El día en que Gudú se aprestaba a acudir a las tierras del Sur, recibió la noticia del doble alumbramiento y acudió presuroso a la cámara de Urdska -aunque custodiado por parte de la Guardia del Rey-, y con asombro y regocijo comprobó que Urdska, al revés de la Reina Gudulina, no sólo no se mostraba desfallecida y quejumbrosa, sino que ella misma, sin ayuda de nadie, sin el menor grito y sin aspaviento alguno, había dado a luz a sus criaturas. Y no era esto sólo: arrodillada junto a ellos -que reposaban, según la costumbre de su raza, en una piel extendida sobre el suelo-, cortaba con la ayuda de sus agudos dientes de chacal, un lienzo con que cubrir los desnudos y en verdad robustos cuerpos. Los dos gemelos gritaban con todas sus fuerzas, y movían sus piernas y brazos -de dorada y dura piel- de tal forma, que Gudú, por vez primera, se sintió atraído por seres tan minúsculos. Se inclinó sobre ellos, y rió de tal forma que el Castillo entero pareció temblar. Luego besó a Urdska en los labios y dijo:
– Eres la mujer que necesita mi Reino. Ten paciencia, y entre los dos, devoraremos la tierra.
Urdska no dijo nada, pero sonrió de forma misteriosa y dulce, y, cuando el Rey salió, miró a sus dos hijos y murmuró:
– Entre los tres vengaremos a mi raza, Kiro y Arno, hijos míos. Y así, desde ahora el nombre de mi padre y mi hermano asesinados llevaréis vosotros.
Antes de partir al Sur, Gudú visitó brevemente la ciudad; apenas para reunir a los hombres disponibles y dejar en los puestos importantes a los que juzgó más oportunos. Sólo se entrevistó con su madre, para decirle:
– Reunid a la Asamblea, y comunicadle que repudio a la Reina Gudulina y a sus hijos. Devolvedla a la Isla de Leonia, con los niños. Cuando regrese de esta estúpida guerra, tomaré a Urdska por esposa, y los hijos que ella me ha dado serán mis herederos.
– ¿Qué dices, hijo mío? -se aterró Ardid-. ¿Estás en tu sano juicio?
– Jamás lo estuve tanto. Madre, nuestra raza necesita sangre nueva, gente dura y guerrera; y una vez muerto Gudulín, en nada pueden compararse con ese par de ardillas sin nervio y poco seso. Haced lo que os digo, y no se hable más.
– En verdad, que no os creí tan imprudente. ¿Un capricho tan nefasto os hace dejar indefensa a una vieja Reina, en manos del descontento, que no os oculto, cada vez mayor de los nobles, y ahora, de las posibles iras de Leonia?… No, no creo que hayáis perdido el seso hasta ese punto. Sabed que Leonia manda en toda la piratería: y que la lanzará contra vos, y contra mí, apenas le devuelva a su hija y nietos…
– Madre, me tenéis por más lerdo de lo que creía. Sabed que, en primer lugar, y por mucho que en ello os esforcéis, jamás lograré veros (ni yo, ni nadie que yo sepa) como una vieja y débil e indefensa mujer… ¿Me creéis tan estúpido como para no haber meditado sobre tales amenazas? Sabéis que en el Castillo, y con apariencia de sirvientes, he armado y muy bien preparado un valioso ejército; gentes que sólo esperan vuestras órdenes para atacar y defender -si es preciso- a esa cuadrilla de viejos inútiles, pues lo más florido de su juventud está conmigo, y conmigo viene. Y no sólo eso: en la Corte Negra reside -aunque secretamente- otro grupo no menos fiero, astuto y bien entrenado, destinado al mismo fin. Sólo tendréis que enviar una de estas dos palomas -y le mostró una jaula donde dos aves de plumaje gris azulado la miraron casi ferozmente-, y una de ellas llevará prontamente vuestro mensaje de socorro. Y la otra, enviádmela a mí, si os veis en apurado trance.
– Está bien, así lo haré -dijo Ardid.
Y dejándola sumida en la inquietud y la tristeza, Gudú partió al frente de sus hombres, hacia aquel Sur que ella amaba, y ya sólo era un sueño sin esperanza en su memoria.
Por primera vez, Ardid temió enfrentarse a la Asamblea para comunicarle tan peregrina novedad. Pero fue menos penoso de lo que creía, al menos en apariencia. Pues si bien los nobles recibieron tales órdenes -o aparentes notificaciones- con profundo disgusto (una Reina y unos príncipes esteparios les producían escalofríos), lo cierto es que el país se hallaba en serio peligro: Orwain, el nuevo jefe Guerrillero de los Weringios, era, según noticias, casi tan temible, o más, que las Hordas Esteparias: el nuevo caudillo de las humilladas y despojadas tierras del Sur era un antiguo pastor que mucho les daba que pensar, especialmente si se había unido a los Weringios. Y aquello no era una revuelta: era una largamente larvada guerra que habían fomentado muchos años de paciencia, sumisión y semi-esclavitud. Oponerse a Gudú, en aquellos momentos, no era aconsejable para los de Olar. Así, en reunión secreta -y prescindiendo por vez primera de Ardid-, los nobles, capitaneados por el propio Barón, creyeron oportuno reunir por su cuenta un ejército clandestino.
Sorprendida y aliviada -si bien recelosa- quedó la Reina cuando, tras la deliberación de los nobles, le fue comunicado lo que ella consideraba descabellado propósito.
