– Bueno -dijo el Hechicero-, pero con ello no queda rebatida la estupidez de semejante idea, ni la desgracia que puede acarrear tal proposición…
– Dejadme pensar-les interrumpió Ardid.
Y retirándose a su rinconcito predilecto, estuvo arañando el suelo con una ramita. Hasta que al fin exclamó:
– No sé cómo os las ingeniaréis, pero como sois aún más duchos que yo en sutilezas y artimañas, debéis conseguir que ese matrimonio se lleve a efecto. Y si no lo hacéis, en cuanto raye el alba me marcharé de aquí y no me veréis más: no estoy dispuesta a pasar mi vida en este agujero, oyendo los delirios de dos viejos necios.
La dureza de aquellas palabras dejó mudos de espanto y de pena a los dos ancianos -bien que el Trasgo no era aún anciano, sino muy lozano representante de su especie.
– No serás capaz de apuñalar tan cruelmente nuestros sentimientos -dijo el Hechicero, con lágrimas en los ojos.
Por su parte, el Trasgo quedó pensativo, y sus ojillos de endrina parecían querer ocultarse en la maraña de sus cejas escarlata.
– Niña, niña -dijo al fin-, no debías sembrar sentimientos tan dolorosos en quienes te rodean. No dice bien de tu educación -y miró con reproche al Hechicero.
– Si no te dieras al vino como majadero que eres -se exaltó el anciano-, no proferirías tan ridícula sugerencia, ni te hallarías ahora envuelto en ese funesto -para ti- cariño hacia esta tierna desagradecida.
– Pues bien -dijo Ardid, mirándoles con sus brillantes ojos negros, que rebosaban fiereza y una pizquita de burla-, sea como sea, así lo haré. Con que si es verdad que tanto me queréis, empezad a urdir un plan que no resulte demasiado idiota. Voy a dormir y cuando despierte quiero saber qué habéis decidido.
Entre algunas discusiones más, los dos viejos acabaron, al fin, dispuestos a elaborar el malhadado plan.
Aún no había asomado el sol cuando, entre tiras y aflojas de mayor o menor agudeza, aunando sus fuerzas y entendimiento, el Hechicero y el Trasgo llegaron a proponer la siguiente aventura:
– Querida niña -dijo el Hechicero, despertándola-, creo que al fin hemos dado con algo útil. Siéntate, échate agua a la cara y escucha con gran atención lo que te vamos a decir.
Con gran diligencia hizo Ardid ambas cosas. Y sentándose en el suelo, con las piernas cruzadas como tenía por costumbre para la lección, abrió mucho los ojos y oídos.
– Aunque el Trasgo no ama las tierras del Norte, en especial porque se acercan al Lago de Olar y quedan muy próximas a la Dama del Lago (de la que justamente teme algún castigo o desplante), tanto es el cariño que has despertado en él, que se halla dispuesto a horadar los caminos ocultos y llegar hasta el Reino de Volodioso. Una vez allí, sembrará en las gentes la creencia de que en las cercanías existe una prodigiosa criatura, Princesa de Allende el Mar, recién arribada a estas costas por culpa de la saña de los sarracenos, o similares, arrasadores del Reino de su padre. Y que ella, acompañada sólo de un anciano y fiel servidor, ha asombrado a todos aquellos por cuyas tierras pasa con la gran sabiduría que atesora. Y que esa sabiduría convierte en ricos y poderosos a quienes de ella se benefician. Pero dicha Princesa sólo guarda el tesoro de su total sapiencia para aquel que acepte o elija como su esposo, con cuyo matrimonio le será transferida. En especial, se hará conocer el gran talento que posee en matemáticas, astrología y botánica, amén de los mil conocimientos aliviadores del dolor físico y la facultad de dispersar la peste. Como todos conocemos la gran ignorancia que aflige a Volodioso, y cuánto él se lamenta, preocupado sólo en su sanguinario engrandecimiento, de no haber llegado a conocer ciencia alguna, bien cierto es que no tardará mucho en buscar a quien puede decirle cuánta es la capacidad de talento y los conocimientos de tal Princesa. Ésta, que eres tú, tapada con un velo, no dejará ver su rostro antes de que se haya celebrado el matrimonio: sólo así, se dirá, podrá su esposo alcanzar iguales talentos y sabiduría. Una vez el matrimonio se verifique, tu astucia sabrá hacer el resto. Pues eres tú quien así lo quiere, y tú sabrás cómo piensas utilizar ese matrimonio para tu venganza.
– Descuidad -dijo Ardid-, esta parte del plan me pertenece a mí. Vosotros cumplid vuestra tarea. Y ahora apresuraos a recoger nuestras cosas, porque nos marchamos de aquí.
– ¿Ahora? -gritó el Hechicero-. ¡No es posible! Nadie debe veros antes de ese malhadado matrimonio (si es que se verifica). -No iremos a Olar, por supuesto -dijo Ardid-, pero nos acercaremos allí. Y permaneceré escondida, hasta que el Trasgo juzgue que ha llegado el momento oportuno de presentarme al Rey.
Como no era posible contradecir a Ardid, obedecieron. Y cuando los tres abandonaron el ruinoso Torreón de Ansélico y emprendieron el camino hacia las tierras del Norte, el invierno ya tocaba a su fin y la hierba aparecía tímidamente entre la escarcha. Ardid cogió las primeras campanillas azules, y subiendo a la gruta, cubrió la parca tumba de su padre y su hermano. Luego, bajó al valle, y junto a su Maestro, siguieron la ruta que les marcaba el Trasgo bajo tierra, a golpes de martillo. Resonaban como lejanos tambores o como cascos sofocados de corceles. Así, emprendieron el camino que había de llevarles al Reino de Olar y a su cruel Rey.
