En tanto, en la oscuridad y secreto, Urdska instruía a sus cachorros Kiro y Arno en la venganza hacia Gudú. De manera, que ambos muchachitos, a la par que se encendía su imaginación al calor de las historias que les contaba Urdska de su tierra, añoraban destruir a aquel que les despojara y desterrara de su verdadera patria originaria. Y Urdska, consciente del efecto de sus palabras, hablábales sin cesar del día en que recuperarían la isla del Brazo Gigante, y tornarían a ser los más gloriosos reyes de la estepa. «Entonces, el Reino de Gudú también será nuestro; y nuestro pueblo no conocerá la miseria de la estepa, ni será un pueblo que sólo se nutra de sombras», les decía. Y cuando Kiro y Arno preguntaban a su madre: «Madre, ¿cuándo llegará ese día?, ¿qué hemos de hacer?». Ella contestaba -igual que cuando Ardid intentaba aplacar a Raigo-: «Tened paciencia. El día señalado, confiad en mí: mi mente no deja pasar un solo instante inactiva, y todo lo llevo escrito en mi memoria y en mi corazón».
Y así era. Aunque Raigo no podía explicarse de qué se trataba, desde el abedul vio cómo Urdska, a solas, mantenía secretas entrevistas y cuchicheaba misteriosamente frases, en una lengua por él desconocida, con jóvenes guerreros de su raza; y de tanto en tanto, uno de estos partía misteriosamente hacia el Este.
Pero aún era muy joven, e ignorante, para adivinar todo lo que se urde y trama en un Reino, y qué es lo que maquinaba tan fascinante como atemorizadora Reina.
Llevaba ya Raigo quince días ausente, y la inquietud de Ardid crecía, pero como mantenía tan escondidos a los nietos, y deseaba que pasaran inadvertidos, lo cierto es que no se atrevía a ordenar batidas por los bosques -ni aun a sus incondicionales soldados o sirvientes-, pues tal interés hubiera llamado la atención, tratándose tan sólo de un insignificante paje. Sin embargo, la tensión era grande, y a menudo Raiga y Contrahecho -que en el egoísmo de sus transportes amorosos no se interesaban más que por sí mismos- le decían que no era posible que le hubiera ocurrido nada, ya que Raigo era tan valiente como astuto. Y que, en aquella estación, aún no se acercaban los lobos a los poblados, así que no parecía fácil le devorasen.
Hasta que cierto día, no pudiendo resistir más, Ardid montó sola en su caballo, sin escolta alguna, como una muchacha que se escapa de su casa. Y aun sintiendo que sus piernas no tenían la agilidad de antaño, partió envuelta en su capa y ocultándose cabeza y rostro con su capucha. Recorrió los alrededores del Lago, y preguntó aquí y allí, a pescadores y mujeres que remendaban redes, a los muchachitos que por allí moraban y cogían zarzamoras, si habían visto por aquellos pasajes a un joven de cabello rubio como el sol, montado en corcel castaño. Pero todos decían que no lo habían visto, y nadie le dio noticia de él. Decidió entonces acercarse a los bosques que bordeaban las Tierras Negras y el malhadado Castillo Negro.
Anochecía, cuando, indiferente a la oscuridad que se avecinaba y al cansancio que iba ganándola, sólo guiada por su deseo de hallar al nieto, en quien ya cifraba sus únicas esperanzas, viose de pronto rodeada por la oscuridad y, adentrada en la espesura, sintió -quizá por vez primera- el roce del miedo. Desmontó y, llevando al caballo de la brida, se aproximó al rumor que indicaba la proximidad de un manantial. Al acercarse, vislumbró un débil resplandor de fuego que provenía de una gruta. Con sigilo ató su montura a un árbol y, reverdeciendo en su memoria antiguas experiencias en lides parecidas, se aproximó a la cueva. Y en su interior halló, cándida e imprudentemente dormido, a Raigo.
Tal fue su emoción, que se apresuró a despertarle y, abrazándole, lloró de alegría. Pero Raigo, colérico, se desasió de su abrazo. Y la miró con tal furia, que le heló el corazón:
– ¿Qué hacéis aquí, imprudente anciana? ¿Queréis dar al traste con mis planes?
Estas palabras atravesaron a Ardid como una daga. Pero al punto la hicieron recuperar su fuerza y voluntad. De suerte que, proporcionándole un sonoro bofetón que dejó atónito al muchacho, dijo, revestida de su más grande majestad y arrogancia:
– ¿Osáis hablar así a vuestra Reina y Señora, pequeño lacayo? Habéis de saber que, si yo quiero, aquí mismo os mando colgar de un árbol, para escarmiento más de estúpidos que de desvergonzados.
Y antes de que el estupefacto Raigo saliera de su asombro, le despojó de su espada -en verdad mohosa- y, empuñándola con ambas manos, apoyó la punta en el pecho de su nieto:
– Levantaos ante la Reina, mentecato, y prestad oído a lo que os digo, de forma que jamás lo olvidéis.
Así lo hizo Raigo, y con tan manso y contrito aspecto, que la ira se aplacó en la Reina. No obstante, fingió mayor severidad aún, para decirle:
– Bien me parece que deseéis recuperar lo que es vuestro y sólo vuestro. Y mucho me asombra hayáis desconfiado de quien sólo os puede ayudar y conducir. Pero, teniendo en cuenta vuestra ignorancia y juventud, y placiéndome en verdad comprobar el talante de vuestra naturaleza (que no desmiente mi estirpe) y vuestro coraje, aun si va, como ahora, aparejado a la natural insensatez propia de vuestros años, os diré lo que de ahora en adelante debéis hacer: como primera medida, que apaguéis ese fuego sin dilación.
Así lo hizo Raigo, y aun a riesgo de abrasarse, se aprestó a apagarlo y pisar las cenizas con manos y pies, de modo que ni un solo resplandor les delatase.
Una vez apagado el fuego, y ya en la oscuridad, cuando solo adivinábanse el uno y el otro por el bulto negro de sus cuerpos y el jadeo de sus gargantas, dijo Ardid:
– Ahora, siéntate y escucha bien.
Ambos se sentaron en el suelo, y la vieja pero bien templada abuela murmuró lentamente:
– Si permanecer escondido en las habitaciones de una anciana Reina como vulgar sirviente os asfixia y desespera, no sólo no me extraña, sino que os comprendo. Pero no entiendo, en cambio, vuestra imprudente actitud. ¿Sólo con una vieja espada y una daga de niño, que ni tan sólo lograría degollar un cordero, pensáis vencer a las alimañas que dentro de ese Castillo Negro larvan contra vos y contra mí sus tretas de lobos, e incluso contra vuestro ciego padre? Oh, no, Príncipe Raigo, no es así como se recuperan los tronos. Pues habéis de saber que tan rebelde, y aun más que vos, fui yo en mi infancia, y a vuestra edad; y sin embargo, con paciencia y astucia supe permanecer en cautiverio, y en cautiverio supe levantar, uno a uno, los peldaños del trono de tu padre. De forma que, si Rey queréis ser, y no cadáver devorado por lobos o ensartado en lanzas por sucios esteparios de olor caprino, tendrás que tener paciencia y astucia. Y si yo supe aconsejarme por quienes mucho más que yo sabían (y ten por seguro que toda la ciencia, en verdad parca que hayas asimilado, no puede llegar ni a la suela del zapato de la ciencia que yo acumulaba a tu edad), cuánto más tú, ignorante y cándido cachorro de león, deberás aconsejarte de quien tanto te ama: pues eres el centro de mi propia ambición y orgullo. Y aunque no te amara (que sí te amo) tú serías, y no otro, el afán de mi vida; y no cejaré en el empeño de que tú seas el siguiente Rey de Olar hasta el fin de mis días.
Entonces oyó cómo el Príncipe Raigo, aun a su pesar, sollozaba en silencio; y adivinó en aquel llanto, no sólo dolor, sino contenida ira. Pero se calmó su sobresalto al presentir que aquella ira no iba contra ella, sino contra quienes pretendían arrebatarle lo que consideraba suyo, y de su mismo padre. Así pues, depuso su tono severo, y con más dulzura dijo:
– No me opongo a que abandones tan servil escondite. Pero desde ahora sigue mis indicaciones, y ten por seguro que éstas te conducirán hacia el éxito mucho mejor que los impulsos de tu inexperto corazón. Atiéndeme, Raigo: monta en tu caballo y ven conmigo, pues he de conducirte, ahora más que nunca, a lugar seguro, donde nadie pueda encontrarte y donde podrás comunicarte conmigo, y yo contigo, tantas veces como lo desees.
Obedeció el muchacho, y Ardid lo condujo hasta el Lago, olvidando repentinamente el gran cansancio y la debilidad de sus piernas, que cobraban inusitadas fuerzas sobre su caballo. Y allí, en aquella vieja y medio derruida cabaña, que fuera en tiempos escondite de ella misma y del desdichado Amor, le instaló. Y díjole:
– Mañana te enviaré una paloma muy bien adiestrada; ella será nuestro mensajero. Y tendrás cuanto necesites: pero cuida de parecer como vagabundo o mendigo, y oculta tu espada -no ésta, sino otra que yo te enviaré, además de carcaj y flechas bajo las ropas de tu disfraz. Y así, aguarda el momento en que sea oportuno presentarte nuevamente a tu padre, y recuperar lo que te pertenece.
Aquellas palabras condujeron la memoria de Raigo hacia tiempos anteriores, cuando era tan niño que sólo entendía la lengua de las flores, y algo de las aves. Y recordaba a su abuela, la Reina Ardid, toda ella como nevada de oro, y murmurando algo a una paloma gris, que mantenía en alto posada en el puño, como si se tratase de un halcón.
Raigo besó la mano de su abuela, y prometió obedecerla. Pero apenas la Reina dejó atrás la cabaña, todo el cansancio, la memoria del tiempo, los otoños y aun las primaveras, parecieron desplomarse sobre ella; y la bruma del Lago penetró de tal forma en sus ojos, que llegó al Castillo en estado lamentable. Ni el fuego del hogar ni el elixir de vida lograron reponer sus huesos magullados, su carne fatigada. Sus ojos veían con dificultad, pero el más grande de todos sus dolores era aquel que se había asentado, y ya para siempre, en el centro de su corazón.
3
Apenas dos días después, se anunció la gloriosa llegada de Gudú: de nuevo vencedor, otra vez Señor Poderoso y Temible. El Barón, si bien no pudo disimular su preocupación, había llevado tan lejos su intriga, que ya no sabía cómo detenerla; fingió una gran alegría ante los acontecimientos, pero ni a Ardid ni a nadie logró ocultar el miedo y el recelo en su voz ante la llegada del Rey.
Así, antes que éste entrara en la ciudad, se había ya postrado en lecho, y pocas horas más tarde moría, según unos de vejez, según otros -complicados con él en la intriga, y no exentos de pánico, por un lado, y de descontento, por otro- de puro y simple miedo.