasmo en su instrucción.
Como Gudulín pasaba a menudo las noches en vela junto al Trasgo, y cuando inició sus lecciones ya había empezado a emborracharse, permanecía dormido la mayor parte del tiempo. El anciano sudaba lo indudable en su afán por despertarle y mantenerle atento. Pero, con escaso o nulo rendimiento por parte del Príncipe.
Sin embargo, mal que bien, a medida que los años iban pasando, las cosas fueron progresando.