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A menudo, larvaban y maduraban en su mente proyectos que no necesitaba anotar, pues se grababan en su memoria de tal forma que nadie los hubiera podido arrancar de allí donde brotaban. Y no era extraño que, en la noche, apagadas casi la totalidad de las hogueras -excepto las que mantenía la Guardia-, Gudú abandonara la tienda y se acercara a la linde de las estepas. Contemplaba allí, al resplandor de la luna, cómo ante su mirada se extendía el extenso y desconocido mundo que tan ardientemente deseaba conquistar y desentrañar. «No me detendré jamás, mientras me quede vida -se decía, contemplando aquella vasta tierra despoblada y espantosamente solitaria-, hasta que ni un palmo de tierra quede oculta a mis ojos y hollada por mi pie. No puedo soportar la sensación de ignorancia. Destriparé el mundo y contemplaré sus despojos; y lo que de él me plazca, o sirva, lo guardaré; y lo que considere superfluo, o dañino, lo destruiré. Y mis hijos continuarán mi labor, y mi Reino no tendrá fin por los siglos de los siglos: pues el mundo, de generación en generación, sabrá del Rey Gudú, de su poder y su gloria, de su inteligencia y su valor, y mi nombre se prolongará de boca en boca y de memoria en memoria, y reinaré (más que mi padre) después de muerto.» Esta ambición le inspiraba una codicia infinitamente mayor a todos los tesoros de la tierra.

En verdad que era austero en su persona -excepto en lo que a las mujeres, el vino y la sensualidad se refiriese- y no tenía ningún apego ni al oro, ni a la riqueza en sí misma, como albergaba su madre, y albergó su padre, y albergaban cuantos -excepto Predilecto- le rodeaban. Había contemplado, con frío y desapasionado asombro, la embriaguez de los hombres que se repartían el botín, y le parecía que en comparación a lo que él soñaba y deseaba -y no había aún alcanzado-, aquello era tan banal como los juegos de un niño que se cree soldado con una espada de madera. Lo mismo sentía respecto a los demás bienes que, según observaba, tan encarnizadamente perseguían todos los hombres: tanto nobles como villanos. Se sentía naturalmente atraído por el sexo opuesto, y gustaba del vino, y era de apetito que correspondía a su naturaleza extraordinariamente vigorosa, pero ninguna de estas cosas le hacían esclavo de ellas y, de todas y cada una de ellas, si el caso convenía, podía prescindir. Sólo se sabía prisionero de aquel íntimo deseo, de aquel sueño, de aquella fiebre de la que a nadie hacía partícipe. Pues esta sed era mayor que todas las sedes, y esta hambre, mayor que hambre alguna.

Al contacto con la agreste y dura naturaleza que muchos días conoció, el Rey Gudú pareció crecer y endurecerse aún más, de suerte que, si ya se acercaba a los dieciséis años de edad, se le hubiera podido tomar por un hombre de veinte. Y cuando al fin, un día, los vigías anunciaron que en la lejanía se divisaba el polvo levantado por una pequeña comitiva, y que ésta era la de su hermano Predilecto, impaciente y ansioso montó en su caballo y él solo galopó para adelantarse a su escolta y recibirle. Cuando vio a Predilecto, halló en él algo extraño que le instó a agudizar su prudencia. Aún no podía calibrar si aquel cambio era bueno o malo, cuando a su vez, también Predilecto le halló distinto: pues había crecido, y atezado su piel, y sus brazos y piernas se habían hecho más robustos, como los de un soldado muy curtido. En su mentón había nacido una suave pelambre de color negro cobrizo, como su cabello. De pronto, se parecía más a su padre. Este parecido impresionó tanto a Predilecto, que el afecto que Gudú le inspirara siempre, se acrecentó junto al afecto que guardaba hacia su padre. Mirándole, se dijo que, pasara lo que pasara -y aunque sus encontrados sentimientos le habían abierto los ojos hacia el mundo y los hombres, y aun hallándose muy lejos de sentir las mismas inquietudes del Rey-, seguiría fiel, dispuesto a defenderle y ayudarle, tal y como había prometido a la Reina. Y que su lealtad no sería jamás empañada por sentimiento personal alguno. A decir verdad, la clase de sentimiento que pudiera tentarle a semejante cosa, se hallaba muy lejos de su mente: tan sólo se trataba de un vago y estremecido aleteo.

Cuando, al fin, los dos hermanos se hallaron a solas en la tienda de Gudú, éste le dijo:

– Príncipe, os veo algo extraño…

– No es nada importante -contestó Predilecto- ni debe preocuparos… Lo cierto es que algo se clavó en mi pecho, por accidente, y desde ese momento no veo cómo liberarme de un agudo dolor que me traspasa y al que no hallo remedio.

– Mostrádmelo. Y si algo se os clavó, ¿por qué no os lo arrancasteis?

– Porque no ha sido posible… Cuantas veces lo intenté, cuanto mayor era el dolor, cuanto más parecía adentrarse en mi carne, manaba de la pequeña herida tanta sangre, que así lo he dejado, por temor a desangrarme en el camino.

Y así diciendo, mostró su pecho a su hermano. Y Gudú observó la gran mancha oscura que cubría el cuero de su coraza. Entonces, se aprestó a decir:

– Habéis sido imprudente, hermano: no podéis permitiros perder fuerza ni vida, en un momento en que tanto preciso de vos. Pero aguardad, que Yahek, el antiguo Jefe de los Mercenarios, y ahora soldado de nuestro ejército, conoce remedios, practica tornillos y sabe detener la sangre de las heridas, ya que de su madre, que era ducha en estas cosas, lo aprendió… Ahora reparo en que el Maestro no os acompaña. ¿A qué es debido?

– Aquí os lo explica vuestra Señora Madre -dijo Predilecto. Pero su voz parecía debilitarse y, mientras tendía el pliego a su hermano, sintió cómo llegaba a su límite la fuerza que le acompañara hasta allí. Tan intenso era el dolor de su pecho, que su rostro palideció como el de un muerto. Tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para no desfallecer.

– ¿No me preguntáis por vuestra esposa, entonces.

– ¡Ah, sí, es cierto! -dijo Gudú, enfrascado enteramente en la lectura de la misiva. Y una vez hecho esto, comentó-: Me parece acertado lo que mi madre dice: si ese invento suyo tan prodigioso puede servirme desde allí, mejor será no tener que cargar con lastre tan incómodo como la persona de un viejo torpe y atolondrado. Y por cierto, mi esposa… ¿es tan bonita como su retrato? Porque en estas cosas, sabes que se exagera mucho. Espero no haber sido engañado, pues en tal caso, sabré corresponder con creces a su ultraje.

– Es mucho más bonita -dijo Predilecto, en tanto sus ojos se nublaban y el dolor le arrancaba un frío sudor, y sentía desvanecerse ante sus ojos cuanto le rodeaba-. Más bonita que mujer alguna…

– ¿Qué os pasa? -dijo Gudú, sujetándole por los codos. Y viendo que verdaderamente su hermano ofrecía un aspecto más de muerto que de vivo, llamó urgentemente a Yahek.

El hombre entró en la tienda, sin tardanza. Tendió a Predilecto sobre las pieles que servían de lecho al Rey, le despojó de la coraza, y quedó inmóvil ante la herida que descubrió en el pecho del Príncipe.

– ¿Qué ocurre? -se impacientó Gudú-. Daos prisa, Yahek. Hemos esperado demasiado su regreso, para retrasarnos ahora por un simple rasguño…

– No se trata de un rasguño, Señor-murmuró Yahek.

Y Gudú vio que el soldado palidecía: lo notó por el tono verdoso que súbitamente invadiera su rostro, por lo común tan oscuro como el de un sarraceno.

– Se trata de una grave herida -añadió el soldado-. Y perdonadme, si no puedo curarle.

