Urdska tampoco perdía el tiempo: si disciplinado era Gudú en la formación de sus hombres, benigno podía considerarse su rudo trato hacia éstos comparado con la severa educación que daba la Reina a Kiro y Arno. Jamás posó sus labios en la frente de ninguno de sus hijos, que nunca recibieron de ella -y, por tanto, de nadie- una caricia.
Habían cumplido ya diez años y parecían tan fieros y salvajes como dos lobeznos. La instrucción recibida por vía materna, al revés que la impartida por Ardid a sus hijos, despreciaba la letra y la cultura en generaclass="underline" tan sólo la fuerza, la astucia y el odio eran los pilares que sustentaban la escuela de los jóvenes Príncipes. Y en las cálidas noches de aquel verano, llevábalos con ella al bosque, y tras asegurarse de no ser vista por nadie -su oído era tan fino como el de la raposa y su mirada tan sagaz como la del lince-, hablábales de su patria, y les enumeraba las riquezas de su isla y la belleza y grandiosidad de la estepa: y aun refiriéndose a sus enemigos esteparios, los presentaba ante los niños como hermanos en desgracia. Su padre era para ellos su peor enemigo, el que les avasallara y despojara. Y les aseguraba que los tesoros y riquezas arrebatados a su gente -en lo que no le faltaba razón-alimentaban ahora las arcas de la ambiciosa Reina Ardid, administradora del Reino y del depredador Rey. La estepa, su soledad, su cruel belleza y su misterio aparecían ante la imaginación de los jóvenes príncipes como un paraíso maravilloso y perdido.
Pero en su feroz empeño de venganza, no atinaba Urdska a ver en sus hijos que si en todo parecían iguales, tanto en la pelea como en la forma de sentir y mirar, no toleraba ninguno de los dos la supremacía del otro. Si podían repartirse equitativamente cuantas cosas lograban entre ambos, mostrábanse conformes; pero apenas algo era logrado por sólo uno de ellos, levantaba la codicia y el odio en el otro, aunque se tratase de la cosa más fútil. Y así, era fácil suponer cuán duro sería decidir cuál de los dos llegaría a reinar -tanto en Olar como en la estepa-. En principio, Urdska consideró a Kiro como el mayor, puesto que había sido el primero en nacer. Pero esta cuestión resultaba bastante confusa para ellos -y para todos-, pues otros opinaban que el mayor sería el primero en ser engendrado; y entre los dos muchachos a menudo surgía esta cuestión. Y como su padre no había decidido cuál de los dos debía sucederle, y la propia Urdska tampoco se había manifestado ni pública ni secretamente en ningún sentido, lo cierto es que a escondidas de su madre solían batallar con ferocidad sin igual. Y sólo los árboles del bosque, los manantiales y el musgo, junto a los pájaros y animales de la selvática arboleda, sabían de duelo tan ensañado como pertinaz. A veces, regresaban ensangrentados al Castillo, sombría la mirada de sus ojos, hasta parecer negra. Entonces, dejaban de parecerse a Gudú, y más que nunca se semejaban a su madre. Pero tampoco Urdska sabía de estas luchas secretas, y creía ver en su rivalidad duro entrenamiento, cosa que solía aconsejar. Pero cuando -tanto en privado como en las públicas peleas de Cachorros- ambos hermanos se acometían, Kiro descargaba lanza o espada sobre Arno pensando: «Muere, rival». Y Arno devolvía el golpe de su hoja fratricida, diciéndose: «Acabaré contigo, enemigo». Y si bien una vez estas luchas pasaban y parecían muy unidos y maquinaban juntos la venganza contra Gudú, la rivalidad y el odio persistían en ellos, aun sin tener cabal conciencia de lo que alentaba en sus jóvenes corazones. A solas, a veces, se miraban, y el uno le decía al otro: «¿Quién entrará primero en la Isla?». Sin mediar más palabras, se atacaban entonces con tal saña, que en lo más crudo del combate parecían el propio Gudú.
Pero ni las palomas de Ardid ni los emisarios de Urdska regresaban. Y el verano cedió, y el otoño invadió lentamente las colinas y bosques de Olar y las Tierras Negras.
