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Y les condujo a la ciudad, y ya en ella a la casa de Indra.

Gudú había sido herido ya dos veces antes y en grave estado permaneció impotente ante los asaltos de su odiado Rakjel. Ahora, conducido en parihuelas hacia Yahekia -donde aconsejaba a sus hombres atrincherarse en espera de la primavera-, pensaba por vez primera que tal vez su gran error fuese exponer tan estúpidamente su vida. «En verdad -reflexionaba, bamboleado río abajo en hombros de sus fieles- no era precisa aquella temeridad.» Pues su puesto estaba en el lugar de los que conducen un ejército O un pueblo, no en el de los que mueren por él. Así, con súbita revelación, intuyó la clave de las últimas y consecutivas derrotas, o de las duras victorias: el odio. Hasta enfrentarse con Rakjel, jamás combatió poseído de odio. Y he aquí que este sentimiento le inspiraba tanta desazón y terror, como a su madre el amor. «Extirparé el odio de mí -se dijo- y el Rey Gudú volverá a conocer la gloria.» Embarcáronle en una balsa, y mecido en las aguas del río, ya atardecido, entró en Yahekia.

Permaneció durante largas horas sumido en un profundo sopor. Al fin, despertó: algo fuera de lo normal ocurría en su tienda. Murmullos y voces la taladraban y llegaba a sus oídos un clamor conocido. A través de sus párpados semicerrados, desfiló entonces, entre brumosa niebla, una cadena de sucesos o sueños: un niño corría por pasillos mohosos y sucios, un joven hermano, de cabellos y ojos brillantes, alzaba su espada para defenderle, una joven mujer le decía que esperaba un hijo suyo, una corona, unos mercenarios, una Reina fuerte y sabia… El sudor bañaba sus mejillas y su frente, la fiebre le resecaba los labios. Alzóse entre las pieles que cubrían su lecho y gritó, llamando a la Guardia. El fiel Unglo se presentó ante él.

– ¿Quiénes gritan, quiénes piden hablar con el Rey?

Él no lo sabía, pero una oscura voz repetía aquellas palabras en su oído, y volvió a ver a la joven y primera Lontananza: aquella que había entregado a Predilecto. Sonreía y mostraba entre sus dedos una pequeña y horadada piedra azul. Pero la voz de Runglo alejó esta Visión:

– Señor, un joven guerrero dice traeros nuevas importantes: según asegura (y creo que es cierto) es el protegido de la que fue mujer del Capitán Yahek, y un extraño le acompaña.

– Hazles pasar -dijo el Rey, al oír el nombre de Yahek, aunque las fuerzas le abandonaban.

Dejó caer pesadamente la cabeza en el lecho, volvió el rostro hacia el cofre abierto y distinguió la corona. La llevaba ahora con él, como hacían todos los reyes en momentos cruciales. Salvo en muy precisas ceremonias, raramente Gudú la ceñía. Pero ahora, como símbolo de una misteriosa fuerza y seguridad, permanecía a su lado, junto a su lecho, guardada por fieles soldados, tan celosamente como podían guardar su propia persona. Entonces oyó una voz que decía:

– Señor, señor… os lo ruego; por la fidelidad y afecto a prueba de toda duda que os entregó mi amado Yahek, os ruego que nos oigáis, pues nos traen noticias muy graves.

Volvió la mirada a quien le hablaba y contempló un rostro arrugado y marchito de mujer, enmarcado por trenzas donde el rojo y el gris se mezclaban. Un viejo fantasma parecía querer reverdecer algún recuerdo.

– Hablad -murmuró. Después, como iluminado por la antigua sabiduría sureña que corría por sus venas, añadió-: Hablad sin miedo, Princesa Indra.

Estas palabras obraron un efecto sorprendente: el rostro de la vieja mujer resplandeció, como si la lejana juventud la iluminara de cabeza a pies. Con una profunda inclinación, dijo:

– Rey Gudú, señor de nuestro pueblo y nuestra vida, graves circunstancias han traído hasta aquí a vuestro hijo legítimo y, sin duda, heredero del Trono. Él os trae noticias y pruebas de la traición de la Reina Urdska, y si no fuera por su arrojo unido a la fidelidad de quienes oportunamente os presentaré, no hubiera llegado jamás hasta aquí. El Reino, vos, y tal vez vuestra madre hubierais perecido víctimas de la más alevosa maquinación.

