– Teneos firme, niña querida -murmuró Ardid-. No es momento para desmayos ni alifafe alguno: sois ya la Reina de Olar. Estas palabras tuvieron la virtud de producir en Tontina una fuerte conmoción. Como si bruscamente la sacudieran de un sueño y despertase. Sólo entonces vio a todos los presentes, que la contemplaban extasiados. Y, al fin, sentado en el trono, al Rey Gudú que, contraviniendo las órdenes maternas, levantóse casi de un salto. Y, de pronto, sus ojos grises y brillantes, que resaltaban poderosamente en el atezado rostro, la hirieron como el filo de las espadas. Y súbitamente sintió en su boca un gusto de sangre -como cuando, bordando con la Reina Ardid, se chupaba disimuladamente un dedo pinchado por la aguja; pues el mismo sabor fresco y hondo a la vez, húmedo y oscuro, la embargaba.
Un frío lento y despacioso fue apoderándose de todo su ser mientras buscaba palabras en sus recuerdos o en cualquier rincón de su mente: palabras que huían, como flotantes lucecillas de luciérnagas en la noche, y se deshacían como nubecillas hacia la nave, alta y negra, donde pendían las grandes lámparas de bronce y hierro, en los muros donde las llamas de resina ardían y crepitaban con un fragor que la llenó de un escalofrío inexplicablemente presentido, donde se mezclaban el chocar de espadas, humaredas de incendio, hollín y muerte. Deseó recuperar aquellas palabras tan minuciosamente aprendidas, que -según fue aleccionada- la adentrarían en el Nuevo Plazo de su vida. Eran palabras que hablaban de amor, fidelidad, sumisión, respeto… y algunas cosas más. Pero se perdían, y temía -y sabía- que nunca las recuperaría: porque tal como viera siendo niña, nadie puede retener a las aves cuando emigran del frío hacia las tierras cálidas del Sur.
– Diablos del más oscuro infierno -murmuró Gudú, en dirección a Predilecto, sofocando su risita habitual-. Verdaderamente es más hermosa que su retrato. Razón teníais cuando tan bien la describisteis.
Sin aguardar con aire solemne -como aconsejara Ardid, tras lecturas y comparaciones con ceremonias semejantes-, avanzó hacia la Princesa. Con ambos brazos extendidos, cortó la tímida reverencia que Tontina iniciaba y, elevándola hacia él, la besó. Pero sus labios dejaron en los de Tontina un amargo sabor, mezclado al de la sangre. Sólo atinó a decirse, aturdida, cuán extraño a cuanto había oído resultaba ser el gusto de su primer beso de amor. Y mientras la Corte prorrumpía en gozosas exclamaciones y los músicos llenaban el aire con los sones de sus flautas y dulzainas, pensó qué asombroso le resultaba ahora el hecho de que recibir un beso semejante hubiera sido el motivo que despertara del sueño o arrancase de la media-muerte a sus nobles abuelas. «Qué sabia me parece mi noble suegra, y qué razón tenía cuanto dijo cuando hablamos de este beso y sus posibles consecuencias… No es doloroso perder tal cosa, al tiempo que probarla.» Y pensó que los dientes de Gudú -aunque tan blancos como los de su madre- eran agudos como puñales, y que la presión de sus manos en sus hombros era parecida a guanteletes de hierro. Sus ojos le recordaban el hielo que, en las madrugadas, pendía en témpanos de las cornisas y servía de blanco a las piedras infantiles.
De pronto, sin saber cómo ni por qué, en aquel momento, se despidió de Once, su primo, y de sus amigos, los muchachitos y muchachitas de su séquito, y de las perdices, las ardillas, los ciervos, los cachorros… A su vez, se apercibió de que hacía tiempo que no les veía, hasta el punto de no saber dónde moraban. Desde el día en que cesaron los juegos y recogieron del suelo las últimas hojas del Árbol, teníalos por definitivamente perdidos; pero hasta el momento no había tenido clara conciencia de ello. Así, al recibir el beso de Gudú, se hizo más patente en ella el adiós que acompañaba el último jirón de su Primer Plazo: aquel Primer Plazo del que intentó hablar en su día a Ardid y ésta no había considerado importante. Y supo que sus viejos amigos y sus antiguos juegos, junto a las palabras aprendidas y las palabras olvidadas, erraban sin rumbo, o regresaban sin ella a un país que en un tiempo le fue muy familiar y del que ahora ni aun acertaba a recordar el nombre.
