– Oh, no, desde luego -dijo Raiga, mirando significativamente a Contrahecho, que se ruborizó-. No somos niños.
– Y el Príncipe Raigo arde en deseos de unirse a su padre, el Rey -dijo entonces el antiguo bufón-. Señora, comprended sus aspiraciones, es muy lícito que así lo sienta, pues no es propio de un joven Príncipe y futuro Rey permanecer oculto como un viejo baúl inservible, entre tantos trastos y antiguallas que nadie quiere.
Estas últimas palabras causaron un agudo dolor en Ardid. «Trastos viejos y antiguallas que nadie quiere… -pensó-. Igual que yo, si no lo remedio.» Y conociendo el peligro que el imprudente Raigo corría, se sintió invadida de terror. Pero precisamente en aquel momento, alguien tiró de un extraño cordel que no había visto. Con las coberturas de sus lechos, los muchachos habían confeccionado una cuerda por la que deslizarse desde la ventana. Dieron desde arriba un tirón, y Contrahecho y Raiga, sujetándolo con todas sus fuerzas, lograron ayudar, al que abajo esperaba, a trepar de nuevo a la habitación.
Al ver a su abuela, el joven Raigo quedó confuso y atemorizado. Bajó la cabeza, y miró al suelo; pero en su adusto ceño, en sus párpados obstinadamente bajos, leyó Ardid la indomable voluntad de su estirpe. De suerte que abandonó toda esperanza de retenerlo.
– Querido -dijo al fin-, comprendo muy bien tus sentimientos. Pero has de saber una cosa, y esto es que no por capricho os he guardado encerrados aquí. Si no fuera por ello, tiempo ha que estaríais muertos.
Y reveló a los muchachitos la verdad de su situación, sin omitir detalle alguno.
Los cuatro se sentaron, al fin, muy juntos; y sus rodillas se tocaban, y como los tres muchachos abandonaron sus manos en el regazo de la Reina, ésta sintió que suavemente el frío huía de su corazón; y halló el entusiasmo y esperanza suficientes para decirles:
– Aunque mi torpeza de vieja mujer no lo notase como es debido, muchos años han pasado ya desde aquel día… y ahora, siendo como sois jóvenes muy crecidos, nadie os reconocerá si, como pajes o doncella, os llevo conmigo simulando que sois nuevos plebeyos a mi servicio. Así, aguardaremos la decisión de los nobles: y acaso, hallaremos alguna solución entre todos a tan difícil situación.
Los tres besaron sus manos. Y esperanzados por una nueva luz de libertad uno, y de ambición otro, Raigo y Contrahecho durmieron aquella noche por última vez en la buhardilla. Y al día siguiente, disfrazados de sirvientes, la Reina los llevó a sus habitaciones. Y cerró para siempre aquella torrecita de extraña caperuza azul.
Plácidamente, en apariencia -pero sembrado de inquietud interna-, transcurrió el otoño para Ardid, con sus nuevos pajes y su nueva doncella, cada día más recluida en sus estancias. Pero más difícil era contener a Raigo, que se mostraba cada vez más rebelde y deseoso de escapar de aquel encierro y ocultación.
– Iré en pos de mi padre, Señora -decía-, y me presentaré a éclass="underline" para que vea en mí a su Heredero, en lugar de esos lobos esteparios a quienes ni tan sólo ha reconocido.
– Paciencia, Raigo, no olvides que tu padre se fió siempre de mi consejo. Aguarda a que él regrese, y entonces las cosas cambiarán.
Pero Raigo -como su abuela, como su padre, como tantos y tantos muchachos de su estirpe, de todas las estirpes y razas del mundo- solía escapar de las habitaciones de la Reina, y montando en un caballo que un anciano caballerizo mayor, viejo y devoto servidor de la Reina -él y algunos más se hubieran dejado matar por ella- siempre le tenía a punto, junto a una capa y capucha con que ocultarse, huía al bosque y, aun de lejos, rondaba la Corte Negra: lugar que, a partes iguales, odiaba y deseaba con toda la fuerza de su impetuosa naturaleza.
Por contra, Raiga era tan sumisa y dulce, como corta de entendederas, y sentía tanto cariño por Contrahecho como este por ella. Apenas se separaban, y día llegó en que Ardid notó que los dos muchachitos estaban, en verdad, enamorados. Y tuvo certeza de ello una noche en que, reunidos los tres junto a la lumbre -Raigo cada día se apartaba más de ellos, y vagaba como un mendigo por los bosques, o permanecía ceñudo en un rincón-, contaban raras historias extraídas del viejo -y ya medio corroído- Libro de los Linajes. Así, contábales la Historia del Príncipe Blanco transformado en horrible bestia, y de cómo, enamorado de la dulce Princesa, con toda su alma, día llegó en que, por un beso de esta, recuperó su verdadera forma, tan bella que a todos maravilló. Y como la vista empezaba a flaquearle, se retardaba Ardid en descifrar la complicada caligrafía del libro. Esto, unido a los agujeros que en aquellas páginas habían hecho los mordiscos de las ratas y la impiedad del tiempo, hacía que se detuviera en muchos pasajes. Y con sorpresa vio que ambos jóvenes, las manos juntas, recitaban a dúo aquello que ella ya no podía ver. Y cuando, sorprendida, alzó la vista, vio que sus rostros estaban bañados de tan dorado y hermoso resplandor, que buscó el origen de aquella luz: y allí estaba, sobre la chimenea, pues las cenizas de oro se habían vuelto de oro candente, y tan luminosas, que atravesaban sus rayos la plata de la vasija, como si se tratase de una copa de fino vidrio. Y por contra, la copa del tiempo parecía detenida, como atenta al suceso. Entonces, Ardid colocó su mano sobre las de los dos muchachos, y dijo, con gran ternura:
– Tengo la sospecha de que ya no deseáis escuchar más historias que hablen de milagros de amor, pues creo que todas las conocéis mejor que yo.
Pero tan embebidos estaban ambos en sí mismos, que no la oyeron.
Más tarde, en la soledad de la alcoba -pues a Raiga la guardaba en un pequeño lecho junto al suyo-, Ardid dijo a la muchacha:
– Raiga, tengo la certeza de que amas a Contrahecho.
– Oh, sí -dijo ella-, le amo, pero… es un sirviente, y sé que Raigo jamás me lo perdonaría.
– Niña querida, te voy a revelar algo: tal vez es un sirviente, tal vez no lo es, pero ¿qué puede importarte esto? Muchas cosas he aprendido en la vida y de muchas me he arrepentido. Pero la más amarga de todas es mi horror ante un sentimiento como el tuyo. No lo deseches tú, querida, pues sólo así conocerás un poco de la escasísima felicidad que ofrece este mundo.
– Señora -dijo Raiga vacilante, y pareció tan turbada que su turbación contagió a la Reina-, sólo sé que Raigo se enfurecería…, y amo mucho a Raigo, y él a mí. Y además, Contrahecho…, ¡es una criatura tan fea!
La Reina calló, pero díjose, con mezcla de alivio y tristeza, que al fin y al cabo no sería tan grande el amor, si resultaba incapaz de vencer semejantes barreras. Y un gran frío la hizo estremecerse, como si la envolviera el viento más helado. «Si al menos -murmuró, con labios temblorosos-, si al menos el querido Trasgo del Sur apareciera un día entre las brasas.»
Avanzaba el otoño, cuando cierto día, mientras ella regaba el cada vez más mustio Árbol de los juegos, llegó hasta ella Raiga, con las mejillas ardiendo y el cabello esparcido sobre los hombros. Y tan bella y joven era, y tan radiante, que creyó verse a sí misma en un tiempo en que, allí mismo, fue al encuentro del Rey Volodioso, e hizo valer sus derechos de mujer y Reina. Y asombrada, oyó decir a su nieta:
– Señora, Señora, un gran milagro ha sucedido. Y soy tan feliz con él, que sólo lamento la ausencia de Raigo -pues desde hacía tres días, Raigo no aparecía, sembrando una gran inquietud en su abuela-: pues sé que, como yo, se alegraría mucho de lo que os voy a contar. Y como sois vos la única que yo amo, después de ellos, a vos deseo revelaros esta gran maravilla.
– Dime niña -dijo Ardid, impaciente.
– Pues es que he besado a Contrahecho; le vi llorar en silencio, y como adiviné la causa de su aflicción, que era la mía misma, no pude contenerme y, tomándole en mis brazos, le besé en los labios… Y Señora, ¡no lo creeréis hasta que lo veáis! Lo que os digo: que tan hermoso y gallardo se ha tornado, que no tiene rival con el más apuesto de los príncipes…, ni siquiera con mi hermano Raigo.
Una gran emoción bañó a Ardid y, abrazando a su nieta, lloró silenciosamente sobre su rubia cabeza.
– Así -dijo al fin-, ¿le quieres por esposo?
– Ciertamente -dijo ella-. Y tan feliz seré con él, que nada me importa pasar por sirviente el resto de nuestras vidas.
– Pues así te lo prometo -dijo Ardid-. Di a tu amado que se apreste a llegar a mi cámara, que allí ordenaré venir a un fraile Abundio para que os una en matrimonio; y juro que os amaré y protegeré el resto de mi vida. Y tanto le amo a él como a ti, y los dos sois como los hijos que no supe tener jamás…
La muchacha salió corriendo, gozosa, y Ardid se apresuró a preparar lo prometido: aunque, con toda discreción, modestia y sigilo, como si se tratara de la boda de dos insignificantes pajes de la Reina.
Pero cuando aparecieron los novios, tomados de las manos -traían los cabellos entrelazados de hojas doradas, y se preguntó dónde las habrían conseguido-, su corazón se paralizó de pena. Pues, si bien Raiga contemplaba con arrobo al que ella eligiera como el más hermoso y gallardo mortal, era tan sólo aquel infeliz y feísimo muchacho, cuya alegría aún resultaba más dolorosa que su propia fealdad.
Ardid no tuvo valor para decir nada: y así, Raiga y Contrahecho se unieron en matrimonio, y la Reina les instaló en una pequeña habitación contigua. Y cuando se quedó sola, arrodillada junto a las brasas, lloró, lloró tanto toda la noche -y no sabía si por Contrahecho, por Raiga y Raigo, por Gudú, por ella misma, por Tontina y Predilecto, o por el marchito Árbol de los Juegos que sólo atinaba a pronunciar el nombre del Trasgo, entre sollozos y reproches. Y sin recibir respuesta alguna, le sorprendió el día.
2
No tan tiernas eran las escenas que se sucedían entre la Reina Urdska y sus hijos Kiro y Arno. Pues si en la lánguida Corte de Olar reinaban la desazón y el descontento, y en las cámaras de Ardid la melancolía y la tristeza, en la Corte Negra bullían la ambición y los sueños de poder, y en la cámara de Urdska crecía el odio en su más espléndida sazón.
Raigo merodeaba a menudo por los alrededores, y más de una vez vio a sus hermanos -que ya, pese a sus ocho años, montaban como verdaderos jinetes esteparios- seguidos de su madre y de una breve escolta. Trepaban entonces a las ramas de un alto abedul, y su corazón se agitaba en encontrados sentimientos. Diez días hacía ya que abandonara el Castillo, y a lomos de su caballo, que pertrechó de víveres, abrigo y una vieja espada hurtada a un soldado dormido -en esta habilidad demostraba haber heredado antiguos hábitos familiares-, ahora vagaba por el bosque, llevando una vida libre y salvaje. Y así, con la agilidad que adquirió en sus anteriores escapadas por la ventana de la Torre Azul, moraba ahora casi como un pájaro, de árbol en árbol, y dormía guarecido en una gruta cercana a aquel manantial que otrora hicieron brotar las lágrimas del Trasgo. Y bebiendo de aquella agua notaba que el paladar se le llenaba de un remoto gusto a vino, o de uvas maduras, que le dejaba perplejo. Cuando veía a la Reina Urdska y a sus hermanos Kiro y Arno galopando fuera del recinto amurallado, experimentaba una mezcla de admiración y odio salvaje, y en tales sentimientos se debatía, y perdía el sueño. Pero hacia su padre sentía una fuerte fascinación: y aun a sabiendas del despego y crueldad que había mostrado hacia ellos, no lograba en modo alguno odiarle. «Algún día -se decía- me mostraré al Rey y le diré: yo soy tu hijo, tu único hijo legítimo, y a mi vez, yo seré el Rey de Olar. Y él me aceptará.»