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Ardid aparecía cubierta con su velo. Y era tal el resplandor de sus vestiduras y tules, que todas las damas sintieron una punzada de envidia en sus corazones: y hallaron que sus ropas eran burdas y mal confeccionadas. En lo que no les faltaba razón, pues la Corte de Volodioso sólo muy recientemente tuvo la posibilidad de conocer y adquirir las mercaderías de la Reina Leonia.

Volodioso quedó muy impresionado ante aquel espectáculo. No en vano el Trasgo, que permanecía oculto y al acecho, había conducido la luz de tal manera que casi cegaba mirar hacia la pequeña Ardid y su rica montura. Así impresionado, dijo el Rey:

– Princesa, quisiera que respondierais a una pregunta mía.

– Así lo haré, Señor -dijo Ardid. Y su voz sonó tan fresca y jugosa que embriagó los oídos de Volodioso como un dulce vino: pues sólo en la lejana Lauria había hallado semejante tersura y ausencia de chillidos, cosa que mucho le desagradaba. Pero precisamente las damas de Olar, deficientemente informadas aún del verdadero refinamiento y sus cánones, creían que debían forzar y aguzar sus voces, con el deplorable resultado que conocemos.

Volodioso consultó con Tuso, y éste le aconsejó preguntase a la Doncella cuántas horas había luchado y cuántas había descansado. Tuso conocía muy bien aquellas respuestas: éstas y otras cosas estaban apuntadas en sus secretos libros de zorro cortesano.

Así lo hizo el Rey, y Ardid repuso:

– Lo haré con gusto. Pero como mi ciencia no es cosa de brujería ni adivinación, sino de profundo estudio y lógica, debéis decirme antes cuántos inviernos y primaveras, cuántos veranos y otoños pasasteis en luchas o en paz. Así el cálculo será perfecto y sin artificios.

– Bien -dijo el Rey-, os complaceré.

Y sirviéndose de los dedos, acumulando victorias, escaramuzas, amoríos, heridas, fríos y calores, expuso por separado lo que consideraba -y tal vez así era- la exacta cantidad de estaciones pasadas en guerra o en paz.

Tras meditar breves instantes, la jovencita, oculta tras el resplandeciente velo, emitió con su clara y fresca voz los días justos -que a lo largo de su vida con el Rey, tan minuciosa y trabajosamente, había apuntado Tuso-. El Consejero quedó entusiasmado ante la posibilidad de habérselas con semejante aliada, por lo que se apresuró a decir al Rey:

– ¡Es tal y como ha dicho, Señor! Tengo para mí que deberíais guardarla con vos… aun a costa de ese matrimonio. Porque si el matrimonio resulta bien, buen negocio habréis hecho. Y si resulta mal, eliminar una esposa no es difícil. Según deduzco de las palabras del viejo, nada podrá en contra la tal Feliciante: he estudiado estas cosas y sé que, una vez cumplida la profecía, toda venganza queda neutralizada.

El Rey quedó perplejo. No le seducía otro matrimonio, pues si bien el anterior fue eliminado sin dificultad, no le parecía que aquella jovencita fuera tan fácil de manejar como un rorro de seis meses. No obstante, su curiosidad era tan grande que manifestó:

– Yo no veo el rostro de la Princesa, anciano. Decidme, al menos, una cosa: ¿es fea?, ¿o, por lo menos, es soportable?

– Oh, no es fea en modo alguno -dijo el Hechicero-. Antes bien: bella como la luz del día. Sus ojos acumulan el brillo de toda la inteligencia de la tierra, y su sonrisa rebosa el candor de la infancia. Es joven como el rocío, y fresca y tierna como las rosas -con lo que, en puridad, no decía una sola mentira.

Todo ello agradó al Rey, pero aún insistió:

– ¿Rubia o morena?

– Rubia, Señor, pero con ojos negros.

– ¡Me gustan las rubias! -dijo lleno de gozo Volodioso-. Bien, en este caso, no veo inconveniente en casarme con ella. Y como soy un gran Señor, muy poderoso, no dudo en que, por fin, habéis topado con el Predestinado. ¡Pero si me engañáis, os juro que os descuartizaré vivos, para escarmiento de todos, haga lo que haga después esa Señora Feliciante, o como se llame!

– No os engañamos en absoluto, mi Rey -dijo el Hechicero. Pero el temblor que oscurecía sus desfallecidas palabras quedó materialmente aplastado por las exclamaciones de la Corte, que con violento y súbito júbilo celebraba la gran decisión de su poderoso Señor.

– Entonces, llamad al Abad Abundio -dijo Volodioso-, y celébrese aquí mismo el matrimonio.

Partió a caballo un mensajero hacia el cercano Monasterio, y, a poco, regresó con el Abad, quien, a decir verdad, temblaba como hoja en el árbol.

– Andad y casadnos pronto -dijo Volodioso.

Entretanto, un tropel de sirvientes había instalado en el Patio de Armas grandes mesas, ya que la premura no permitía ofrecer un verdadero banquete. Dispusieron en ellas, sobre blancos manteles de lino, vinos y variados manjares. Estaban todos muy alborozados, y, siguiendo la real indicación, todos comenzaron a brindar y beber. El Rey estaba ya ligeramente borracho, aunque se mantenía en pie con firmeza, cuando el Abad se hallaba dispuesto para la ceremonia.

– ¡Apearos de una vez, diablo! No me gusta mirar a mi novia de abajo arriba-dijo Volodioso.

– No es posible, Señor, hasta que no se haya realizado el matrimonio -respondió ella, con firmeza.

– ¡Maldita Feliciante! -Volodioso arrojó su copa, y, colocándose la corona que, rodilla en tierra, un paje le ofrecía, añadió-: ¡Cómo le gustaba a esa Señora complicar la vida!

Aun así, se prestó al último requisito, y el Abad les casó: él a pie, y ella a caballo.

Apenas terminó la ceremonia -tal y como se ordenó, precipitadamente, a sudorosos emisarios-, todas las campanas de la ciudad voltearon. Y entre el alborozo general, el Rey alzó los brazos, tomó por la cintura a Ardid y la bajó, por fin, del caballo.

Entonces, al verla en el suelo y comprobar que apenas alcanzaba más allá de sus rodillas, una gran ira le llenó, y, desenvainando la espada, gritó, rojo de furor:

– ¡Bellaco, embustero viejo! ¡Sinvergüenza, maldito, que me has casado con una enana!

Pero apenas había dicho tal, Ardid alzó el velo que ocultaba su rostro, y ante el Rey apareció una carita redonda, tostada por el soclass="underline" y un par de ojos oscuros e iracundos le miraron con idéntica cólera a la suya, mientras decía altivamente:

– ¡Insolente marido, el mío! ¡Soy yo la engañada, que creí erais un gran Señor y sólo veo ante mí un soldadote sin refinamientos ni modales! ¿Quién dice que soy enana? ¡Soy alta y robusta, para mis siete años! Y tened por seguro que a los quince ninguna de estas raquíticas y pálidas damas (por cierto, muy mal vestidas) -y aquí la naricilla de Ardid se frunció con desdén podrá compararse con mi belleza, donaire y real porte.

jamás, en toda su vida de Rey, ni hombre ni mujer alguna había osado dirigir tales frases a Volodioso. Quedó, pues, tan asombrado que enmudeció de estupor y su brazo cayó, sin fuerza.

Durante los breves minutos que este silencio y estupor le embargaron, pudo muy bien apreciarse el crecer de la hierba y el trepar de las lagartijas por las piedras de la Muralla, e incluso el vuelo de las moscas en el, a pesar de todo, aire puro de la mañana. Y estaban todos tan sobrecogidos, que apenas acertaban a respirar. En cuanto al Hechicero, llegado al verdadero y máximo límite de sus fuerzas, no podía ya moverse ni hablar. Y lo que todos tomaron por dignidad y sereno valor sin precedentes, no era otra cosa que pánico petrificarte.

Ése era el turno del Trasgo, el momento en que debía poner en práctica su participación en la escena. Desde su escondite, destapó una calabaza que, durante las últimas libaciones, había almacenado su propia risa, y la envío, con la luz, hacia Volodioso. Envuelta en dulces vapores de mosto, la risa penetró al Rey por ojos, oídos y labios, e invadió su pecho y todo su ser. Hasta que, levantando la cabeza, prorrumpió en carcajadas tan alegres como jamás salieron de su garganta. Naturalmente, todos le corearon. Al fin, secó con el dorso de la mano las lágrimas que aquella expresión de alegría le arrancara, tomó la niña en brazos, la besó en ambas mejillas, y dejándola de nuevo en el suelo, agarró sus trenzas -que resplandecían como el sol poniente- y tiró de ellas con alegre e infantil jugueteo. Luego, dijo:

– Ah, ¡qué noble y preciosa Reina tenemos en Olar! ¡Qué graciosa y maravillosa Reina! Os juro que es la primera vez que un niño no me parece un conejo o una gallina.

En éstas, Tuso había reaccionado rápidamente. Y mientras en su fuero interno se complacía mucho por tener una criatura tan tierna en sus manos, a quien imaginaba podría moldear a su antojo, apresuróse a deslizar estas palabras en los oídos del Rey:

– Señor, ¡qué gran fortuna! Pensad en las ventajas que reporta una esposa semejante: por largos años aún, jamás os dará muestras de celos ni cosa parecida. Y podréis guardar vuestras amantes en el Castillo, como ahora, sin oír las odiosas quejas de una mujer legítima. Siendo sólo una niña, podréis gobernarla a vuestro antojo y prescindir de enojosas obligaciones maritales que no siempre os apetecerán (tenedlo por seguro). Y podréis educarla según vuestra conveniencia, de tal modo que cuando tenga edad suficiente para consumar el matrimonio, a buen seguro no encontraríais esposa más dócil y sumisa. Amén de que, llegada tal hora, a juzgar por sus facciones, será una hermosísima mujer.

– Eso pienso -dijo el Rey. Y añadió-: Mi querida Señora, ¿podéis revelar el nombre de la más joven Reina?

– En efecto: soy la Reina Ardid.

Y sus palabras fueron acogidas con gran contento, en tanto resucitaban lentamente de su congelada estolidez el Abad -que temía ser decapitado por haber bendecido tal unión- y el Hechicero -por razones similares.

El Rey ordenó fuera colocada una corona de flores -en espera de que fabricaran otra de oro- sobre las rubias trenzas de la joven Reina. Y acto seguido, dedicáronse muy placenteramente a comer y beber. La madrugada les sorprendió ya muy avanzada entre risas, vino y chanzas no siempre del mejor gusto. Mientras, la más joven Reina dormía dulcemente, con la corona en las rodillas, pero con las manos tan asidas a ella, que una mirada más lúcida que aquellas que la rodeaban hubiera podido imaginar cuán difícil iba a ser arrebatársela.

Al día siguiente, el Rey ordenó que instalaran lo más confortablemente posible a la Reina en el Ala Sur del Castillo, junto a su fiel Maestro. Y advirtió a su Consejero:

– Tuso, siempre que te sea preciso, guíate por los grandes conocimientos de nuestra sabia Reina. Por lo demás, guardadla bien, hasta que tenga edad de darme un hijo. Y cuando este día llegue, avisadme, pues tal vez para entonces, entre una cosa y otra, la haya olvidado.