Выбрать главу

Cierto día, disputaron ambos hermanos la presa de un halcón muerto -de forma innoble, pues aún era muy tierno para cazarlo al vuelo-. Y como quedaba en duda quién de los dos le había dado muerte, los dos intentaban apoderarse de él. Se miraron ferozmente, y la ferocidad de sus azules ojos era la misma de los ojos de Gudú en el campo de batalla. Al fin, destrozaron la pieza antes de ceder en su derecho el uno ante el otro.

Como se rumoreaba la intención del Rey de convertirlos en legítimos herederos del Trono, y elevar a Urdska a Reina, empezó a cundir entre soldados la apuesta de acertar quién de entre los dos gemelos Kiro y Arno sería, al fin, Rey. Pues, si con tal ímpetu disputaban un infeliz halcón, con mayor saña se disputarían un Trono tan codiciado como poderoso.

En éstas, habían llegado sin cesar las nuevas de Gudú: venció varias veces a los territorios sureños, pero los surestes se habían levantado de nuevo en su ayuda. Y así, entre los unos y los otros, la guerra se alargaba, la victoria no se alcanzaba aún y, pese a su superioridad y la imparable forma en que Gudú iba aniquilándoles, lo cierto es que no parecían dispuestos a ceder fácilmente. Habían llamado en su defensa, por la parte costera, a los piratas, en memoria de la desdichada hija y los nietos de Leonia, que todos creían muertos. Y aunque sólo ayudaron débilmente, lo cierto es que muchas preocupaciones causaban a Gudú y sus huestes; y mucho se demoraba la paz.

Llegado el undécimo cumpleaños de los gemelos Raigo y Raiga, un emisario especial llegó a Olar con las siguientes nuevas y órdenes del Rey: habiendo, al fin, dominado la mayor parte de las regiones revueltas, y en vía, como esperaba, de una pronta paz, ordenaba, deseaba, que se celebraran sus esponsales con Urdska -como en otros tiempos ocurrió con la Princesa Tontina- y, por tanto, fuesen reconocidos legalmente sus hijos, Kiro y Arno, en la espera de ver, con el tiempo, cuál de ellos mostraba mejores cualidades como candidato al trono de Olar.

Éste fue, quizás, el suceso más cruel y el momento más peligroso de la vida de la Reina Ardid, tal vez aún más crucial que el de la vida de Urdska. El descontento de los nobles era tan evidente como evidente era que los años no habían pasado en vano por ella. Ya había más plata que oro en sus cabellos, ya sus ojos no relucían sino por una íntima tristeza, ya sus labios habían perdido casi su otrora conocida y contagiosa sonrisa. Y si aún se revestía de toda su majestad y fuerza -su astucia no se había apostado como su cuerpo-, las convicciones que la sustentaban hasta entonces, ahora entraban de lleno en el reino de la duda. Ardid flaqueaba en sus decisiones, y una voz en su interior, o tal vez en la cornisa de aquella chimenea poblada de ausencias, de vasijas donde el tiempo se vertía sin piedad, de cenizas de sentimientos, murmuraba «Ardid, Ardid… ¿qué has hecho de tu juventud?».

La reunión con la Asamblea fue esta vez penosa, y Ardid no salió de ella triunfante. El Barón había crecido con la edad, si no en vigor -como a la vista estaba-, sí en encono y malevolencia. Dijo:

– Señora, mucho hemos reflexionado sobre los últimos acontecimientos que más afligen que glorifican al Reino. Debo deciros que la Asamblea considera en muy alto grado las dotes de guerrero y valiente que adornan al Rey nuestro Señor, pero creemos que su pasión por dominar tierras (que dicho sea de paso, empezamos a sospechar no van a redundar en beneficio de Olar) ha cautivado a lo mejor de nuestra juventud; y privándonos de hombres jóvenes, que ya sólo a la guerra y la rapiña aspiran, este Reino languidece en la más espantosa y triste atonía. Sabemos de otros países donde, quizá con menos dominio, poder y aun riqueza, florecen la ciencia, el arte, y en suma, la paz y la prosperidad… tal como fue nuestro Olar, y no olvidamos, durante vuestro reinado, en tiempos en que vuestro hijo era aún niño. Tampoco olvidamos la firmeza y sabiduría con que conducisteis no sólo la administración, sino el espíritu de nuestro país; y por todo ello os amamos y admiramos. Pero precisamente por tratarse del peligro que esa Reina extranjera suscita en vos misma y en nosotros, creemos poco aconsejable que se dé tal paso…, y menos en lo referente al nombramiento de esos herederos. Pues, si mal no recordamos, el Rey tuvo otro hijo de su más sensato matrimonio: el Príncipe Raigo. Decidnos, ¿qué fue de él? Muchos aseguran que ambos niños naufragaron con su madre en el proceloso mar de Leonia; pero también hay quienes dicen (marineros, gente costera, ya sabéis…) que ningún niño acompañaba a nuestra llorada y desdichada Reina Gudulina el día de su muerte.

Ardid se mostró entonces abatida, con el rostro sombrío y en silencio. En realidad estaba urdiendo rápidamente la mejor respuesta, o, al menos, la más conveniente en tales circunstancias. Y al fin dijo:

– Me sorprende que sesudos varones, a quienes considero mi apoyo y son mi máxima esperanza, se muestren tan suspicaces como prestamistas o usureros, o vulgares mercaderes; crédulos como campesinas ante la palabrería de marineros y costeros… El Príncipe Raigo, junto a la Princesa Raiga (y me permito recordaros vuestra indiferencia hacia ellos en aquellos días; sin tener para nada en cuenta mi dolor de abuela), fueron devueltos, por vuestra decisión, a la Reina Leonia, junto a su infortunada y llorada madre Gudulina… Noble Barón, nobles Caballeros: ved que la historia larga y amarga de mis desengaños tiene aún muchos capítulos por escribir…

Y así continuaron largo rato, en el tira y afloja de hipócritas consideraciones y zalemas, cuando la única verdad de sus intenciones estaba a la vista, en la feroz y ceñuda actitud de la mayoría de los miembros de la Asamblea: gentes en su mayoría de parca palabra y ambiciosa y dura cerviz, que sólo su provecho -y no el de Olar- esperaban de tales conversaciones. Sólo algún ingenuo o bienintencionado asistía a estas reuniones, y eran los únicos que no decían nada, o eran obligados a callar.

Aplazóse la decisión de la Asamblea, aun por tres veces; y en el transcurso de estas tres reuniones, varios incidentes cambiaron el curso de los acontecimientos.

Tan simple como ferozmente el aplazamiento de su decisión se sucedió al ciclo de primaveras, veranos, otoños e inviernos. Y éstos, de tan rápida y despreocupada forma -los nobles no alcanzaban a reunir huestes suficientes para enfrentarse en una rebelión de tal calibre contra Gudú-, que así pasaron cuatro años más: esto es, ocho desde la partida de Gudú, hasta el día en que sometió totalmente a los rebeldes, y anunció su regreso.

Si bien en su aspecto externo las cosas sucedieron de forma lenta, indecisa y poco brillante, no así discurrieron en la intimidad más estricta de Ardid y de otros muchos.

La Reina no dejó ni un solo día de visitar, secretamente, a sus niños, en la Torre Azul. Y allí, conversaba largamente con Once -el eterno visitante al que el tiempo privó de ser adulto- y sus nietos. Sin reparar en que los años también habían transformado a parte de estas criaturas. Pues Contrahecho ya hacía tiempo que no participaba en aquellos juegos, y había llegado a suplicarle le tomase a su servicio, como paje y bufón. Pero tal era la desolación del muchacho, al demandarlo, que sólo podía compararse a la de Raiga, al suplicarle que no lo alejase de ellos, y que con ellos se quedase. La Reina, en principio, desoía sus súplicas. Pero Contrahecho estaba tan triste que, como era el único que en las actuales circunstancias no peligraba -pues su vida había sido ya olvidada-, a menudo acostumbraba a bajar con ella al viejo jardín que Ardid cuidaba con todo esmero. Así, ambos solían contemplar el Árbol de los Juegos, que en aquellos días muy alto y esplendoroso se mostraba.

Llegó el último otoño -último en la espera del regreso del Rey-, y notó Ardid que, de nuevo, aquel Árbol de su jardín, tan lleno de recuerdos y significados, aparecía mustio y tan marchito como el resto de sus flores.

– ¿Qué ocurre con el Árbol de los juegos, Contrahecho? -dijo la Reina, desolada. Y alzando las manos recogió unas últimas hojas que, como polvo de oro, se deshicieron entre sus de dos. Y con asombro, que gran dolor contenía, oyó decir al muchacho lo mismo que antaño le respondiera Gudulina.

– ¿Qué Árbol, Señora? No sé a cuál os referís; no veo ningún Árbol.

Entonces la Reina le miró, con nueva mirada, y comprobó que no era un niño, sino un joven de tristes ojos y poco agraciada figura.

– Nada -dijo, al fin, con gran pesar-, nada, Contrahecho; cosas que a veces traen los vientos del pasado a una mujer madura… Pero aquel otoño descubrió otras cosas a Ardid, cosas en las que, por rutina y costumbre, no había reparado antes. Cuando llegaba a la buhardilla, ya no oía risas, ni correrías ni resplandeciente música y murmullos de viento entre hojas doradas. Ahora se daba cuenta de que una oscura tristeza saltaba de rincón a rincón, y que los cofres de Tontina aparecían cerrados, enmohecidos y polvorientos. Retornaba con verdadera pesadumbre a la buhardilla, y los muchachitos no la esperaban. Y siendo, así, una noche, la sorprendió un gran silencio: y tan sólo descubrió a Raiga, dormida en un rincón, y en otro, a Contrahecho, sumido en graves pensamientos, y a nadie más. Al entrar y proyectar sobre ellos la luz de su antorcha, Raiga despertó sobresaltada, y también Contrahecho, que tendido ante la puerta estaba, entre los viejos cofres y tapices, ya tan deslucidos. Y Ardid dijo:

– ¿Qué es esto? ¿Dónde está Raigo, y por dónde anda Once?

– 

¿Qué decís, Señora? -murmuró, soñolienta, Raiga-. Raigo se fue, como todas las noches… y tened por seguro que si no fuera por lo mucho que me lo habéis prohibido, y por el miedo que me da saltar por la ventana hasta el abedul, yo le seguiría… Oh, Señora, qué tediosa es esta vida, aquí, en esta sucia estancia, siempre encerrados…

– ¿Cómo es posible que Raigo haya contradicho mis órdenes? ¿Y cómo es posible que Once no se lo haya impedido?

– ¿Once? -se extrañó Raiga-. No sé quién es, Señora. -Contrahecho -dijo con verdadera angustia Ardid-, ¿adónde fue Once?

Pero se detuvo ante la atónita mirada de los dos muchachos.

Raiga y Raigo -calculó rápidamente Ardid- cumplían ya quince años, y Contrahecho veintitrés. Y así, dejóse caer desolada sobre uno de los polvorientos cofres. Y sentía un gran frío en el corazón.

– Es cierto, queridos míos -dijo al fin-, la rutina del tiempo, las preocupaciones y el egoísmo, no me han dejado ver nada… pero creo que no sois, en modo alguno, unos niños.