– ¿Cómo que no puedes? -dijo Gudú, con tal brillo en los ojos, que no dejó lugar a dudas al soldado.

De modo que, aún con manos temblorosas, como quien se lanza a un precipicio, intentó extraer la piedra que tan malignamente se aferraba al pecho de Predilecto. Pero Yahek había olido ya un conocido perfume, del que su madre, siendo aún niño, le había advertido el peligro: las heridas que emanaban tal perfume, si bien eran de dulzura tal como sólo el más precioso jazmín podía exhalar, resultaban mortales. Y es más, nadie debía ni podía curarlas si, a su vez, no deseaba sucumbir del mismo mal. Por tanto, fingió hacer lo que en realidad no hacía, y con las manos manchadas de sangre se volvió a Gudú y murmuró:

– Cerca de aquí ronda, hace unos días, una anciana que se dedica a recoger raíces y hierbas misteriosas. Señor, por sus rasgos, he visto que pertenece a la raza de las estepas, aunque mezclada, como yo, seguramente superviviente de alguna aldea arrasada por vuestro padre. Si a bien lo tenéis, y animada a ello como yo sé hacer, creo que sabrá curar al Príncipe con más tino y delicadeza que yo; o, por lo menos, conocerá algún cocimiento o cosa parecida que le reanime.

– Pues tráela -dijo Gudú. Estaba profundamente disgustado por lo que tenía por un estúpido incidente-. No tardes en volver con ella lo justo, sino menos de lo justo.

Así lo hizo Yahek. La encontró junto a la espesura. Como solía, se hallaba platicando, en suave murmullo, con una muchacha que recientemente acompañaba al Rey y que éste llamaba Lontananza. Ambas enmudecieron al verle acercarse, con lo que Yahek, que tenía mucho olfato para estas cosas, y hacía tiempo le había sorprendido la profusión de hermosas criaturas que rondaban la tienda de Gudú -aparecían y desaparecían de forma harto frecuente-, intuyó cierta oscura relación entre ambas. Aquella vieja, además, le inspiraba ciertas sospechas de brujería. Se dijo -conocedor, por su madre, de algunos aspectos de estas criaturas- que, si como parecía, más bien se mostraba benévola, tal vez podría aprovecharse de ello.

– Buena anciana -dijo con la mejor de sus voces-, si me seguís a donde os conduzca, y obedecéis al Rey, no tendréis motivo para (según vengo observando, sois bruja) morir en la hoguera como está mandado. -Así consideraba Yahek revestidas sus palabras del mayor tacto y delicadeza posibles.

La anciana le miró largamente con sus ojos negros y brillantes, en los que parecía anidar todo el odio de la tierra. Y al sentir aquella mirada, el rudo Yahek notó cómo su piel se erizaba.

– Lindo soldadito -dijo la anciana suavemente, aunque no podría hallarse en el mundo ser más ajeno a tal epíteto-, el hijo de tu madre, de feliz memoria para mí, no debería decir tales cosas. Pero, puesto que, si no acudo a su tienda, el Rey te desollaría antes de quemarme, te acompaño gustosa si con ello he de evitar dos contratiempos tan poco halagüeños.

– ¿Y acaso sabéis vos, asquerosa carroña -dijo Yahek, ya en su forma natural de expresarse y, a pesar suyo, preso de terror-, quién fue la madre que me trajo a esta cochina tierra?

– En verdad que os expresáis con finura -sonrió la anciana. Con tal dulzura que ni el día ni la noche juntos, ni el mar ni la estepa unidos, ni el cielo ni el infierno en amoroso abrazo hubieran resultado más dispares que aquella sonrisa y la expresión de sus ojos-. En gracia a vuestra gentileza, os diré que sí la conocí, y muy bien: y más de una vez, siendo muy niña, fue su único sustento la leche de una cabra que yo tenía… Y que así, junto a mí vivió lo suficiente para engendrar en su vientre y alegrar el mundo, arrojándole una criatura tan deliciosa como Yahek, el antiguo mercenario y hoy soldado del asesino de su padre.