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– ¡No digas eso en mi presencia! -silabeó Ardid, súbitamente enfurecida-. Sus ojos son mis ojos.

– No sé -titubeó el Trasgo-, te digo (y es verdad, pues veo la configuración de su futuro cerebro y esqueleto) que se parece a su padre: como él, será fuerte, sensual y valiente. Pero aguarda: atisbo en el nacimiento de su mirada algo no habitual… ¿Será, acaso, capaz de verme, igual que tú me viste, aquella mañana, en los sarmientos? No sé, querida niña: acaso también se parece a ti…

Pero Ardid no se apercibió -o no quiso apercibirse- de que en aquellas últimas apreciaciones había, por parte del Trasgo, más deseo y esperanza que riguroso análisis. Y tampoco vio -pues ni ella ni el mismo Trasgo estaban en condiciones de prestar atención a tales cosas- la maligna lozanía que, a impulsos de tal aseveración, vivificó la peligrosa raíz que crecía en el pecho del Trasgo del Sur.

– En tal caso -dijo-, no tengo nada que objetar. Si en lo bueno es como su padre, y al mismo tiempo lleva lo mejor de mí, contenta puedo estar: será un gran Rey.

– ¿Es tan importante ser un gran Rey? -preguntó el Trasgo, lleno de curiosidad-. Niña mía, se me antoja difícil entender a los humanos.

La Reina quedó pensativa. Pero, al fin, espantó de su mente un enjambre de vagas dudas, y aseveró:

– Lo es, y aunque sé cuánto trastorna este viaje a mi querido Maestro, anda y dile que venga a conocer a nuestro Príncipe. Así lo hizo el Trasgo, y algo más tarde entró como una tromba por la abierta ventana el Hechicero. Y tal era la impaciencia de su corazón por ver al niño, que acaso olvidó marearse. Sentados junto a la cuna, permanecieron los tres en tiernas pláticas, hasta rayar el alba. Entonces, cada uno regresó a su lugar: el Trasgo al subterráneo, el Hechicero a su laboratorio y la Reina a su lecho. Pero una esperanza, aún tenue como la luz de una luciérnaga, pareció iluminar a los tres amigos.

Apenas despertaron, la Reina dijo a sus doncellas:

– Muchachas, vuestra huida está dispuesta: ya que el Príncipe ha nacido, no os necesito, pues en verdad sé arreglármelas muy bien sola. Por tanto, os revelaré un pasadizo secreto por el que podréis escapar; y os daré uno de mis pendientes, única joya que aquí poseo, a cada una, para que no os vayáis con las manos vacías, pues bien sé que el oro, o cosa que lo valga, mucho ayuda a solucionar todas las cosas de este mundo.

Las muchachas se miraron y quedaron un rato indecisas. Al fin, cuchichearon, y entonces Dolinda, que era la mejor conversadora, manifestó:

– Majestad, lo hemos meditado mucho, y hemos dado en pensar que al fin y al cabo aquí estamos bien guarecidas y alimentadas. No olvidéis que hemos salido del bajo pueblo, y que no es una suerte bendita volver a él. Por otra parte, creed que os hemos tomado gran cariño, pues siendo gran Reina, y gran Señora sobre todas, no sois caprichosa ni malvada como otras damas a quienes nos tocó servir: que nos clavaban agujas y nos arañaban la cara si no las peinábamos a su gusto. Aparte de estas cosas, y una vez ha nacido y hemos conocido al joven Príncipe, hemos de confesaros que él se ha adueñado de nuestro corazón: y mucho nos afligiría abandonaros a vos y a él. Así que, si nos lo permitís, permaneceremos con vos, en tanto no os enoje nuestra presencia.

La Reina las abrazó, complacida. Y así, tuvo dos muchachas con quienes compartir los tristes días de su encierro: pues la compañía del Trasgo y el anciano Hechicero, si bien la confortaba como ninguna otra cosa en el mundo, no llenaba ciertos escondrijos de su corazón que comenzó a atisbar; y por esto, ellos ya no lo eran todo en su vida, como en otros tiempos en que, descalza, recorría campos y viñedos, y miraba al mar a través de una piedra horadada. En la Corte y en el amor que brevemente conoció, había descubierto otros aspectos de la vida que, en verdad, dos ancianos tan alejados del humano ajetreo como eran el Trasgo y el Hechicero, mal podían comprender. La Reina, que ahora por vez primera deseaba conservarse bonita y joven, podía conversar de aquellas cosas con las dos muchachas: ya que ellas, por haber peinado, vestido y maquillado a muchas damas, conocían infinidad de recursos y martingalas sobre afeites, secretos de belleza y de juventud, que Ardid, con toda su gran sabiduría, no había llegado a sospechar. Por otra parte, también conocían aquellas muchachas la veleidad y las debilidades de los hombres, tanto nobles como plebeyos. Y de esto tampoco había aprendido lo suficiente la niña, que creía saberlo todo.

Al fin comprendía Ardid que ignoraba si no el más importante sí un muy provechoso aspecto de la vida entre sus semejantes. Por tanto, no sólo aprendió de ellas estas cosas, sino que mucho les oyó de intrigas y zancadillas, de odios y rencores disimulados bajo el colorete; mucho escuchó de amores apretados bajo la -por ella aún desconocida- tortura de una prenda íntima, que, a decir de las muchachas, oprimía de tal forma las carnes que a una mujer robusta la tornaba en talle de lirio -si bien no podía prolongarse por muchas horas, so peligro de asfixia y amoratamiento progresivo-. En fin, que con estas charlas, Ardid se divertía mucho, y aprendía aún más.

El Príncipe, si bien lloraba con ensordecedora potencia, que denotaba la robustez de sus pulmones, crecía hermoso y gordito. Miraba vivamente interesado las cortinas con pájaros azules, la piel esteparia, o el fuego que ardía en la gran chimenea de piedra. Y cuando llegó la primavera y el frío se alejó hacia otras regiones, y el sol entró por las estrechas ventanas de la Torre Este, sonrió por vez primera a un grupo de pájaros que, sin nadie notarlo, habíanle reconocido como hijo de un hombre a quien amaron mucho.

3

Almíbar, el medio-hermano de Volodioso, era por naturaleza enemigo de la guerra y la violencia. En su primera juventud sufrió muchas afrentas por parte de los hijos del Margrave Sikrosio, excepto de Volodioso. Era casi un niño cuando éste se proclamó Rey; y habiendo dado muerte más o menos directamente a sus otros dos hermanos, reflexionó sobre el destino que debía deparar a aquel niño, apenas llegado a la pubertad. Recordaba con agrado el tiempo en que Almíbar tenía apenas siete años -y quince él-, cuando de paje lo llevaba, portando carcaj, flechas o jabalina. Y el día en que, interpretando el lenguaje de los pájaros, profetizó su reinado.

Así pues, siendo ya Rey, contempló a aquel adolescente cuyos rasgos se le parecían, pero tan suavizados y embellecidos, que sólo tras una intensa y sagaz mirada podía adivinarse que eran hijos de un mismo padre. Pensó Volodioso que Almíbar era manso de carácter, le había secundado en todo, que le amaba y que, si bien no resultaba claro a su entender, la verdad es que sentía hacia el medio-hermano un tibio afecto, como jamás le inspiraron Sirko el taciturno, ni Roedisio el imbécil. Por tanto, lo retuvo a su lado; y a poco comprobó que era tímido y dulce como una muchacha, y que seguía tan aficionado a las letras y a las artes como en tiempos del libro bajo la cornamusa. Aunque era fuerte, hábil y capaz de manejar la espada, si a ello se veía obligado, tal cosa le repugnaba profundamente. Lo llevó consigo durante un tiempo, y tuvo la evidencia de su fidelidad en circunstancia muy significativa para él.

Eran los días de sus campañas del Sur, cuando adicionó a su Reino las regiones de clima suave y codiciados viñedos. En medio de una batalla, una flecha vino a herirle en el hombro: el dolor experimentado le hizo perder su montura, y en el suelo e indefenso, vio un iracundo adversario que se prestaba a partirle el cráneo con su hacha. Fue entonces cuando, inesperadamente, un cuerpo esbelto -e insospechadamente provisto de fuerza y agilidad- se interpuso entre él y su agresor. Era Almíbar, que solía avanzar a su lado, a guisa de escudero. La pequeña daga que, más como adorno que como arma, llevaba al cinto se hundió en el corazón del adversario. Y si bien el hacha de éste desvióse así de la cabeza del Rey, vino, en cambio, a cercenar la delicada muñeca de quien tan valerosa como humildemente le salvó la vida.

Entre las escasas virtudes -aparte sus dotes guerreras y de mando- que adornaban el carácter de Volodioso, contábase, no obstante, su feliz memoria para quien le hizo un favor. Y así como jamás olvidó una afrenta, tampoco se desmemoriaba en esta clase de lances. Desde aquel día, pues, el fraterno sentimiento del Rey se volvió -en cuanto era posible- hacia el medio-hermano. Juró protegerle mientras viviera, y darle cuanto él apeteciera y en su ánimo estuviese.

Terminadas las campañas del Sur, mandó fabricar una mano de marfil, sujetarla hábilmente al muñón del desgraciado y fiel Almíbar, y cubrirla con un guante de rico terciopelo carmesí. Además, le regaló una daga de oro puro con puño de rubíes; y en su hoja leíase este emblema: «Un corazón fiel es digno de vivir». Con lo cual vino a demostrar a todo el mundo que las dudas abrigadas hasta el momento sobre la conveniencia de enviarlo junto a sus otros hermanos, quedaban zanjadas para siempre.

No contento con ello y arrastrado por la euforia de sus crecientes victorias y su engrandecimiento -era el tiempo joven: el hermoso tiempo en que el Reino se enriquecía y ensanchaba aún a costa de las guerras, en vez de desangrarse en ellas; el tiempo en que un Rey nacía y crecía, más aún dentro de su corazón que en parte alguna; un tiempo en que los pájaros, sus amigos, venían a recibirle los primeros a la Puerta Volinka (veíalos llegar a él en bandadas de plata, sobre las murallas de la cada día más rica y poderosa Olar), antes que las campanas del triunfo que volteaban en las torres resonaran en sus oídos-, embargado, en aquellos días, de gloria y de poder, ofreció dar a Almíbar lo que más deseara. El muchacho reflexionó y al fin dijo, ruborizándose, que, puesto que más que otra cosa en el mundo amaba el estudio, para cumplir tales deseos no veía otro lugar más adecuado que ingresar en el Monasterio de los Abundios. Volodioso disimuló su extrañeza, pero al fin concedió a su medio-hermano tan peregrino deseo.

Partió Almíbar con el corazón arrebatado de ilusión, hacia lo que consideraba su más preciado sueño. Pero no llevaba en el Monasterio mucho tiempo, cuando fue devuelto al Rey, con el siguiente aviso del Abad: «Mucho lamentamos devolveros a nuestro dulce y sensible hermano Almíbar, de quien, en verdad, nos duele desprendernos. Pero sabed que si bien parece dotado de buena inteligencia, no parece en cambio provisto, como aquí conviene, de perseverancia y auténtica vocación en cosa alguna. Es lo que podríamos llamar espíritu de mariposa; que no se detiene mucho tiempo en una sola flor. Por otra parte, el joven Almíbar, acostumbrado a vuestra generosa protección, no se adapta a la austeridad de esta Orden: detesta las gachas y la dureza del lecho, lleva bajo el hábito impropios collares e incluso jubón de terciopelo, con la excusa de ser éste un preciado regalo vuestro. Dadas éstas y otras circunstancias, juzgamos que mejor prosperará en la Corte, para entretener a las nobles damas con su aguda y gentil forma de ser y conversar, su buena disposición para la música y el canto, y, en fin, todas esas cosas que a todas luces le hacen más feliz que esta muy severa vida monacal». El Rey quedó perplejo, y ya estaba dispuesto a arrasar el Convento con sus monjes dentro, cuando sospechó que antes debía preguntar su parecer al propio Almíbar. Éste se ruborizó de nuevo, suspiró, y bajando la cabeza, admitió que en verdad la vida en el Monasterio no era ni mucho menos como la había imaginado, y que estaba tan deseoso de abandonarlo como los monjes de perderlo de vista.