Выбрать главу

– Si lo dices porque esperas que lo que pide el Rey suceda algún día contigo, sabes bien, Krhin, que tal cosa no sucederá jamás. Te quiero como hermano y de ese modo te querré siempre.

– No, no, Gudrilkja… no -decía Krhin. Y la profunda razón de sus palabras tenía otra explicación. Siendo niño, en cierta ocasión oyó hablar a su madre y la madre de Gudrilkja, de forma que entendió quién era el padre de la niña. Pero tan aterrado y dolorido estaba ahora -en verdad amaba a la muchacha-, que no se atrevió a descubrir su secreto.

Corrió a su casa, y halló a Indra en compañía de Lontananza. Con voz temblorosa comunicó a ambas las órdenes del Rey y la extraña actitud de Gudrilkja. Tras la discusión mantenida con su medio-hermano, había montado en su corcel y se había perdido hacia quién sabe dónde, ni tenía noticia de cuál sería al fin su decisión.

Lontananza palideció.

– Ah, Indra -sollozó-, no tengo valor para confesar al Rey la verdad… pues bien claro me advirtió en su día que si el hijo que esperaba se trataba de una niña y no de un varón, no quería saber nada ni de la niña ni de mí, bajo pena de muerte para ambas. Y en lo que a mí respecta, ya nada me importa, pero sí en lo que atañe a ella.

Ninguno de los tres conocían los lugares hacia donde solía escapar la belicosa y extraña muchacha cuando, huraña y misteriosamente, desaparecía con sus pensamientos.

Raigo también se sentía confuso ante la propuesta del Rey a la muchacha. Desazonado por los sentimientos que experimentaba hacia su padre y hacia Gudrilkja, su corazón temblaba. Todo cuanto acababa de oír y ver en la tienda del Rey despertaba una mezcla de atracción y enemistad hacia la muchacha; y admiración y terror, junto a un vago rencor hacia su padre: no sabía ya si por haberle ignorado durante tantos años o porque -lentamente esta idea iba abriéndose paso en su mente- no había pronunciado todavía ni una sola palabra en firme que le reconociera como hijo legítimo y heredero del Trono. Pues si había dotado generosamente a Indra, e incluso a los Hermanos Pastores, a él limitábase a mantenerlo a su lado sin despedirle de su tienda, como solía hacer con los demás. Le hablaba como a un soldado -y tal vez como a un hijo, aunque esto último parecía improbable a quienes le conocían-, pero no se había pronunciado sobre aquella decisión que Raigo esperaba tan ardientemente.

Pidió a su padre permiso para retirarse, y una vez el Rey se lo concedió, partió en persecución de Gudrilkja y llegó a tiempo de verla montar y huir en su caballo. Y como supuso adónde iría -y acertaba, pues allí la había encontrado-, fue en su seguimiento.

Era un día muy frío, el viento levantaba la nieve de los senderos y lágrimas de chispeante hielo caían entre las heladas ramas del bosque. Al fin, la halló junto al manantial de su primer encuentro, y tan embebida en sus pensamientos como la vez en que la tomó por Kiro o Arno. Oculto tras un tronco, la contempló, y le costaba creer que no fuese hija del Rey, tan parecida era a Gudú. Poco a poco creció en él un doble sentimiento, que por un lado le impulsaba a caer sobre ella y matarla, y por otro iba dominándole una inquietante atracción. Entonces, como un pálido fantasma, llegó a su recuerdo el rostro de Raiga y luego el de Contrahecho: y la ira, y los celos, y una infinita tristeza le invadieron. Llevado por un impulso incontenible, surgió de los árboles y, desenvainando la espada, avanzó hacia Gudrilkja y la sorprendió de nuevo. Pero esta vez, la muchacha saltó hacia él como un lobo y se aprestó a defenderse con su cuchillo; y en sus ojos había una expresión que nunca había visto.

Entablóse entonces entre ellos una encarnizada lucha, y jamás Raigo agredió a nadie con furor semejante, y lo mismo podía decirse de Gudrilkja, que sólo lo había hecho alguna vez por imitar a los soldados y cuando por broma alguno se había prestado a ello. En verdad era menos hábil y ducha que él, y así, resbaló en la nieve varias veces y aun varias veces estuvo a punto de recibir de lleno la estocada de Raigo. Pero tan ciega era la ira del joven como la furia de vivir de ella, de suerte que así equiparábanse en aquella absurda y cruel pelea. El entrechoque de sus armas parecía cortar el silencio del bosque y el pálido sol invernal encendía chispas de odio entre el ramaje. Rechinaban los dientes de Gudrilkja y jadeaba Raigo, más de pasión que de fatiga. Al fin, dominó a la muchacha de un certero golpe y se lanzó a desarmarla. La derribó en el suelo y apoyó su espada en la garganta de Gudrilkja, tal como ocurriera en su primer encuentro.

Imprevistamente un intenso frío sobrecogió a ambos, y todo el invierno pareció desplomarse dentro de sus corazones. Los encontrados sentimientos y, aún más, las turbadoras ideas que les dominaban, les paralizaron. El rostro de uno sobre el del otro, mirábanse de tal manera, que sus ojos llameaban en una oscuridad y vacío infinito, en un inmenso y glacial silencio.

– Gudrilkja -murmuró Raigo débilmente-, nunca vayas a la tienda del Rey.

– No iré -respondió ella, casi en un susurro. Y tan suaves eran ahora sus voces que más adivinaban las palabras que las oían. Y más y más el frío se apoderaba de ellos. Y Raigo notó cómo se helaba la mano que empuñaba la espada, los dedos no la sentían. Y ella tampoco sentía el filo del arma en su garganta, ni las rodillas que cruelmente la oprimían contra el suelo. Entonces, Raigo apartó la espada y dejó caer el brazo, y ella se liberó suavemente de la presión. Nuevamente en pie, enfrentados, se contemplaron en silencio. El viento empujaba un remolino de nieve y levantaba sus cabellos; y entre el viento y la nieve y los mil chispazos de luz que estallaban entre las lágrimas de los árboles, intentaban decirse algo uno al otro y no se oían. Al fin, el viento cesó, tornó el silencio sigiloso de la arboleda, y Raigo dijo:

– Regresa con las mujeres. Nunca vuelvas al Rey, ni jamás imites a los soldados, Gudrilkja… -y lo dijo con acento tan triste que Gudrilkja creyó oír el gemido entero del bosque, unidos todos los ecos en una misteriosa y profunda llamada: tal y como ella misma la sentía.

Bruscamente se dieron la espalda, montó cada uno en su caballo, y se alejaron. Y mientras Raigo volvía al campamento, ella regresaba a la ciudad, donde Lontananza, Indra y Krhin la esperaban llenos de zozobra.

Al ver a Gudrilkja de nuevo, las mujeres intentaron abrazarla: entre llantos y confusas palabras, algo querían decirle que en verdad no osaban. En silencio, Krhin la miraba con tan dolorido reproche, que la muchacha no pudo resistir más. Arrojó la espada al suelo, y gritó:

– ¡No iré a la tienda del Rey, ni jamás seré soldado! Pero sabed una cosa -y los miró a los tres tan desgarradamente que causaba espanto y dolor-: ¡Nadie volverá a saber de mí, nunca, nunca!

Y sin atender los ruegos de ellas ni corresponder a la mirada suplicante de Krhin, salió de aquella casa. Y no volvieron a verla jamás.