– Abreviad -murmuró el Rey, bastante confuso; en parte por la debilidad y en parte porque apenas comprendía las palabras-. ¿De qué hijo habláis?… He tenido algunos, pero los he olvidado. Estoy herido y lleno de fiebre, ahorradme la molestia de pensar en necedades…

Entonces entró un joven de gallardo aspecto, rubios cabellos y ojos inolvidables en los que reconoció la imagen de su madre.

– Señor, soy el Príncipe Raigo, vuestro hijo. Y os ruego que escuchéis lo que debo deciros.

– Hablad -dijo el Rey, como empujado por una misteriosa fuerza y cansancio a un tiempo.

Oyó entonces las concisas explicaciones de Raigo. En verdad que aquel muchacho había heredado -o bien aprendido- la precisión y claridad del discurso de su abuela, tanto como heredó su florida fluidez, cuando el caso lo requería.

– Dejadnos solos -dijo Gudú al cabo de unos instantes. Inesperadamente, alguien se adelantó entonces, pese a los intentos de Indra por detenerle.

Tratábase de un joven y extraño guerrero, de rostro barbilampiño y facciones tan finas como agudas. Sus ojos relucían en su tez morena, enmarcada por negras trenzas esteparias.

– Señor -dijo hincando su rodilla al suelo-, yo soy quien condujo a vuestro hijo hasta aquí: y tened por seguro que, si no fuera por mí, tal vez jamás habríais llegado a verle. Y también deseo deciros algo: hace mucho tiempo deseo incorporarme a vuestras filas y todos me lo impiden.

– ¿Cómo es posible? -dijo el Rey-. Un joven guerrero como vos, fuerte y audaz, según veo, jamás es rechazado en el ejército de Gudú.

– Oh, Señor, no escuchéis tan insensatas palabras -dijo Indra, sobresaltada-. Tened en cuenta algo que calla: no es un soldado, sino una mujer. Y como mujer, no puede tener lugar en el Ejército.

Entonces, Raigo la miró, asombrado. Y el Rey no permaneció indiferente a tal revelación, sino que, por vez primera desde hacía muchísimo tiempo sonrió fugazmente, y contestó:

– Si así es, reflexionaré sobre su caso. Aguarda afuera, muchacha, y ten por seguro que se tendrán en cuenta tus razones. Salieron las dos mujeres, con evidente disgusto y zozobra de la más vieja. Una vez solos, el Rey contempló silenciosa y despaciosamente a Raigo.

Era la segunda vez que el Príncipe veía a su padre, y se sentía profundamente afectado ante el cambio operado en el Rey. Su rostro se había endurecido extraordinariamente. En su atezada piel destacaban dos largas cicatrices: una que iba desde su oreja hasta su cuello, y la otra desde la sien a la mejilla. Y en el negro cabello resaltaban los mechones blancos que poblaban sus sienes y barba.

– Raigo -dijo al fin, como si intentara recuperar este nombre a través de una brumosa memoria-. Raigo… ¿quién es vuestra madre?

– Mi madre fue la Reina Gudulina -respondió el Príncipe, tan conmovido ahora como atónito-. Y es mi abuela, la Reina Ardid, vuestra madre, quien me ha enviado a vos.

Extrajo de su pecho el cartucho y lo entregó al Rey, y éste lo leyó con esfuerzo, pues una sutil niebla debilitaba sus ojos. Pero ocurrió que la lectura pareció despertarle a la vida, y renació en él aquel vigor que, a decir verdad, nunca había decaído demasiado. Sentándose en el lecho, extendió el brazo hacia el Príncipe, obligándole a sentarse a su lado. Apoyó su mano en el hombro del muchacho y murmuró, como para sí:

– ¡Un hijo, como vos!… En verdad, Raigo, que no lo sospechaba. ¿Cómo es posible tener un hijo tan crecido? No creí que hubiera pasado tanto tiempo… -Y contempló sus brillantes ojos, el altivo porte y apostura de Raigo. Luego, añadió-: Ahora, Raigo, háblame con toda franqueza y cuéntame detalladamente qué ha sucedido en Olar desde que yo partí.

