Raigo no pudo contener las lágrimas, y temblaban sus labios al decir:
– ¿Qué sabéis vos de mí, de si yo conozco o no conozco el amor? Si de vuestra voluntad dependiera, no hubiera tenido ocasión de saberlo. Pero aun así, tengo una clara noción de ese sentimiento. Y juro, Señora, que los mataré a los dos por haber traicionado un juramento que de niños nos hicimos, cuando nadie nos quería y vivíamos abandonados en la Torre…
– ¡No os abandoné, ingrato!… Si lo que oigo es cierto, no quiero entender tus horribles palabras. Ahora estás a punto de conseguir lo que tanto anhelamos desde hace años, y vienes aquí, a lamentarte con congojas y juramentos de niño, y vergonzosos sentimientos que sabes culpables, se trate de Príncipe o Rey.
Súbitamente espantado, como si de pronto hubiera comprendido lo más escondido de su odio, murmuró Raigo:
– No es lo que pensáis… Pero jamás ser alguno viose reflejado en otro ser como nos vimos Raiga y yo reflejados el uno en el otro. ¡Era tan grande la soledad en que vivíamos!… No sabía yo si miraba su rostro o miraba el mío, cuando nuestros ojos se unían y nuestras manos y nuestros juegos se entrecruzaban; a ella, lo sé, otro tanto le ocurría, y su pensamiento era el mío y el mío el de ella. Y si a ella se le clavaba una espina en una mano, en mí mano sentía yo el mismo dolor… -y arrodillándose frente a Ardid, sollozó-. Señora…, vos que tanto sabéis, ¿son estos sentimientos condenables? Yo sólo veo amor en ellos. Y el amor, Señora, era el único bien que poseíamos en nuestro cautiverio y en nuestra soledad…
– No sé lo que dices -interrumpió Ardid, al fin. Y dulcificando el tono, añadió-: Pero graba esto en tu mente, Raigo: los años pasan, el mundo rueda, y todas, todas las voces de niños o de adultos se pierden, junto a los juegos, los muñecos rotos, los tesoros de vidrio… y los deseos de venganza o de poder -y calló, pues veía en el rostro anhelante de Raigo el inocente rostro de la lejana Tontina, y el suyo propio, cuando miraba el mar descalza, a través de una piedra horadada-. Un Rey debe alejar de sí toda debilidad, incluso los recuerdos… y todo lo que pueda desviarle del verdadero sentido de su vida.
– No sé cuál es el sentido de la vida… ni de un Rey, ni de un hombre cualquiera -dijo Raigo, entonces con tal candor y tristeza, que Ardid no pudo evitar abrazarle estrechamente. Y así permanecieron un rato, hasta que al fin Raigo se sosegó y dijo-: Señora, os prometo olvidar estas cosas y olvidar todo lo que pueda ensombrecer mi camino de Rey, o de hombre… Señora, os juro que no amaré jamás a nadie… excepto a vos.
La Reina quedó paralizada de estupor y revivió, de súbito, las mismas palabras que ella pronunciara hacía muchos años. -Raigo -dijo al fin, apartando de su mente aquel recuerdo-, ha llegado el momento de emprender tu camino hacia el Trono, y recuperar lo que te arrebataron.
Y contó a su nieto todo lo que el Trasgo le había dicho. Sin revelar la fuente de su descubrimiento -ya que ni Raigo ni Raiga habían visto jamás a su viejo amigo, y le ignoraban totalmente ordenó a su nieto que, tan arteramente como los propios soldados de Urdska seguían al Rey, les llevara él la delantera.
– No podemos reunir hombres suficientes para enfrentarlos -dijo-. Por tanto, harás otra cosa: adelantarte a nuestros enemigos y llegar hasta el Rey antes que ellos: y advertirle, de forma que ellos no puedan sorprenderle.
– ¿Cuándo debo partir?
– Hoy mismo -dijo la Reina-. De este modo llevarás dos días de ventaja a los traidores.