Ya estaba avanzada la primavera cuando, por fin, atravesaron las Lisias. Por la colina Norte vieron algunos caballos, que los campesinos dejaban sueltos para que pacieran a su placer. De entre todos ellos, uno, negro y hermoso, llamó la atención de Ardid.
– Trasgo -llamó, acercando su boca al suelo, bajo el que sentía el martillo de diamante-, haz que ese joven caballo sea tan blanco como la nieve y que sus ojos tengan el azul del cielo. Así tendré un aspecto más imponente el día en que, montada en él, pueda acercarme al Rey. Convenientemente tapada, pasearé a sus lomos entre las gentes, mientras mi querido Hechicero lo lleva de la brida. Porque no se concibe dama de alcurnia a pie y medio descalza, como voy yo.
Y volviéndose al Hechicero, añadió:
– Búscame ropas adecuadas y un velo, porque tal como voy, sólo con un mendigo podría comparárseme.
El anciano movió la cabeza con tristeza:
– Es cierto -dijo-, y no sabes cuánto me duele ver que una criatura tan hermosa debe ir tan mal aderezada, cuando sé que cualquier necia y estúpida cortesana, que desnuda sólo sería un pellejo repleto de vanidad, parece una princesa, vestida lujosamente.
El Trasgo asomó la cabeza por entre una mata de tomillo, y poniendo la mano sobre los ojos -pues el sol daba de frente- divisó el caballo.
– No será difícil -dijo-. Mi poder no está tan menguado, espero, como para no conseguir una cosa semejante. Porque has de saber, querida niña, que no es con estúpidas hierbas propias de aficionados hechiceros como yo pinto las cosas -y miró burlonamente al anciano-. Lo que puedo conseguir es conducir la luz de tal manera, que todo ojo humano que se pose en el caballo lo vea tal y como tú deseas.
– ¿La luz? -se inquietó la niña-. ¡No es la luz quien levanta los colores!
– Muchas cosas ignoráis tú y tu Maestro, todavía -dijo el Trasgo. Y ante el asombro del Hechicero y Ardid, condujo la luz. Y el caballo negro se tornó blanco como la nieve, y sus ojos, azules.
– Es muy hermoso -dijo el Hechicero-. Pero ¿cómo lo atraeremos?
– Eso es cosa tuya -contestó el Trasgo-. Respecto a palabrería convincente, conoces la suficiente. Tanta como para no molestarme más en semejantes minucias.
Y desapareció de nuevo bajo tierra.
El anciano abrió su cofre, extrajo el Rollo de la Verdad y la Mentira y, a poco, recitó una larga oración dirigida al caballo. Éste, al oírla, levantó la cabeza, olfateó el aire y, mansamente, se acercó a ellos. Se paró junto a la niña y pasó su belfo, rosado y tibio, sobre los rubios y enmarañados cabellos de la pequeña Ardid.
Dando un grito de salvaje alegría, la niña se asió con las dos manos a su larga crin. Pidió al Hechicero que la encaramase a su lomo, y una vez estuvo sobre él, cabalgó por la colina, las deshechas trenzas al viento, como de fuego bajo el sol del mediodía.
«Verdaderamente, es una Reina», se dijeron los dos viejos. Todo era poco -pensaron- para conseguir que, algún día, se cumplieran todas sus esperanzas.
Había allí cerca una cabaña ruinosa que, en tiempos, servía a los pescadores del Lago para guardar las redes. Hacía ya tiempo que no pescaban en él, pues había cundido la noticia de que los malos espíritus lo inundaban. Muchos jóvenes desaparecían con sólo asomarse a sus aguas, y esto hizo pensar a las gentes que aquellos parajes estaban repletos de maligno poder. Pero la cabaña abandonada sirvió al Hechicero y Ardid para cobijarse y aposentarse. Una vez se hubieron medianamente instalado, llamaron al Trasgo, dispuestos a tomar las próximas decisiones.
Al día siguiente, y aun a sabiendas de que esta operación le mermaba días de vida, el Hechicero fabricó la nube voladora. A lomos de ella, merodeó sobre la ciudad y los contornos. Vio unas lavanderas que, cerca del Castillo de una noble dama, lavaban la ropa y la tendían al sol. Por el tamaño de algunas prendas, el anciano calculó que la dama debía tener una hija de la edad de Ardid. Y así pensando, descendió con suavidad, llenó de niebla el arroyo, y en tanto las lavanderas se llevaban las manos a la cara y maldecían tan extraño contratiempo, hurtó algunos vestidos y un par de zapatitos y regresó a la cabaña.
Ardid los combinó como mejor pudo y se vistió con ellos. Con los rubios cabellos bien trenzados y aquella ropa, parecía una joven princesa. Al menos, así lo juzgaron los dos viejos que, a la luz del fuego, la contemplaron extasiados.
– Trasgo -dijo la niña-, conduce la luz de forma que esta ropa cambie de color para que nadie pueda reconocerla. Lástima -añadió- que no pueda apenas soportar estos horribles zapatos.
Y así diciendo, se descalzó y lanzó al aire los zapatitos dorados. Acostumbrada a vagar de aquella guisa por los campos, se le hacía intolerable encerrar sus pies en cosa alguna.
– Guárdalos -dijo el Hechicero-, porque el día en que te presentes al Rey de Olar, no puedes ir descalza como una campesina. Así lo comprendió Ardid, y mientras el Trasgo conducía la luz y todas sus ropas se tiñeron de un tono parecido al del otoño en los viñedos -color que él prefería-, la niña guardó los zapatos en el cofre de su Maestro.