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Como es sabido, junto a ella había vivido -y vivía- la antigua Lontananza, madre de la pequeña bastarda de Gudú -cuya existencia él ignoraba-. Por tanto, ambas mujeres habían criado a los dos niños como hermanos, y como hermanos se querían. Pero lo cierto es que eran muy diferentes, tanto en el físico como en el temperamento. Pues si bien Krhin era hermoso, dulce, fuerte y pensativo, Gudrilkja -tal era su nombre- no era muy bella, ni muy fuerte, pero tan salvaje y casi tan despiadada como su propio padre. Y amén de tales cosas, heredó de su abuela la astucia, la inteligencia y el tesón. Flaca y desgarbada, tostada por el sol, los negros y crespos cabellos al viento, la vencía su natural debilidad para montar, como jinete estepario, los más indomables potros y corceles, y sobre sus lomos, sin montura alguna, recorría la estepa, a menudo con peligro de su vida.

Pues además de estas nada aconsejables incursiones en unas tierras nuevamente enemigas, perdidas y ganadas con exasperante monotonía, proclamaba, ante el terror de su madre y de quienes la oían, que ella era el Rey.

Poco a poco el tiempo transformó su físico, pero no su carácter. Cuando tuvo lugar la rebelión de Rakjel, habíase tornado una muchacha delgada, fuerte y flexible como un junco, que más se asemejaba a un esbelto adolescente que a una mujer. Lontananza había trenzado desde muy niña sus largos y negros cabellos al estilo de los guerreros de la estepa, y en cuanto su madre no podía impedírselo vestía ropas hurtadas a los soldados de ambos bandos. Y así vestida, tan delgada y fuerte como grácil, parecía en verdad un jovencísimo guerrero. Sus ojos eran tan azules y profundos como los de Gudú, cuya paternidad ignoraba. Pero cuando le veía de lejos, le admiraba de tal modo, que una maligna pasión se adueñó de ella. Pues había observado que el Rey sólo apreciaba el valor de los guerreros, y que poca importancia daba a las mujeres -dijérase que como apreciaba la comida o el vino-. Cuando le veía pasar en su negro caballo, recortándose sobre la llanura, deseaba de todo corazón poder incorporarse a su ejército. A veces en la vasta soledad esteparia donde la llevaba su corcel, soñaba en que algún día se haría notar y ver por aquel cuya corona -y tal vez amor- ansiaba. Lo cierto es que, así vestida y por su aspecto, se parecía extraordinanamente a sus hermanos pequeños, Kiro y Arno. Y tal cosa estuvo, cierto día, a punto de costarle la vida. Afortunadamente, era mucho mayor que ellos y esa circunstancia detuvo la espada que iba a atravesarla.

Raigo partió de Olar en aquella fría madrugada, con tales ansias de venganza como dolor. Había procurado olvidar su ira y decepción ante lo que creía la traición de Raiga, y del mismo Contrahecho. Ciertamente eran muy confusos sus sentimientos y no acertaba a distinguir a cuál de los dos consideraba más traidor. Pues si a menudo había manifestado despego, e incluso desprecio, hacia el muchacho, guardaba en el fondo de su corazón una gran ternura hacia el único compañero de su infancia solitaria, cautiva y olvidada.

«Sí, Reina, es cierto que venías todos los días a la Torre, y que jugabas con nosotros, según dices -murmuraba para sí-. Pero no recuerdo más que eso: tu visita, no tu compañía. Sólo había para mí compañía, calor y comprensión en Raiga y Contrahecho… ¿Por qué dices que se castigan con la hoguera tales sentimientos? Son lo único bueno de mi vida. Pero, si así es, y así debe suceder, los alejaré de mí como si se tratara de la peste.»

Una ligera nevada le sorprendió, apenas dejó atrás el Lago y tomó la ruta que conducía a los prisioneros hacia el Este. Raigo galopaba con toda la rapidez que le permitían su caballo y la nevisca. Debía adelantarse a los que amenazaban la vida de su padre. Y a medida que se acercaba al lugar donde éste se hallaba, demostraba ser digno heredero de su estirpe: por la tenacidad y capacidad de sacrificio que mostraba en su empeño. No daba reposo ni a su cuerpo ni al de su pobre montura, al tiempo que la imagen del padre iba ocupando ahora todo su pensamiento y horizonte, y le abandonaban las querencias infantiles, los recuerdos de una niñez y adolescencia alejada de casi todo contacto humano.

La primera noche que descansó, junto a la espesura, y cuidando no ser visto ni descubierto por nadie, notó que por primera vez se sentía libre. Y, sobre todo, que había traspasado las murallas de la sujeción y las inflexibles órdenes de su abuela. Y si sentía por ella el natural cariño de niño que busca y encuentra afecto y refugio, no dejaba de experimentar ahora un sutil alivio que, como el amanecer, a medida que recorría su camino, iba creciendo hasta tomar conciencia de su sentido: la libertad. Por fin era dueño de sus actos y pensamientos. Ahora podía obedecer o contradecir a su antojo las órdenes de la Reina: ¿quién hubiera podido impedírselo? Y luego reflexionó que, pese al rencor de saberse en cierto modo encadenado a ella, lo cierto era que las órdenes de su abuela coincidían con sus deseos más profundos y verdaderos: por un lado, darse a conocer a su padre, hacia quien sentía tan confusos como contradictorios amor y reproche; por otro, aquél era el único camino a su alcance si deseaba algún día llegar a ser Rey. «Yo, el Rey» iba murmurando para sí, a medida que el viento del invierno hería su piel y entumecía sus miembros: «Yo soy el Rey…».

Al fin llegó un día en que la ventisca arreció de tal manera, que hubo de interrumpir forzosamente su camino y guarecerse en una gruta. Pero no por ello descuidó sus precauciones ni pensó en abandonar la empresa que le había sido encomendada. Por las minuciosas explicaciones de la Reina, observando los curiosos dibujos o cartas -que tan útiles fueran a su padre el Rey, según Ardid-, supo que aquel y no otro camino podían tomar los guerreros de Urdska, sobre todo si, como suponía, creíanse a salvo de todo acecho.

Hubo de permanecer oculto entre la gruta y la espesura por espacio de cuatro jornadas, al final de las cuales su desesperación era tan grande que creyó fracasado su empeño. Sin embargo, se consoló al advertir que no se veían huellas ni se oían por parte alguna señales de los guerreros de Urdska. Le tranquilizaba la sospecha de que el mal tiempo era igual para todos y, por tanto sus enemigos debían hallarse también detenidos y entorpecidos en su marcha.

Al quinto día, el cielo despejó y en el silencio salpicado de ecos y misteriosos chasquidos que pueblan un bosque nevado, tornó a recuperar la senda: aunque estaba ahora tan cubierta de nieve que era difícil distinguirla. Reanudó su camino, pero su caballo, y él mismo, hallábanse extenuados: el frío, la parquedad de los alimentos que llevaba consigo, la sed -con los arroyos y manantiales helados, sólo la podía calmar a puñados de nieve-, le devoraban hasta sentir cómo la fiebre iba adueñándose de él.

Ocurrió que al cabo de un tiempo, su caballo adentróse en la espesura sin que él pudiera dominarlo; pues, atontado por la fiebre, oía en su delirio risas ahogadas y malignas donde se entremezclaban los deformados rostros de Raiga, Contrahecho, la Reina y su mismo padre, convertidos en monstruos de largos colmillos que pretendían devorarle: como en las viejas historias del Libro de los Linajes que les leía su abuela.

Sin fuerzas para detener a su montura y casi inconsciente, llegó a un paraje lejano y abandonado, que se le antojó la ruta hacia el Norte, aunque no creía haberse desviado de la ruta del Este. Cayó entonces al suelo y perdió toda noción de cuanto sucedía en torno. Debió permanecer en aquel estado durante demasiado tiempo, pues cuando al fin recuperó la conciencia de cuanto le ocurría, y de dónde se hallaba, el terror y el estupor le invadieron. ¿Dónde y entre quiénes se encontraba? Un pensamiento le hizo desesperar de su empeño: seguramente, los guerreros del Este habían alcanzado a su padre o, al menos, le habían adelantado a él en gran medida. Y no se equivocaba en la última consideración, pero sí en la forma en que había sucedido y sobre todo las criaturas entre quiénes se hallaba.

Hacía mucho que los guerreros de Urdska le habían adelantado en su camino, antes aún de su caída. Siendo mucho más avezados y arteros que él, no habían tomado el sendero de los prisioneros, sino que, atajando por la montaña, ocultándose en grupos o dispersados a toda mirada, según su costumbre, le llevaban una larga ventaja. Estas cosas las sabía y temía Ardid cuando le envió, pero sabía también que sólo con Raigo podía jugar su última carta, y así, aun con todas las probabilidades de fracaso en su contra, la jugó.

La constatación de tan cruel descubrimiento invadió la mente de Raigo aún antes de observar a quienes de todos modos le habían salvado de una muerte cierta. No sólo se trataba de la crudeza del invierno: hambrientos lobos merodeaban por aquellos parajes. La certeza de su fracaso le sumió en tal desespero que tardó en comprobar que las dos palomas de la Reina -la jaula estaba vacía, a su lado- habían perecido o huido. Y con ellas toda esperanza de salvar a su padre.

Cuando al fin Raigo pudo percibir más claramente cuanto le rodeaba y quiénes eran sus salvadores, quedó tan asombrado como temeroso: jamás había contemplado criaturas semejantes. Según le pareció, se hallaba en una especie de guarida, o cabaña, bastante grande, pero de tan bajo techo, que sus moradores debían permanecer sentados. Tenía forma circular y en el centro ardía un gran fuego. La chimenea, hogar y cocina constituía el núcleo del extraño lugar. Tanto las paredes como la techumbre estaban hechos de ramajes y troncos, ensamblados con barro. Así pues, cuando al fin levantó la cabeza y, aún muy débil, contempló los todavía desdibujados cuerpos que a su alrededor se movían y murmuraban ininteligibles sonidos -que tal vez eran palabras, pero no al menos en la lengua que él conocía-, se sorprendió al descubrir un rostro solícito, o al menos anhelante, que se inclinaba hacia él. Era una extraordinaria cabeza, tan cubierta de pelambre roja, que al resplandor del fuego semejaba otra hoguera. Largas y rizadas barbas se enmarañaban y unían a ella; y un par de amarillos, redondos y casi inhumanos ojos le contemplaban fijamente.

Quiso hablar, pero no pudo: por la debilidad en que se hallaba, o por el súbito terror que le invadió ante aquella criatura que no se decidía a catalogar de humana. Una mano ruda y callosa, pero de infinita ternura, se deslizó bajo su nuca y alzó su cabeza con suavidad. Raigo pensó en la delicadeza con que -según había observado durante su ocultamiento en la cabaña del Lago trataban a sus animales los más ásperos campesinos.

Aquel gesto fue seguido por débiles clamores que, pese a su rudeza, transmitían un afectuoso interés hacia su persona. Otras cuatro cabezas se apelotonaron entonces junto a la primera: y el brillo que chispeaba entre las pelambres -unas rubio leonado, otras rojo cereza- le informó de que, tal vez, le sonreían con agudos dientes de lobo. Pero si, al parecer, eran lobos, se mostraban bien dispuestos hacia él.