Entretanto, el Trasgo había permanecido casi perennemente refugiado, ora en los pliegues del deslucido terciopelo verde de Ardid, ora en las brasas de la chimenea de su cámara. Pero, una vez el otoño espació sus tonos de oro y púrpura por campos, bosques y colinas, y su inconfundible perfume se respiraba en el atardecer mientras el sol maduraba como un sabroso fruto, el Trasgo pareció despertar de su letargo y continuas borracheras.
– Ardid, niña -murmuró una tarde, al fin, mirando hacia el Lago-, ¿dónde está el Príncipe? No osarás ocultármelo, como en aquella desdichada ocasión: esta vez no te perdonaría.
– Oh, no -se apresuró a decir Ardid, que no se atrevía a enviarlo de nuevo a la estepa, segura de perderle para siempre, si en lugar de su niño querido, sólo encontraba un maduro y envejecido Rey cosido a cicatrices-. Ocurre que, igual que tú, aguardo sus noticias.
– No, no -protestó el Trasgo, irritado-. Yo no aguardo noticias: voy hacia ellas. Por cierto, ¿qué fue de mis palomas?
– No han regresado -hubo de confesar Ardid.
– Ah, desconfiada raza -reprochó severamente el Trasgo-. ¿Por qué no me lo dijiste? Aguarda, que ahora las llamaré. Empinóse sobre la punta de sus ingrávidos pies y lanzó al viento un grito. Pero, súbitamente, su grito se cortó, y palideciendo de manera que su figura casi se transparentaba, desapareció de la mirada anhelante de Ardid. Y dijo:
– Niña, niña…, ¿recuerdas la fórmula?
– No, Trasgo: nunca la supe, nunca me la revelaste.
– Espera, que la recuperaré en seguida -añadió el Trasgo. Pero por más que buscó en su memoria, la fórmula no acudía. Y sólo acudieron a sus gritos algunas rezagadas golondrinas que emigraban hacia el Sur, y un tropel de gorriones frioleros. Pero nada sabían ellos de las palomas ni de su cometido.
Entonces el Trasgo se sumió en gran melancolía, y como Ardid temía por la desaparición de sus últimos granos, escondió todo el licor que halló a su alcance, aun segura de que él lo encontraría.
El otoño resplandecía en el jardín de Ardid, y ella solía pasar en él largos ratos junto a Raiga y Contrahecho -que ya hacía mucho tiempo no veía al Trasgo: entre otras razones porque sólo atinaba a ver a Raiga-. Ayudada por ellos, Ardid cultivaba inútilmente su antiguo vergeclass="underline" pero ni flores ni plantas crecían allí. No habían medrado en primavera ni en verano ni en otoño. Pero de tal forma se aficionaron al cultivo los dos jóvenes, que lograron dominar la tierra, y si bien no consiguieron hacerlo floreciente y hermoso, al menos no parecía ya un desolado erial.
– Habéis llegado a aprender un bello oficio -dijo la Reina-. Tal vez un día os sea útil.
Un cruel presentimiento la llenaba: y pese a su aparente serenidad, no olvidaba las palabras de Raigo. Luego contempló melancólica el tronco muerto de lo que fue el Árbol de los juegos, y dijo:
– Raiga, hija mía, ¿no sientes crecer un hijo dentro de ti?
– No, abuela -dijo ella, riéndose. Y los dos muchachos se miraban y se reían, como dos inocentes-. No hay ningún niño… Ya no hay niños, Señora, todos se han ido.
Pero en aquella mirada y aquella sonrisa, Ardid comprendió que, si bien no esperaban hijo alguno, por su mismo candor aún no se había convertido en cenizas el tronco de aquel Árbol que ahora, sin acertar a comprender la verdadera razón, deseaba conservar ardientemente.
Recorría los caminillos de lo que fue un florido vergeclass="underline" y aunque ya no quedaban más que raíces cercenadas, hierba madura y oscuras hojas encarnadas, ella lo miraba como si fuera el último bien que le quedara en este mundo. Un bien que, por primera vez, no incorpora a nadie ni a nada. Un bien que, ya, sólo podía pertenecerle a ella.
Así iba pasando el otoño, y estaba ya muy amenazado por el frío del invierno, cuando la Reina Urdska decidió abandonar el Castillo Negro y tornar a Olar, con sus dos hijos. Y fue este hecho como un grito que despertó a Ardid: en aquella melancólica búsqueda de su perdido jardín, había olvidado deberes y recelos. Recuperó su brío y a partes iguales la espoleó y entristeció. Pues si le servía de aviso, también le recordaba que ahora era ella la más vieja Reina de Olar.
A partir de aquel día, el comportamiento de Urdska cambió totalmente. De sumisa y discreta, tornóse de la noche a la mañana en imperativa Reina, mostrando un temperamento tan duro como el mismo Gudú, y tan artero como el de la propia Ardid: cosa que, a su pesar, admiró en ella. Sin ningún recato, Ardid se apresuró a recuperar y hacer sentir su autoridad. Reunió a la Asamblea y puso de manifiesto que, «ya que Gudú permanecía en tan lejanos lugares -y con ello demostraba poca consideración hacia los nobles y el pueblo, pues sólo de tarde en tarde, y vagamente, dignábase comunicar por medio de sudorosos emisarios el curso de tan larga como vana guerra (estas últimas palabras las pronunció con especial intención)-, ella asumía ahora la Presidencia de la Asamblea, deseosa de reconducir la prosperidad del Reino y procurar el bien de todos. Así pues -concluyó-, había llegado el momento de abandonar toda pasividad, y enfrentarse a la evidencia de los hechos. Largos años -añadió, tras el estupefacto silencio que siguió a su manifiesto, con la fascinante mezcla de frialdad y dulzura que la caracterizaba- he aguardado, junto al pueblo, que el Rey diese muestras de piedad hacia todos nosotros: tanto a sus hijos como a los aquí reunidos. Pero el Rey, a quien respeto y amo, parece que tiene un desproporcionado interés por la conquista de unas tierras que, puedo aseguraros, ningún bien ni mejora traerán a Olar. -Sólo Dios sabía el dolor que le causaba expresarse así refiriéndose a su hijo. Pero por su propio hijo, pronunciaba cada palabra, según creía, y cada palabra se clavaba en su corazón. Y añadió-: Aun respetando tal obsesión, pues no dudo sus razones creerá tener para ello, me pregunto por qué causa no ha decidido todavía cuál de sus hijos ha de sucederle en el Trono, y dar oportunidad de prepararle convenientemente a tal fin. Ambos cumplirán pronto los once años, y creo llegado el momento de dar por terminada la primera etapa de mi paciencia e iniciar la segunda tomando consejo de los sabios y nobles varones de esta venerable Asamblea».
El desconcierto reinaba, cada vez más visible, entre los caducos representantes de tal Asamblea. Cautamente, no se había convocado en esta ocasión, a los representantes del pueblo, ni tampoco a jueces, ni a artesanos, ni a campesinos.
– No espero, por supuesto, una rápida decisión -continuó Ardid-. Sólo pido que observéis a mis nietos; y lo que vosotros decidáis lo apoyaré yo, pues creo que será la decisión del Reino, y no la mía, la que prevalecerá.
Entonces, la soterrada división y enemistad de los dos grupos de nobles se puso de manifiesto. Y existía tal encono entre ellos, que la mayoría se inclinaron a Urdska, de modo que su caudillo, el belicoso e intrigante Barón Ringlair, manifestó abiertamente su deseo de colocar en el Trono a Kiro o Arno -ya se decidiría la elección en el momento debido-. Y en tanto alcanzaban la edad, fueran regentes de Olar Urdska y -naturalmente- el propio Barón. Otras cosas habían ocurrido mientras Ardid y sus nietos paseaban por lo que fuera Jardín. Urdska, la tan discreta y sumisa, había comenzado a mirar de forma evidentemente amorosa a tan peregrino y estrafalario noble que, a lo que parecía, daba a entender corresponder a la soberana. Y no había mentira en esto: pues si el amor estaba muy lejos de florecer en ambos corazones -a Urdska le repelían las piernas combadas, la pálida mirada de pez muerto, y la tez aceitunada del Barón; y a éste no le seducía en modo alguno Urdska-, bien sabían sus pajes la verdadera inclinación de sus sentimientos amorosos. Pero, en cambio, uníales una pasión más fuerte que el amor, y ésta no era otra que el deseo de venganza, lucro, poder y otras muchas cosas que sería tan largo como superfluo constatar.