Las amorosas penas de Raigo parecieron esfumarse. Un brillo nuevo iluminó sus ojos, y la Reina pensó: «He aquí otro que ya dejó atrás la infancia, hasta los últimos jirones… Nunca llegaré a saber si estas cosas suceden para bien o para mal de nuestra naturaleza». Pero se apresuró a borrar tales ideas de su mente. «Somos humanos, y hemos de aceptarnos tal y como somos: no con llantos ni ternuras venceremos. Nadie pudo vencer con estas armas, que yo sepa, en este mundo nuestro. Otra cosa son los seres sobrenaturales, los ángeles, las hadas, los trasgos… e incluso los antipáticos Señores del Subsuelo. Nosotros somos criaturas de carne débil, y cien veces más débiles de espíritu… Mezquinos, vanidosos, egoístas y crueles. Pero así somos. Luchemos, por tanto, con las armas que nos fueron dadas y dejemos atrás lo que aún no estamos capacitados para entender ni utilizar debidamente.»
Dio entonces a Raigo las dos palomas adiestradas por el Trasgo, con la misión de enviar la negra si la empresa fallaba, y la azul si triunfaba. Aún dio unos últimos consejos a Raigo -más propios de una abuela que de una Reina-, mientras el Trasgo los observaba desde las brasas de la chimenea y preguntábase quién sería aquel soldado que no recordaba haber visto nunca. Pero como Ardid parecía confiar en el muchacho, y aún es más, parecía profesarle gran afecto, nada tenía él que oponer a tales cosas.
No había el sol alcanzado aún el centro del cielo, cuando Raigo emprendió, bajo una sutil nevada, el camino que había de conducirle hacia la estepa: y la vía que los prisioneros trazaron -dejando su vida en ella, muchas veces- no fue inútil para la primera andadura del animoso e inexperto muchacho.
Desde el punto y hora en que Ardid envió a Raigo en busca de su padre, esperó día tras día, y en vano, el regreso de una de las dos palomas. Desalentada, contaba los días que pasaban sin noticia alguna, sumida en la mayor angustia. Nada había revelado a nadie: ni de lo que sabía ni de las medidas que había tomado, pues los años la habían vuelto cada vez más cauta y recelosa. Y así, aun leyendo la inquietud por su suerte en los ojos del viejo Capitán de la Guardia, su fidelidad y el mismo silencio y solicitud de sus cada vez más escasos fieles, eran cada día más patentes los ecos del descontento que renacía entre los nobles y la Asamblea, unos a favor de Gudú, otros declaradamente en contra. Lo cierto es que no llegaban nuevas halagüeñas de la estepa, pues los emisarios traían sólo noticia de que la lucha contra Rakiel, y la defensa y posesión de la isla de Urdska continuaba encarnizada, pero no se veía su fin.
Con igual mesura y prudencia que Ardid, se mantenía Urdska en la Corte Negra: pues tampoco habían regresado sus soldados, ni tenía noticia alguna de ellos. Y aunque este silencio la exasperaba -hasta el punto de desear en más de un momento salir ella misma hacia la estepa, y conocer de cerca cuanto allí ocurría- sólo mirando a sus hijos y confiando en ellos, aguardaba en aparente calma y sumisión lo que en su interior la enfurecía. Tampoco se fiaba de cuantos, aún fieles a Gudú, la rodeaban en la Corte Negra. Máxime cuando la desaparición de sus guerreros esteparios había sembrado de inquietud y mil contradictorias sospechas a los soldados.
Y así pasó una vez más aquel largo invierno. Y luego tornó la primavera, y más tarde el verano amaneció y extendió su calor. Un gran calor poco común en aquellas tierras. Y sobre Olar se extendieron las noches de un verano extraño y húmedo: del Lago emanaba una calígine que parecía alargar el ardiente sofoco de miles y miles de partículas fosforescentes: como minúsculas criaturas, o desconocidas estrellas, larvaban en la oscuridad de la ciudad, del Castillo y de los bosques y praderas.
El calor encrespó los ánimos y renacieron viejas rencillas entre los nobles. El Duque Zore experimentó la violenta necesidad de retar al Barón Gerde. Recordáronse los viejos tiempos de Volodioso, cuando todos ellos eran jóvenes, y por culpa del Rey se enfrentaron en luchas estériles. Pues si el primero de ellos fue contrario a la despótica tiranía del monarca y confió en el padre del actual Barón Gerde, que había maquinado una sublevación de nobles en el último instante, éste le abandonó y traicionó y así el padre del Duque Zore fue decapitado, y su cabeza clavada en una pira, para escarmiento de ya no se sabía muy bien quiénes. Zore era niño entonces y se salvó por inocente, pero sufrió muchas humillaciones hasta que la Reina Ardid le restituyó su dignidad y poder. Por esto manteníase ligado a ella -y por ella a Gudú- y la creciente animosidad que veía en el Barón Gerde, le empujó cierto día a manifestar en público sus discrepancias. Así, se retaron en duelo feroz, y el Barón Gerde murió atravesado por la lanza del Duque Zore.
Ambos eran miembros muy notables de la Asamblea, y estos hechos fueron un duro golpe para todos ellos, pues se suponía que debían mantener, al menos ante los demás, una inquebrantable unión y fraternidad. Dividióse entonces la Asamblea en dos bandos rivales -rivalidad que, siempre existió; aunque soterrada-. Los que se unieron al Barón -y eran los menos- se enemistaron ciegamente con los del Duque. Estas cuestiones, por supuesto, llegaban a conocimiento de Ardid, y no pasaban desapercibidas al sutil espionaje de Urdska. Así, en aquel tórrido verano, comenzaron a celebrarse reuniones muy secretas por ambos bandos, hasta el punto de que, avanzada ya la estación y próximo el tiempo de la vendimia, tuvieron graves consecuencias para el entendimiento de ambas Reinas. Los partidarios de Gudú acudieron a Ardid, y los enemigos de éstos -estaba el Rey tan lejano y tan obcecado en sus interminables guerras- ya empezaban a desesperar de aquella victoria y planearon un acercamiento a los sentimientos de la aparentemente inofensiva Urdska.
Entre los nobles del partido del Barón se contaba un caballero relativamente joven, llamado Ringlair, que había notado cuán sensibles suelen ser las mujeres -y especialmente las Reinas, como lo probaba la propia Ardid- al señuelo de un glorioso porvenir para sus hijos.
Con la mayor sagacidad de que era capaz, dedicóse a espiar a Urdska, y si no llegó a conocer los pensamientos, deseos o secretas aspiraciones de la inofensiva Reina, sí pudo enterarse del celo con que dirigía los pasos de sus hijos, el interés que mostraba en su entrenamiento guerrero y las largas conversaciones que mantenía con ellos secretamente. Supo que Kiro y Arno acostumbraban a hablar en la lengua materna, y apenas entendían otra y no obedecían a casi nadie más que a aquellos que la misma lengua hablaban. Descubrió que los hijos de Urdska eran para ésta mucho más importantes que su ausente esposo. Surgió entonces entre los de su partido la pretensión de implicar a la Reina Urdska en sus maquinaciones, con el señuelo de llevar al Trono a uno de sus hijos, y a ella como regenta, hasta cumplir los príncipes los reglamentarios quince años. Pero todas estas cosas requerían tiempo y paciencia.
El caballero Ringlair habitaba en un oscuro torreón de la Colina Norte, llamado Arielica, y poseía pequeñas tierras y tenía campesinos y algunos siervos a su servicio -en verdad en la máxima indigencia-. Era ambicioso, audaz y apenas rebasaba los cuarenta años, con lo que podía considerársele un jovenzuelo entre la senectud reinante en la Asamblea. Pero habíase librado de las exigencias del Rey, y no se había unido a su ejército no sólo por su edad, sino por endeble y enfermizo, pues decíase que ni la espada podía mantener con mediana dignidad entre las manos. Pero, sus armas eran otras: astucia, traición y oscuridad.