Con el corazón entristecido, fue a visitar a su nuera. Según dijeron sus doncellas, Gudulina imaginaba vivir allí con Gudú, y hacia Gudú dirigía sus palabras y mimos; y ante su imaginaria presencia, probábase afeites y vestidos -tan ajados ya, que algunos mostraban jirones por todas partes, pues, entre el tiempo transcurrido y el descuido que allí reinaba, de vez en vez Gudulina era presa de furiosos ataques durante los cuales desgarraba y rompía, con inusitada bravura en cuerpo tan delicado y frágil, cuanto se hallaba a su alcance.
«Sangre de piratas», murmuró Ardid. Así, se sentó a su lado con mucho sosiego y, tomando sus manos, y contemplando aquella sonrisa -en verdad estúpida-, díjole:
– Querida niña, vamos a emprender un hermoso viaje. Allí te aguarda Gudú, y tu felicidad no tendrá límites…
– Sí, sí -gritó gozosa Gudulina. Y rápidamente ordenó empaquetar sus vestidos y afeites, y cuanto poseía o creía poseer; mustios despojos de un antiguo esplendor.
Pero la Reina Ardid no era mujer que se doblegara fácilmente ante las desdichas. Procuró dar a entender que, en principio, se hallaba conforme con la devolución de Gudulina a su madre, la Reina Leonia. Pero sólo este pensamiento hacía que el vello de su piel se erizara. Sabía a Leonia muy capaz de lanzarle toda la piratería encima. Pero no era sólo esto lo que más temía: lo que hacía desfallecer su fuerza, la fuerza de su corazón y de su orgullo, era la posible privación de su tutela sobre Raigo y Raiga. No estaba dispuesta a arrostrar otra clase de desventura, ya que, en los tiempos presentes, ellos constituían el refugio de sus ansias, esperanzas y, tal vez, de su corazón solitario.
Mandó preparar, pues, una nutrida aunque triste comitiva. Y al Capitán de la escolta le entregó una misiva donde daba cuenta a Leonia de la desdichada suerte de Gudulina -si bien callando lo referente a los dos pequeños Raigo y Raiga.
La comitiva partió, y era para Ardid desgarrador oír cómo Gudulina cantaba alegremente, adornándose los cabellos con las primeras flores de la primavera: y en verdad que volvía a parecer bonita. Así, las doncellas y camareras lloraban viéndola partir, y la misma Ardid tuvo que esforzarse en no demostrar públicamente su pesar y compasión. En el último instante la abrazó y besó, diciéndole:
– Piensa, Gudulina, que la vida es muy larga y muy hermosa, y muy llena de sorpresas…
– Oh, sí, sí -dijo ella alegremente-. Tan bella que no parece posible.
Y así, las vio partir, y cuando desaparecieron, corrió desoladamente a refugiarse en la Torre Azul.
Ya anochecido, cuando subía los peldaños, quedó suspensa un instante oyendo las risas y correteos de los dos niños. La puerta de la cámara del joven Amor estaba cerrada, pero la luz que se filtraba por sus rendijas hacía suponer que estaba dedicado a sus estudios. Para no molestar a uno, ni avisar de su llegada a los otros, Ardid subió sigilosamente hasta el último peldaño, y ascendió la angosta escalerilla de mano que llevaba a la buhardilla.
Cuando levantó la trampa, quedó maravillada: era de noche, y sin embargo allí parecía haberse entretenido el sol, pues todo brillaba con dorado resplandor. Sigilosamente, descorrió una vieja cortina -que ella había tendido allí, en sus juegos con los niños-, y asistió asombrada al espectáculo de sus dos nietos, que jugaban, esgrimiendo espadas de hoja de lirio salvaje. Y no entendía lo que decían: sólo el rumor de sus voces, que era el viento resplandeciente, fulgurante música de otro tiempo. No se atrevió a mirar hacia la ventana: y sin embargo, alzó los ojos y a través de sus lágrimas vio dos piernas de niño, balanceándose y proyectando su sombra en el suelo.
– Once, Once querido -murmuró. Y avanzó hacia él, le tomó en su brazos y lo estrechó contra su corazón. Y sentía cómo sus lágrimas caían sobre los dorados rizos del Príncipe Once, en tanto le decía:
Jamás, querido Príncipe, llegaste más a punto.
– Lo sé, lo sé, Señora -dijo el niño, intentando desasirse de su abrazo, que parecía ahogarle. Y cuando ella quedó, abatida, de rodillas en el suelo, los tres niños la rodearon, y arrojaron al suelo las espadas, que quedaron, allí, como simples hojas quebradas por alguna misteriosa lluvia. Luego, Once secó sus lágrimas. Frotaba sus mejillas con las palmas de sus manos, mientras decía:
– No lloréis, Señora, no hay razón para llorar.
– Sí hay razón, queridos niños: sabed que mis nietecitos Raiga y Raigo están amenazados de muerte, y por tanto, deben permanecer tan ocultos que todos crean que aquí nadie vive, ni aliente… ¿Cómo podremos conseguirlo?
– Es fácil -dijo Once-. Trae aquí a tus nietos y yo estaré con ellos, mientras sea preciso. Conozco bien no ser oído ni visto; yo sé muy bien lo que es ser olvidado.
– Querido mío -dijo Ardid, abrazándole de nuevo, sin reparar en que su broche de esmeraldas se clavaba desconsideradamente en la naricilla de Once-. Cuida a mis nietecitos, te lo ruego.
– Así lo haré, es mi obligación -dijo él-. Y no lloréis, por favor, ni me abracéis.
La Reina sonrió entre lágrimas, y dijo:
– Raigo querido, ven, y escucha: tú eres el heredero del Trono, y tu vida es preciosa. Debes cuidar tu vida por encima de todo.
– Sí, sí -dijo el niño, un tanto asombrado.
Entonces Ardid reparó en Contrahecho, que permanecía sentado en la oscuridad.
– ¿Qué haces ahí, queridito? -dijo-. Ven aquí, tú también eres parte de esta triste historia.