– Así se hará, tenedlo por seguro -dijo Tuso-. La Reina será atendida como si de mi hija se tratara: la vaciaré de su ciencia como a un cántaro boca abajo, para servir a vos y al Reino.
– Ahora -dijo el Rey, con sonrisa indulgente-, preguntad a la pequeña Reina qué regalo desea recibir del Rey, en ocasión de unos acontecimientos tan singulares.
Y ante el desconcierto de todos los cortesanos -y del propio Rey-, la pequeña Ardid pidió unas espuelas de oro.
– Que forjen las mejores y más bellas espuelas del oro más puro -dijo el Rey, íntimamente satisfecho con aquellas preferencias-. Y entregádselas con mis más afectuosos saludos.
Así se hizo; y de este modo, la pequeña Ardid se convirtió, a los siete años de edad, en la Reina de Olar.
V. LA MÁS JOVEN REINA
A decir verdad, como Reina, Ardid sólo disfrutaba el nombre. No estaba aún preparada para todo aquello que su pequeño y ambicioso corazón anhelaba, tanto en cuestiones de venganza como de poder. «Destruiré a Volodioso; y mi hijo será el Rey más grande de cuantos el mundo ha conocido -soñaba-. Mi familia quedará vengada: mi sangre llevará la corona del que arrebató la vida a mi padre y mis hermanos y, a mí, todo lo que poseía en la tierra.» Pero no sabía, pese a su precocidad y sabiduría, que la tierra y el mundo eran más vastos, antiguos, dulces y perversos de lo que ella podía imaginar.
La instalaron en el Ala Sur, tal como ordenó Volodioso, en una de las más espaciosas estancias del Torreón que daba sobre el Lago de las Desapariciones. Junto a sus habitaciones había otra pequeña estancia, donde se aposentó el Hechicero. Y éste, a su vez, pudo disponer de un pequeño recinto donde instalar el laboratorio de sus profundos estudios y averiguaciones. Tuso, con gran amabilidad y amables maneras, se avino ladinamente a todos sus deseos, pues contaba de ese modo ganarse la voluntad de la pequeña, para luego manejarla a su antojo. Si, como había dicho el Rey, la niña daría en su día un hijo legítimo al Trono de Olar, tiempo había para meditar sobre el heredero en quien más le convenía apoyarse.
Poco antes de aparecer Ardid en escena, había llegado a Olar la noticia del nacimiento del séptimo hijo del Rey, habido esta vez de la famosa Lauria. En aquellos momentos, el niño se criaba aún en Lorenta, y mucho le hacía cavilar a Tuso la conveniencia de dejarle vivir o no, cuando se produjeron los últimos acontecimientos. De esta forma -reflexionó- disponía de varias cartas a manejar, pues una sola no era aconsejable llegado el caso de que fallara. Y aunque secretísimas y oscuras razones le instaban a postular la candidatura de Anclo, no desechaba nuevas posibilidades.
Instaló como mejor pudo a la pequeña Reina, y ordenó que fuese atendida según merecía, so pena de graves castigos en caso de que le llegara alguna queja de la niña. Todas las damas de la Corte se esmeraron y esforzaron por su parte en atraerse la simpatía de la joven Reina. Si bien, desde el primer día, Ardid dio muestras de la firmeza de su carácter y de la poca costumbre que tenía de tratar con gentes de tan cortas luces.
Ni un solo día dejó de recibir sus acostumbradas lecciones del Hechicero. Después, montada en su blanco caballo con sus espuelas de oro, galopaba por los alrededores del Lago de las Desapariciones, lugar que la atraía mucho, pero siempre protegida y vigilada de muy cerca por la Guardia que a este fin dispuso Tuso, bajo cuyo mandato puso a Randal. El Capitán estaba tan fascinado por la niña, que se hubiera dejado matar por ella, si el caso lo hubiera requerido.
Sólo una advertencia hizo Tuso al Hechicero, el día que éste pidió un habitáculo donde poder encerrarse para verificar sus experimentos. Y fue ésta:
– No veo inconveniente en ello, Maestro -pues así le llamaban todos, ya que la Reina le daba este nombre-. Pero por vuestro bien os he de advertir una cosa: que toda suerte de brujerías o ciencias oscuras están prohibidas en el Reino de Olar, así como la práctica de toda suerte de encantamientos y sus derivados. De modo que si tan sólo se trata de estudios sobre matemáticas y ciencias nobles, con gusto seréis atendido. Pero no debéis rozar otras zonas más peligrosas, que huelan a magia o cosa parecida: pues la pena impuesta para tales desmanes es la hoguera. Y de ella, ni la misma Reina ni los mismos hijos del Rey serían librados (cuanto más un Maestro, servidor al fin y al cabo, como yo mismo).
– Lo entiendo muy bien -dijo el Hechicero con gran soltura. Ya que toda su vida la pasó en tales amenazas, estaba muy avezado en mentir sobre estas cosas-. Sólo de ciencias nobles se trata. Y habéis de saber que la magia (y todo lo que trate, o a ella se parezca) me repugna como al que más.
– Así lo espero -dijo Tuso muy satisfecho. Sentíase particularmente aterrado por la amenaza de todo lo que escapara a sus humanas entendederas. Y de él había partido la idea de aquella ley, ya que a Volodioso poco o nada le importaban los brujos, hechiceros y demás ralea-. Si es verdad cuanto decís, tened por seguro que tanto a vos como a vuestra querida Reina nada os faltará, y siempre hallaréis en mí, para cuanto se os ocurra, un leal amigo.
El Hechicero quedó tranquilo. Pero no la pequeña Ardid, que, fingiéndose entretenida en unos pergaminos, no perdió ni una sola palabra de lo antedicho. En cuanto se quedaron solos, dijo a su Maestro:
– No os fiéis de ese hombre. Es profundamente antipático, y le veo tan falso como las arenas de un pantano. Haréis bien en no confiarle lo más mínimo sobre nosotros o nuestra vida, pues sólo nos traería desgracia.
– Si así lo decís, querida niña, así será -dijo el Hechicero, poco interesado en la cuestión, y por contra, muy ilusionado ante la perspectiva de poseer nuevamente una guarida donde explayarse en sus secretas averiguaciones-. Los ojos de un niño listo, como vos, ven tres veces más que los ojos de cualquier adulto. Dicho lo cual, haciéndose conducir por un criado, bajó a las mazmorras y eligió la que a su juicio reunía mejores condiciones. Viniendo a ser ésta -sin saberlo él- contigua al Pasadizo de las Liviandades, por cuyo conducto los príncipes Soeces hacían llegar hasta ellos las muchachas robadas. Fabricó él mismo la llave de aquella guarida, y la cosió al interior de su túnica, prohibiendo que le molestaran mientras se hallara allí encerrado. Una vez hecho esto, instaló su cofre, todos sus libros, vasijas, hierbas, elixires y pergaminos, y considerándose el más dichoso de los mortales, se dispuso a continuar la vida que de modo tan desconsiderado había interrumpido, años atrás, el mismo Rey Volodioso que ahora le protegía.
Con mucha frecuencia, el Trasgo del Sur trepaba por los pasadizos del Castillo, y tomando la ruta de los tiros de la chimenea, entraba en la cámara de Ardid. Entonces, organizaban ambos grandes correrías y juegos a través de chimeneas y subterráneos pasadizos: y de este modo, la pequeña oía cuanto se hablaba en la Corte, cuanto se urdía, decía o criticaba a sus espaldas. Y todo lo guardaba en su prodigiosa memoria, para utilizarlo cuando fuera conveniente.
También solían trepar a las almenas de la Torre, y contemplar los campos y los bosques.
El Trasgo bebía con toda la prudencia que le era posible. Pero, así y todo, la niña notó que su contaminación iba en aumento -si bien en grados aún muy pequeños-, y solía decirle con severidad:
– Ten cuidado, Trasgo, ten cuidado. Ayer alguien te vio cuando asomabas la cabeza por la chimenea del Salón del Consejo: era un paje, y atizó el fuego con las tenazas, creyendo que se había introducido allí una lechuza. Ten por seguro que, si no dejas de beber, algún día perderás tu poder y serás visible para todos. Y eso sería tan malo para ti como para nosotros.
– No temas, niña -decía el Trasgo, mientras, animado por el mosto, daba volatines por las almenas-. Mi contaminación es aún muy pequeña. ¡Y bien vale estar un tantico contaminado, si ello me produce una alegría tan grande!
Ambos reían entonces, pero el Hechicero, que a menudo se les reunía por las noches -cuando todos en Palacio creían dormida a la joven Reina-, movía la cabeza con pesadumbre: pues sabía que la otra vía de contaminación -y muy creciente en el Trasgo- era aún más peligrosa para aquel que abandonó sus tierras del Sur por el frío y desapacible Norte, y que ahora vivía entre pasadizos humanos en un Castillo también frío y destartalado -cuando muy bien podía corretear por las jugosas raíces de su tierra, entre viñedos y almendros que, en la primavera, tan hermosos y floridos se mostraban- con tal de estar junto a sus amigos. Pero así era: el Trasgo no podía ya vivir sin su compañía. Y no atinaba a reflexionar que esta contaminación era más embriagadora, más veloz y más peligrosa aún que la causada por el vino que tanto jolgorio y despreocupación inspiraba.
De este modo, iba pasando el tiempo. La niña seguía estudiando y maravillando con su sabiduría a todas las consultas que se le hacían de parte del Rey -por medio de su Consejero-. Y siempre animada por los idénticos propósitos y sentimientos que hasta allí la llevaron, aunque el Consejero Tuso le inspiraba repulsión, ella fingía amistad hacia éclass="underline" si bien ni un solo momento perdió su gran dignidad y altivez, que -al decir de todos- la distinguían como criatura destinada a ser una verdadera Reina. Y aunque las damas que la visitaban la llenaban de irritación y hastío, no mostraba ante ellas este sentimiento: con todas aparecía amable, juiciosa y correcta en sus modales, de forma que si ninguna podía considerar que había ganado su estima y confianza, tampoco podía creer que resultaba desagradable a la Reina. Y así, daba muestras Ardid de una sabiduría mucho mayor que la de aquellos conocimientos en matemáticas, por la que todos la admiraban.
Por entonces sucediéronse las grandes batallas contra las Hordas Feroces de la estepa.
A menudo, los esteparios cruzaban el Gran Río, y, a despecho de la línea de fortificaciones, reconstruida por Volodioso, se adentraban en Olar en incursiones tan rápidas como despiadadas, y sembraban el horror, la ruina y la muerte por aldeas y monasterios. Estos últimos eran preferentemente blanco de sus saqueos: pues no en vano conocían la cantidad de objetos de valor -vasos de oro y plata, joyas y otras riquezas- que allí se acumulaban.
Un sentimiento nuevo brotó en Volodioso, mezcla de ira y atracción hacia aquellos jinetes prodigiosos, y crecía en su ánimo de día en día. Ellos le habían hecho apreciar la supremacía de los hombres a caballo sobre los hombres de a pie, y así se despertó su pasión por estos animales: y cada vez que en su persecución llegaba a apoderarse de sus veloces corceles, la alegría de Volodioso era mayor que la producida por captura de prisioneros, o por infringirles bajas. La estepa, ante sus ojos y su insaciable curiosidad, comenzó a despertarle un desazonante deseo sacudido de creciente insatisfacción. Una sed que nunca logró calmar en toda su vida.