Raigo explicó a su padre cuanto sabía. Y añadió que, según temía, la vida de la propia Reina Ardid hallábase en peligro y en poder de la despiadada y traidora Reina Urdska. Al parecer, ésta había soliviantado también a ciertos estúpidos y mezquinos nobles.

– Señor -concluyó-, si habéis decidido aguardar a la primavera para atacar de nuevo a las Hordas, os ruego atendáis esta súplica: que hasta entonces, regresemos juntos a Olar a sorprender a vuestra enemiga y salvar tal vez lo que ahora parece insalvable.

– Bien hablas -dijo Gudú-. Por lo que veo eres tan inteligente como osado: lo que no me desagrada… Y háblame ahora con más detalle de los Hermanos Pastores y cómo se ha producido el combate.

Con detenimiento no exento de placer, Raigo se entretuvo en la descripción de la matanza -que Gudú llamaba combate-. No pasó desapercibido a su perspicacia el deleite con que le complacía su hijo. Cuando Raigo terminó su relato, el Rey esperó un instante.

– Traedme al jefe prisionero -dijo por todo comentario Gudú, reposando la cabeza. Y en su rostro brillaban como carbones encendidos sus ojos azules. Bruscamente, Raigo vio en ellos los ojos de Kiro, Arno… y Gudrilkja. Un cruel presentimiento le estremeció, mientras oía ordenar al Rey:

– Trae también a mi presencia al jefe Lar.

A poco, ambos penetraron en la tienda del Rey. Amén de moribundo y desfallecido por la herida y malos tratos, sólo de sentirse ante la presencia del Rey, el jefe Usklaidoj casi perdió el sentido. Y como no querían que muriese antes de obligarle a hacer su confesión, hubieron de sostenerle para que no diera con sus huesos en el suelo. Lar, por contra, se mostraba tan admirado y cándidamente respetuoso como un niño, a pesar de su feroz aspecto que, por otra parte, agradó profundamente a Gudú.

– Usklaidoj -dijo Gudú mirando glacialmente a su antiguo Cachorro-. Me has traicionado, y ya sabes lo que se acostumbra a hacer con los traidores.

Y ordenó fuese atado a las colas de cuatro caballos y descuartizado. Pero agonizó en el trayecto.

En cuanto a Lar, tras contemplarlo largamente, dijo:

– Eres Hermano de Raigo, según él me ha dicho, y por tanto Hijo mío. Como Hijos os tendré conmigo a ti y a tu pueblo. Desde este momento os uniré a mi ejército y os aseguro que os daré de por vida gloria y honor.

Ordenó entonces que le dejaran solo. Con fatiga, volvió a tenderse en el lecho, pero permaneció con los ojos abiertos. Brillaban como aquellas piedras del desfiladero, que gnomos, trasgos, duendes y criaturas de toda especie, sabían poseedoras de un fuego interno, difícil de extinguir.

A partir de aquel día, poco tiempo permaneció postrado el Rey. Su herida -mortal según Delko, el Físico que le cuidaba- fue sanada por los Hermanos Pastores. Así, tuvieron ocasión los soldados de contemplar, atónitos -ante la envidia de Delko- un extraño ritual de los bosques del Norte: primero bebieron un sorbo de sangre de cabra, y con el resto bañaron el rostro y torso del Rey, el suyo propio y el de Raigo, pronunciando unas misteriosas palabras. Al son de tambores untaron, enjugaron, apretaron y sangraron la herida de Gudú: y un líquido verdeamarillento salió de ella, como espíritu maligno. Luego enrojeció sus puñales al fuego, y los aplicaron a la herida, invocando al dios de la sangre y de la niebla. Confesaron preferir seguir adorando a este dios que al de los cristianos de Olar, cosa que no les fue discutida ni negada. Al alba, aplicaron barro y raíces, tres mariposas de oro reducidas a polvo, la piel machacada de dos lagartos y las cenizas de un cuerno. Y sobre este emplaste hicieron que orinase el jefe Caprino. Con amorosa delicadeza lo cubrieron de pieles rojizas, volvieron a resonar tambores y a beber sangre -así lo parecía-, pues el efecto de tal bebida pareció, a ojos de los presentes, como el que procura un buen vino añejo.