De nuevo a lomos de su caballo, las trenzas al viento, tal que la imagen de la desesperación, cruzó la ciudad como un grito salvaje y desapareció hacia los bosques; perseguida por un viento, un eco lejano y sordo lamento, que repetía en sus oídos: «El Rey soy yo». Y en verdad que era el Rey, allí donde la soledad y el gran frío imperaban, allí donde los bosques se perdían hacia el Norte, hasta una zona donde nadie, que se supiera, había llegado a pisar. Como verdadero Rey del Invierno, solitario, blanco y helado, se perdió entre los altos árboles -aquellos de los que, según decían las gentes, nadie había logrado ver la cima de sus copas-, como Rey de la soledad y de la incertidumbre. Y también como muchacha perdida en la grande y triste noche del mundo. Ni siquiera recuperó su espada, y no abandonó -ni jamás abandonaría- su disfraz de niño olvidado, aunque poco la conocía Raigo ni cualquiera que la creyera capaz de anularse a sí misma. Cuando el Príncipe, el Rey Gudú y sus hombres emprendieron el regreso a Olar, rezagada y envuelta en sus pieles esteparias, de lejos, al igual que los propios Hermanos Pastores, Gudrilkja perseguía como una sombra, o un lobo, a aquellos dos que odiaba y amaba. A aquellos dos que, sobre todo, envidiaba con toda su alma.

2

En las fronteras de la estepa y en Ciudad Yahekia, permanecieron hasta el otoño en lucha contra Rakjel. Se aguardaba la llegada del invierno, y firmemente creían todos -y esto les animaba en aquella espera- que antes de que llegara lograrían una victoria más duradera.

Pero no fue así, y por vez primera, el Rey dejó al ejército sin su presencia. Como le suplicara Raigo y su buen sentido le indicaba, regresaba a Olar. Antes reunió a los Hermanos Pastores y ordenó a sus capitanes que fueran adiestrándolos -aunque no tan extensamente como deseara- en su particular forma de lucha y táctica guerrera. Y llegó a descubrir en ellos dotes y valor tan grandes, que todos comprendieron que aquellas criaturas serían excelentes defensores de su causa. Tomó consigo unos cien hombres, amén de los doscientos Hermanos, y con tal contingente, inició en unión de Raigo el regreso a Olar.

El camino fue duro para Gudú y sus soldados: pero a buena distancia les precedían los Hermanos Pastores, cabalgando a lomos de sus pavorosas cabras. Sobre las vertientes asomaban a trechos altos picos rocosos; y en ocasiones creían distinguir el brillo rojizo, fugaz, de pieles y cabelleras, y le parecía oír gritos que podían confundirse con el ulular del viento o el aullido de los lobos.

Aunque cargado de dificultades, el viaje fue más rápido que el que hiciera Raigo para alcanzar Yahekia. Cuanto más se aproximaban a Olar mejoraba el tiempo y no tuvieron ventisca de consideración ni grandes nevadas.

Al fin, una madrugada recuperaron la presencia de los Hermanos Pastores: les vieron descender cautelosamente desde la alta arboleda. Habían avistado las almenas de la Corte Negra, y así lo comunicaron al Rey. Antes de aproximarse al Castillo, Gudú y sus hombres se detuvieron, vigilantes. Un extraño silencio reinaba allí. Ya no se oían los gritos de los muchachos entrenando, ni las lejanas, aunque siempre audibles, voces de las mujeres desde el pabellón destinado a ellas. Tampoco distinguieron resplandor alguno, ni humo que indicara alguna forma de vida. Al cabo, Gudú decidió enviar un grupo de inspección que pudiera enterarles de cuanto allí ocurría.

Raigo pidió formar parte de esta misión, y, antes de responder a su demanda, Gudú le observó en silencio. El Príncipe, al menos a su juicio, ofrecía un raro aspecto. Sobre las negras pieles brillaban coloridas sartas de collares y un arete de oro pendía de su oreja. Gudú no acertaba a decirse si le producía repugnancia o una risa sin límites. Pero también descubrió en los ojos de su hijo un conocido resplandor: el resplandor de su propia ira y el de la astucia de Ardid. De modo que, alejando las primeras impresiones juzgó que -al menos en el presente- no era aconsejable desperdiciar tales cualidades. Así pues, le dijo: