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A menudo había oído contar que el padre del actual y jovencísimo Wersko había pactado de alguna manera con los guerreros de las estepas, sus -demasiados próximos- vecinos, por medio de tributos o cosa parecida. Incapaz de una cosa semejante, tal idea indignaba a Volodioso, y por tal causa, empezó a despreciar a los weringios. No obstante, se daba clara cuenta de que el País del Rey Wersko tampoco era molestado por las incursiones de las tribus ecuestres. Al contrario: aquel Reino, rico y pacífico, crecía y se expandía en paz. Su comercio florecía también. Opuestamente a los olarenses, los weringios sí cruzaron las Lisias, y mantenían contactos y relaciones con el Sur.

Un día Volodioso se enteró de que, en tiempos ya olvidados, algunos condados de Olar fronterizos a los weringios se querellaron a causa, precisamente, de los límites no muy claros que separaban ambos países. Esto dio lugar a pequeñas guerras y escaramuzas. Luego -y de esto ya casi nadie tenía memoria-, los weringios levantaron en su frontera una alta empalizada de troncos afilados, aunque con los años, aquellas endebles fortificaciones aparecían aquí y allá casi desmoronadas. Y como también, en aquellos días lejanos, los de Olar alzaron en sus límites idénticas defensas, un estrecho pasillo se abría entre ambos, desde entonces llamado el Pasillo de Nadie.

Gracias al comercio que iniciaron con los países meridionales, los weringios vieron prosperar su Reino y sus vidas. Partiendo de aquel Pasillo de Nadie y a través de las montañas que los separaban del mar, los weringios construyeron con el tiempo una ancha vía que les unía al bello Sur. Y mucho gozaban, al parecer, de todas estas cosas. Y muy bien vivían, según oía el joven segundón.

Pero al Margrave Sikrosio poco le importaban tales nuevas. Sólo preocupado en mantener en un puño la Marca, apenas si se apercibía del creciente descontento de condes y barones que la componían. Volodioso se dio cuenta de hasta qué punto vivía su padre, y con él su país, de espaldas al mundo. En ocasiones, cuando se embriagaba, Sikrosio decía cosas extrañas. Señalaba al Norte, y murmuraba: «De la Selva, llega el misterio». Indicaba después hacia el Este: «De la Estepa, la destrucción, el fuego, la muerte…». Luego, volvíase hacia el Sur: «Del otro lado de las Lisias, el sueño, lo imposible…, y la mentira». Por fin, con voz donde latía una misteriosa tristeza, señalaba a Occidente: «Y de más allá de las tundras, el olvido». En estas últimas palabras yacía tan oscuro desengaño o llanto que, oyéndolas, un estremecimiento sacudía de parte a parte a Volodioso, sin que pudiera descifrar su razón.

El descontento general iba creciendo, y llegó a provocar pequeñas revueltas. Pero la supremacía militar de Sikrosio las arrollaba. Sus castigos fueron tan ejemplares, que en los últimos años de su vida, de las horcas de la Torre Vigía, viéronse de continuo bamboleantes cuerpos de todos aquellos que, verdad o mentira, eran tachados de traidores o subversivos.

Pese a todo, los nobles expoliados y vejados crecían en ansias de independencia. Mas estaban tan desunidos, temerosos y dispersos, que Olar perdía de día en día su fuerza: la unión, que con tanto esfuerzo lograra aquel Margrave ya lejano, portador de su autonomía.

Pero estas desmembradas ansias de independencia y esas amenazas de dispersión fueron finalmente el incentivo que condujo a la auténtica unidad e independencia de Olar, su sometimiento total a un soberano, y la constitución de un Reino. Y esto ocurrió tan sólo en virtud de la inquietud y la astucia, el valor y la osadía de un joven llamado Volodioso: un segundón en quien, entonces, aún nadie reparaba.

3

Ciertamente, no sólo de osadía, astucia y valor se hace la historia de los hombres. A menudo el azar, las circunstancias propicias, la aparición de una misteriosa estrella, ayudan no poco a la consecución de sus empresas. También en las de Volodioso las circunstancias y el azar tuvieron su parte en el triunfo. Aunque menos que en otros, si se considera la fuerza de su tesón, de su brazo y de su mente.

Volodioso había crecido en un ambiente rudo, hostil y cruel. Desde muy niño, vio a su padre convertido en un barril de cerveza y embotamiento. Contempló sus abusos y su despotismo, fue testigo de su decrepitud y su estupidez. Pronto comprendió que no sólo los condes y barones vecinos le odiaban, sino cuantos le rodeaban y adulaban. Los caballeros que no estaban a su servicio le temían, los villanos, campesinos y siervos consideraban que el diablo era dueño de sus vidas y hacienda. Allí donde iba su padre, llegaban el terror y la fuerza.

El país hervía de gentes proscritas, fugitivos y bandoleros. Se imponía el peso de la fuerza por comarcas y caminos. Los impuestos, glebas y tributos eran cada vez mayores, y las primitivas Asambleas que instituyera el Conde Olar, corrompidas por Sikrosio, apoyaban sus desmanes. La tropa del Margrave, engrosada por todo infeliz empujado por el hambre o por aventureros de oscuro pasado, era tan despiadada y voraz como su amo; no había otra ley que la de la extorsión y la sangre. Todos sabían que el Margrave practicaba el primero un bandolerismo enmascarado: varias de estas bandas de asaltantes de caminos vivían a sus expensas. Pero nadie se atrevía, aún, a decirlo.

Una sola fuerza realmente peligrosa se opuso al fin a la suya: la del Abad de los Abundios, cuyo pequeño Monasterio había ido creciendo hasta convertirse en centro vital de una villa amurallada.

El Abad Abundio era el único refugio de cuantos osaban oponerse al Margrave. Bajo su iniciativa, se larvó la primera revuelta de importancia que dividió la Marca: los barones corrompidos aliáronse a Sikrosio, y los ofendidos, al Abad. Pero el verdadero origen de esta revuelta fue algo tan simple y aparentemente ingenuo, que difícilmente podría creerse, si no es porque así ocurrió.

Volodioso había cumplido quince años. Su hermano Sirko, tres años mayor que él, era un joven taciturno, de frente estrecha, gigantesco cuerpo y valor tan inútil como desenfrenado, pues su afán de lucha le hacía emprenderla súbitamente con cualquier pequeño feudal, caballero o noble, que, sin motivo efectivo, recibía y rechazaba sus acometidas como mejor podía. Era, no obstante, un buen soldado, y Volodioso lo sabía, como lo sabía de sí mismo.

Volodioso era consciente de los propios valores tanto como de los de los demás. Apreciaba de sí mismo varias cosas: su gran estatura -hereditaria en toda aquella estirpe y que se prolongó hasta el último de su rama- y astucia, unidas a una oscura intuición para adentrarse en los deseos de los hombres y sus móviles, le hacían en todo superior a sus hermanos. Esa intuición le impelía a reflexionar sobre las conductas, los gustos y sentimientos humanos y, en suma, sobre el mundo que le había tocado en suerte.

Como su padre y sus hermanos, no sabía leer ni escribir -sólo los monjes y algún que otro extravagante conocían estas cosas-. Lo ignoraba todo, o casi todo, pero era reflexivo y sagaz, y había aprendido a escudriñar en la mirada, en el silencio y en las palabras de los demás mortales. Tal vez por eso, contrariamente a sus hermanos, mostraba predilección por Almíbar. Adivinaba en el pequeño algún oculto don o poder, que sospechó podía serle de utilidad en el futuro. En cuanto al pequeño, Roedisio, además de malvado era evidentemente imbécil.

Almíbar, destinado a Vigía, vivía prácticamente en lo alto de la Torre con el Vigía verdadero. Dormía y comía allí: rodeado de trompetas, cuernos, bocinas y una inquietante cornamusa. Cuando Volodioso salía de caza y lo mandaba llamar, el medio hermano bajaba saltando de alegría la empinada escalera de caracol. Luego, corrían juntos por el bosque: a caballo Volodioso, en un pequeño asno Almíbar.