La Reina, con un súbito temblor interno que nadie percibió, excepto el Trasgo y el anciano Maestro -que, como de costumbre, la seguía un paso atrás, a su derecha-, desprendió de su cabeza aquella corona que tanto, tanto, le había costado conseguir y, entregándosela a Gudú, arrodillóse en un lujoso cojín -y, por vez primera, sus rodillas crujieron y, también por vez primera, pensó que la vejez no era algo muy remoto, y no imposible para ella-. Pero dijo, con voz clara y firme:
– Tomad esta corona, Rey Gudú, y coronad con ella a vuestra esposa y Reina nuestra, para gloria de Olar.
Y como el Abad estaba hacía tiempo dispensado de ser el principal ejecutor de estas y otras muchas cosas, el Rey mismo la colocó sobre las sienes de Tontina.
– Así lo hago -dijo- y así lo ordeno, para alegría y obligación de cuantos componen este país; sea por años y años, hasta el último día de la tierra…
Quedaron todos muy sorprendidos por estas últimas palabras -en verdad, algo exageradas, y que además no constaban en El Libro de los Protocolos de Coronación, tan escrupulosamente compuesto e ideado por su madre-. Ofreció el brazo a su joven esposa, y se inició el cortejo hacia el Salón de los Banquetes -que era el destinado a las cada vez menos frecuentes reuniones de la Asamblea, ya que no había otro mayor en el Castillo, exceptuando el del Trono.
El Salón de los Banquetes se había adornado a tales efectos de forma totalmente inaudita. Como la estación impedía disponer de flores naturales, Almíbar había ordenado engalanar paredes y puertas con ramos de acebo, verdes como el Lago, sembrados de granos rojos que brillaban como rubíes. El muérdago se trenzó con hilos de seda, y las grandes lámparas cuajadas de velas encendidas a centenares y adornos de todas las clases convertían aquel lugar, por lo común oscuro, húmedo y desapacible, en un cálido recinto luminoso. Grandes troncos ardían en la enorme chimenea, y sobre lecho de piedras -a cuyo alrededor se habían dispuesto las mesas-, un cúmulo de brasas al rojo vivo, estrechamente vigiladas y avivadas por dos sirvientes, caldeaban la estancia. Tapices y alfombras cubrían por doquier las ennegrecidas piedras, y pieles celosamente atesoradas fueron extendidas bajo los pies y sobre los asientos de los comensales, de forma que la dureza y el frío no les incomodaran. Grandes antorchas alejaban la oscuridad, pues, por lo común, y aun en pleno día y más esplendoroso verano, jamás llegaba a lucir el sol a través de tan estrechos ventanales. Ahora, por el contrario, relumbraban el oro y las valiosas piedras de hebillas, collares y broches. Todos parecían más hermosos y más jóvenes, pues el resplandor del fuego es más benigno que la cruda realidad del sol con los rostros que han dejado atrás la juventud. Y como a los jóvenes y hermosos no perjudicaba tampoco, lo cierto es que a todos favorecía. Si algún sirviente o invitado no lucía como era debido, aquellos resplandores disimulaban descosidos o costuras mal cosidas, manchas o ropas descoloridas.
Ardid y Almíbar se miraron con mutua aprobación y halagüeña sonrisa. También el modesto galón de oro, un tanto mortecino y oscurecido por la humedad, que bordeaba la túnica de Predilecto, brillaba como recién bordado. Y su apostura y belleza -que atraían la arrobada mirada de muchas damas- suplían largamente tales descuidos, de modo que su aspecto no desmerecía en absoluto junto al rico traje -si bien estrecho y altamente embarazoso- que lucía el Rey, quien acabó descosiendo una costura con la punta de la daga.
Muy tarde, en verdad, acabaría el banquete. Estaba previsto -tanto en las cocinas como en los pasillos de sirvientes- que se prolongaría hasta muy avanzada el alba. Y para ello el vino corría y, entre plato y plato, un delicado conjunto de músicos amenizaba la velada. Pero los desposados no debían permanecer en compañía de sus invitados hasta tan altas horas. Así es que, con una discreta seña de Ardid, Almíbar indicó al Rey que había llegado la hora de retirarse a su cámara y como parecía establecido, aguardar allí la llegada de su esposa. Por supuesto, el banquete podía continuar sin ellos. Y mientras Gudú se dirigía a sus aposentos, Ardid y sus doncellas condujeron a Tontina a los de ésta.
Nadie reparó, entre unas y otras cosas, en la brusca desaparición de Predilecto. Nadie, excepto una muchacha, de singular belleza, que oculta tras un tapiz lo observaba todo con ávida mirada, y con más atención que a nada ni a nadie, al mismo Predilecto. Sólo ella lo vio salir y sigilosamente, le siguió. Siempre tras él, salieron al jardín donde les recibió la oscuridad y el frío de la noche.
Era el antiguo jardín de Ardid, aquel que más tarde vio crecer en su centro el maravilloso Árbol de los Juegos, escenario de los primeros tiempos de la Princesa en el Castillo. Pero del Árbol y sus doradas hojas ya sólo quedaban el tronco negro y las ramas desnudas. Y allí, el Príncipe sentóse junto al diminuto estanque, donde aún brotaba el surtidor como el eco de una voz. La luna apareció entonces. A su luz, el Príncipe comprobó que el surtidor estaba rígido e inmóvil. Lo tocó y se dio cuenta de que estaba helado. En aquel momento, brillaron las desnudas ramas del Árbol de los Juegos, pero no con sus extraordinarios colores rojo y oro, sino cubiertas de escarcha. Todo vestigio de verdor y de hierba había muerto, sólo hielo y abrojos cubrían el suelo, donde antes crecían flores de toda especie y forma. Y aunque ningún niño jugaba, ni pájaro ni animal alguno correteaba, sí percibió Predilecto el hueco que había grabado allí su ausencia y el eco de sus voces. Sólo los verdes ojos de la raposa y la mirada amarilla de la lechuza, con su impávida sabiduría brillaron como un fugaz aleteo de luz, y le estremecieron.
En las últimas horas de aquella jornada que tocaba ya a su fin, una suerte de cruel y doloroso despertar pugnaba por abrirse paso en sus pensamientos y su corazón. Y otro pensamiento luchaba fuertemente por desvelar un secreto que alentaba dentro de él, y se repetía: «No quiero saber; no deseo saber nada». Pero sabía. Intentaba dominar una ira sorda y un dolor tan grande como nunca antes sintió, que le invadían, crecientes y tan implacables como caen los granos de arena dorada en el reloj. Una desesperada y casi feroz expresión llenó sus ojos e hicieron estremecer a la muchacha que los contemplaba. Huyó la lechuza y la raposa se deslizó rauda hacia las sombras. Ondina contuvo un grito. Y como la sabiduría que rechazaba Predilecto era aguda como el más afilado puñal, atravesó a su vez la estupidez de la muchacha, y entendió que Predilecto amaba a la joven y reciente Reina de Olar, con amor tan triste y sin esperanza como el que la propia Ondina sentía hacia él. «Ah, no, no -se dijo, entre lágrimas. Eran las primeras lágrimas de su vida, amargas como jamás la sal del mar alcanzó, y tan hirientes como jamás fueron los espinos del bosque-. No dejaré que este amor sea el que te aparte de mí.» Surgió de la oscuridad y, acercándose a Predilecto, le abrazó y besó con tal pasión y fuerza, que despertó de su ira al Príncipe. Una enorme sorpresa y una gran tristeza le llenaron al verla. Y, apartándola suavemente, dijo: