Contrahecho se acercó, y descubrió entonces lágrimas en sus ojos, y por vez primera una rara complicidad se estableció entre ellos, y tomándole de la mano dijo:
– Contrahecho, niño mío, cuida a mis nietecitos. Y prometo venir siempre, siempre, siempre, a vuestro lado.
– Siempre, siempre, siempre -dijo Once, divertido-. Eso es como decir nunca, nunca, nunca…
Pero Ardid estaba tan afligida, que no prestó atención a sus palabras. Y dijo:
– Oídme, yo vendré aquí a diario, y os traeré alimentos y ropas, y jugaremos los cuatro: pero tened presente que esto es un gran secreto y que nadie debe saberlo jamás, hasta que yo os diga lo contrario.
– Sí, sí -dijeron los niños a un tiempo. Entonces, Ardid se dirigió a Once:
– Once, querido, ¿dónde anda el Trasgo? Hace tiempo que no me atiende ni me oye. Desde que Gudulín murió, no ha vuelto a aparecer.
– ¡Ah, el Trasgo! -reflexionó Once-. Señora, ya está tan contaminado… Pero sí, vive en el Sur, y vigila a Gudulín. ¿Sabéis? Está haciéndole una nave.
– ¿Una nave? -se asombró Ardid.
– Sí, porque antes de nacer, Gudulín quería buscar el mar. No debía haber aflorado a esta superficie. Pero…, yo no sé, Señora, cómo se producen las cuestiones de los humanos adultos. El Tiempo sólo me explica sus entretejidos, y en ellos he leído al derecho y al revés; así, yo sólo puedo decir que Gudulín era la Oscuridad, y que el mar le esperaba. Pero nunca irá al mar, y el mar lamerá siempre sus costas, sin alcanzarlo… Pues, Señora, ¿sabéis?, Gudulín no es un niño, Gudulín es una isla, la Isla de la Oscuridad. Y el mar siempre querrá ganarla, pero las islas son tan rebeldes, en su soledad, que estas cosas, Señora, resultan al fin imposibles.
– Ay, Once, Once -dijo tristemente Ardid-. He perdido la edad de la razón: quiero decirte, que perdí irremisiblemente ese lenguaje, y que, tal y como están las cosas, jamás lo recuperaré. Pero atina a oírme: si tú cuidas de mis niños, ten por seguro que mi agradecimiento no tendrá fin.
Y tanto se reían, de pronto, los cuatro niños, que Ardid, avergonzada, los besó en la frente y salió de allí, tan silenciosamente como había llegado.
Sólo se detuvo frente a la puerta del joven Amor. Timidamente, como si de una niña, en vez de astuta Reina, golpeó con los nudillos en su puerta:
– Abrid, soy la Reina y necesito de vuestra ayuda.
La puerta se abrió, y Ardid vio de nuevo a Amor, pero esta vez no iba disfrazado, y súbitamente la estancia pareció llenarse de toda su presencia. Había un fuego pequeño en la chimenea, pero sus cabellos acaparaban todas las llamas, y sus ojos, el entero fuego que oculta el mundo en sus entrañas.
– Ah, Maestro, cuánto dolor me causa lo que debo deciros -murmuró Ardid. Y desfallecida, se sentó sobre el escabel. Dirigió la vista en torno, y no vio probetas ni morteros, ni calderos ahumados en misterio de siglos; sólo legajos, libros, ciencia, en suma. Y otra cosa: en todo rincón donde mirara, percibía el perfume de alguna turbadora primavera.
– Señora -murmuró Amor, débilmente-, temo oíros decir que mi cometido ha terminado.
– No es eso -dijo Ardid, con evidente esfuerzo-. Me preocupo por vuestra vida, tanto como por la vida de mis nietos.
Y brevemente le puso al corriente de la espinosa situación.
– No puedo pediros que permanezcáis aquí -concluyó Ardid-, porque sé que vuestra vida peligra tanto como la de Raigo y Raiga.
– Señora, ¿en verdad os importa mi insignificante vida? -murmuró él, audazmente.
– Sí -dijo al fin Ardid-. Sabéis que vuestra vida me importa, y deseo que nada malo os ocurra, tanto como lo deseo para Raigo y Raiga.
Entonces Amor se inclinó, y tomando sus manos las besó, diciendo:
– Señora, vos sola sois la luz de mi vida, y de mi corazón, y de mis ojos… por vos estudio, por vos estoy aquí. Pero sé que tan humilde ser no merece nada a cambio. Sólo quiero deciros que podéis disponer de mi vida como os plazca.
El secreto -y violento- impulso de Ardid fue tomar aquella cabeza en sus manos, besar sus labios y decirle que, en las presentes y en verdad amargas horas, no había otra luz para ella que la de sus ojos azules. Pero dominándose, y presa de inexplicable terror, dijo:
– Amor… os lo suplico; salid de aquí, de este Castillo y de este Reino, si no queréis que entre todos ocurra una gran desgracia.
Pero lo cierto era que el joven no había abandonado sus manos, y que, a pesar de que su tímido beso había cesado, Ardid seguía sintiendo sus labios en ellas. Y no sólo ella, puesto que Amor dijo:
– Yo iré donde vos me ordenéis: pero no por eso os libraréis de mí.
Y así, con osadía inimaginable en tan dulce y tímida criatura, Amor la tomó en sus brazos, y tantos fueron sus besos esta vez, que perdió la cuenta de ellos. Y quede constancia que no se limitó a besar respetuosamente sus manos.
De suerte que amanecía y estaban los dos como Adán y Eva en el Jardín del Paraíso -según leyera Ardid en El Libro de los Abundios-, y con el nuevo sol, dijo Eva a Adán:
– Huye, márchate, y no pises más esta tierra, que está maldita para ti…
Y como cierto ángel, que en el antedicho libro se reseñaba, si no con espada de fuego, sí con desesperación como espada, lo arrojó para siempre, no sólo de Olar, ni de la ciudad ni del país, sino de su desdichada vida.
Pocos días después, tuvo noticia de que una ejecución ejemplar se había llevado a cabo por orden del Barón en la Plaza del Mercado. Así, su Camarera Mayor le dijo:
– Y había un joven, en verdad hermoso, que atiné a reconocer como el brujo que curó por vez primera a Gudulín.
La Reina palideció; y envió entonces a un paje -aún tan niño que no sabía lo que se hacía- a tomar las cenizas de aquel joven, y traérselas en vasija de plata. Y junto al reloj de arena -vidrio azul, gotas de oro, inflexible tutor de Once-, guardó la Reina Ardid hasta el final de sus días las cenizas de aquello que, más que de su propio hijo, había extirpado sin saberlo de su propia vida.
Y el verano pasó, y luego el otoño, la halló así: sin su padre y Maestro, sin su fiel amigo el Príncipe Almíbar, sin su viejo cómplice el Trasgo, sin Amor, cumplía los cuarenta y cuatro años.
Y en verdad que aquel otoño fue funesto, pues regresados los emisarios que llevaron al Sur a Gudulina, le llegó la nueva: una vez embarcada la Princesa, algo extraordinario ocurrió en el mar: se tornó rojo como vino, y el sol, en cambio, se ocultó horrorizado; y en una noche roja y negra, vieron cómo la Isla de Leonia se desprendía de sus secretas raíces submarinas; y las gaviotas propagaron la muerte de la Reina, en tanto la Isla, desanclada, huía irremisiblemente mar adentro, hasta perderse en el Gran Precipicio de la Vida y el Fin del Mundo. Y en sus procelosas aguas, la nave de la infeliz Gudulina -cuyos cánticos aún persistieron mucho tiempo de costa a costa, sembrando el pavor entre marineros y piratas- naufragó de tal guisa, que solamente una flor de su cabello -y por cierto que milagrosamente intacta y fresca- pudieron recuperar de tan desdichada como singular Princesa. Y así, Ardid la colocó junto a la copa que medía el tiempo, a las cenizas, y a su propia tristeza, que no hallaba lugar donde reposar en paz o, al menos, en olvido.
Y entretanto, un niño rubio jugaba, a escondidas, en la medio ruinosa Torre Azul, y una niña galopaba, como un furioso soldado, en las estepas. Pero, en el viento de los juegos uno, y en el viento de la soledad la otra, gritaban al unísono -aun sin saberlo unas mismas palabras: «¡Yo soy el Rey!».
El verdadero Rey guerreaba -pues la llamada Revuelta del Sudeste fue guerra, y guerra tan cruel, que duró cerca de ocho años-, e ignoraba a una, y creía en verdad muerto, u olvidaba, al otro. Sólo Lontananza miraba con temor a su hija, y Raiga y Contrahecho a Raigo: y ni una ni los otros entendían nada.
XXIII. OTOÑO EN EL JARDÍN DE ARDID
Kiro y Arno crecían y se educaban en el rigor de la Escuela de los Cachorros, con más severidad, si cabe, que el resto de los muchachos. Pues cuando las prácticas y lecciones de éstos acababan y podían descansar, Urdska les aguardaba en su estancia, y allí les sometía a más duras pruebas aún que las que sufrían en la famosa escuela. Aunque acababa de cumplir cuatro años -cuatro, desde la partida del Rey, su padre-, ellos, por su corpulencia y agresiva naturaleza, comenzaron a entrenarse desde los tres años. Primero, con su guerrera madre, luego con el viejo pastor Atre, que mostrábase tan fascinado por Urdska como por el mismo Gudú, y más de uno cuchicheaba su pasión secreta, tímida y salvaje, por ella. Pero por tímida que esta pasión fuera, no pasaba desapercibida a la aguda mirada de Urdska. Y así, le utilizó de tal modo, que hubiera podido dar lecciones de astucia y diplomacia -al menos en aquel terreno- a la propia Reina Ardid.
Estas dos criaturas prometían emular, si no superar, el arrojo, la fuerza y el valor, y en lo que al manejo de la espada, en seso y astucia equiparábanse, a sus mismos padre y abuelo.
Poseían tan lozano y espléndido aspecto, que encandilaban la vista de soldados y toda la gente que habitaba en la Corte Negra, desde maestros al último sirviente o cocinero. Urdska seguía estrechamente vigilada, pero su comportamiento -al menos externamente- no dejaba lugar a sospechas de mala índole. Sin embargo, la sombra de Rakjel vagaba por todas las mentes, y se anteponía a las demostraciones de que tal raza esteparia no era tan misteriosa e invencible como durante tanto tiempo se creyera.
Kiro y Arno eran robustos -a los cuatro años, parecían de seis- y muy desarrollados. Su piel dorada y dura, igual a la de su madre, contrastaba con los ojos azulados que habían heredado del Rey. Negros y crespos eran sus cabellos. Urdska, a poco que crecieron lo suficiente, los ordenó trenzar junto a sus sienes, con lo que, ante la leve e inexplicable inquietud de los soldados de la Corte Negra -sus mentes eran demasiado simples para penetrar en tales sutilezas-, les daba un aspecto en verdad temido por aquellas tierras desde siglos atrás. Algo así como el Diablo.
Rivalizaban en destreza, fuerza e ingenio guerrero. Nadie hubiera podido decir quién de los dos era más valiente, más astuto, más fuerte. Y siendo como eran hermanos, y gemelos, e igualmente educados, lo cierto es que entre ellos dos se alzaba un muro que, con los años, parecía espesarse y crecer a ojos vista. Si esto era evidente aun para las poco sutiles molleras de los soldados y, en general, para toda la gente que habitaba los vastos recintos de la Corte Negra, permanecía invisible a una sola persona: a la nada espesa, ni lenta ni cándida mollera de su propia madre. Pues madre era al fin, y madre ambiciosa. Depositaba en sus hijos todos los deseos y destinos que para ella o para su raza quería: atribuirse el dominio y poder sobre -a su entender- tan miserable suelo.