Cierto día, Volodioso sintió sed y bajó a beber de un manantial, a la entrada del bosque. Luego se reclinó un momento en la hierba para descansar, con la espalda apoyada en un árbol. Era una mañana de primavera y el sol se filtraba entre las ramas, de forma que venía a dar de lleno en la cabeza del joven Almíbar.

De pronto, Volodioso creyó ver que sus cabellos resplandecían y que sus ojos se llenaban de un extraño fulgor, y aún más, le pareció que se elevaba sobre sus plantas.

– ¿Qué te pasa? -gritó, sobresaltado.

– Escucho lo que dicen los pájaros -contestó Almíbar.

– ¿Cómo lo que dicen?… -se impacientó Volodioso-. ¡Su lenguaje no es el nuestro! ¿Acaso tú, torpe, lo conoces?

Pero veía claramente cómo Almíbar seguía con la mirada y la sonrisa el revoloteo y el piar -de pronto destemplado-, de los pájaros. Al fin, éstos rodearon a Volodioso, se posaron en sus hombros y en su cabeza y, suavemente, picotearon sus orejas y sus labios. Volodioso quedó inmóvil, casi aterrado en su estupor. Luego una nube ocultó el sol y, entre la espumosa neblina que ascendía del torrente, Almíbar quedó en la sombra. Parecía un pequeño elfo, de los que había oído hablar Volodioso a los sirvientes, aunque nunca les había visto.

– Hermano -murmuró Almíbar, arrodillándose ante él-, los pájaros dicen que tú serás el Rey de Olar.

Aquellas palabras conmocionaron al segundón, que no pudo replicarle. Suavemente, le tomó de las manos, izándole del suelo, y, en silencio, regresaron al Castillo.

Prodigiosamente, desde aquel momento, los pájaros casi nunca le abandonaban: venían a su encuentro y le saludaban con gritos que, aunque él no entendía, creía interpretar. Eran siempre los mismos, pájaros humildes, de los que no tienen nombre. Lleno de curiosidad, tomó de la mano a su medio-hermano, paje y escudero. Con él subió a la Torre, y desde allí contempló el horizonte, la inmensa lejanía de donde se avistaba la aparición de enemigos. Hasta allí subieron también los Pájaros Sin Nombre de Volodioso, y escucharon al joven Almíbar -un niño todavía- revelar ingenuamente, sin el menor atisbo de suficiencia o de misterio, como cosas para él cotidianas, sus relaciones con el único mundo que le amaba.

Oyéndole, Volodioso reflexionó y comprendió que si Almíbar fue arrojado de los humanos, sólo los animales y las plantas, el viento y la lluvia, el manantial y el Lago, le acogían en un entendimiento que para él estaba repleto de misteriosos e incomprensibles significados. Así, se enteró también de que Almíbar era instruido a escondidas por el capellán del Castillo. Era éste un monje atribulado, de origen humilde, a quien Sikrosio maltrataba como al más bajo siervo, pero al que necesitaba para que le absolviera cuando, aullando, despertaba sobrecogido por los terrores del infierno. Y ocultaba a todos, pero enseñaba al niño un libro donde estaba escrita la historia de un Gran Rey y un Gran Guerrero.

Hizo Volodioso que Almíbar recitara una y otra vez aquellas historias: hasta el punto de que llegó a aprenderlas casi de memoria. Y tanto pensó y meditó las historias leídas por Almíbar -y otras muchas que ellas hicieron brotar en lo más profundo de su caletre-, que al fin, cierta madrugada, saltó de su lecho y subió a la Torre en busca de su medio-hermano. Había dado al fin con algo que desde hacía mucho tiempo barruntaba y no acertaba a aclarar. Aunque era inteligente, por no tener ocasión de ejercitar este atributo de su naturaleza, sus pensamientos se producían en un curso despacioso, casi tardo. Aunque sagaz, sus conclusiones eran trabajosas y de lenta elaboración.