– Hijo querido, calmaos -dijo Ardid, intentando recuperar el ánimo-. Aunque vos tal vez no lo sepáis, es costumbre en muchacha de alto linaje resistir en un principio los impulsos del varón…, pero tened por seguro que tales escrúpulos pasarán pronto, y mucho me equivoco si no llegará el día (y muy cercano, a mi ver) en que sea ella quien os persiga por vuestras dependencias, y seáis vos quien la frene en sus impulsos…
– No digáis tonterías, madre -barboteó Gudú. Y dio tal puñetazo sobre la silla tras la que poco antes se refugiara Tontina, que, bien sea por la humedad que pudría la madera en aquellos lugares, bien porque la carcoma había celebrado inmensos festines en sus patas, bien porque la ira y la fuerza vigorosa de Gudú unidas eran irresistibles, ésta se desmoronó entre el crujir de sus astillas.
– No sólo me ha rechazado, sino que, clara y sucintamente, ha manifestado desear a otro. Y por ello, según me ha hecho saber, todo contacto conmigo le repugna, pues es otro contacto el que, al parecer, añora. Y para que os lo grabéis bien en la mollera -y la miró de la forma que Ardid atinaba prudente no contradecir ni desobedecer en modo alguno-, os ordeno que la entreguéis mañana mismo al verdugo, la queméis viva (a ser posible con leña verde), y cuando se haya reducido a cenizas, me enviéis éstas en una vasija, para recordarme la candidez que he mostrado en este asunto. Para que no vuelva a repetirse en lo sucesivo. También os comunico que en este momento parto para mi Castillo Negro, y allí aguardaré las noticias del cumplimiento de cuanto os digo. Cuando la vasija en cuestión se halle en mi poder, en lugar bien visible la pondré. Y allí estará hasta que se decida la que habrá de ser, a la mayor brevedad posible, mi futura y auténtica esposa. Esto os ordeno llevar a cabo; pero abandonad todo sueño de linajes puros, extraños y complicados: aprestaos a presentarme un buen racimo de mujeres sanas, princesas o pseudoprincesas, que no alteren con fútiles cuestiones el curso de mi precioso tiempo. Ahora, pues, salid, y sabed que no toleraré la menor dilación… En los momentos presentes, Tontina se halla encerrada en la mazmorra que mi Guardia personal os tendrá a bien informar.
Dicho lo cual, a grandes voces ordenó ensillar su caballo y conducir a la Reina a la mazmorra susodicha.
– Permitidme, al menos, una cosa -dijo Ardid, recuperando, si bien con gran dificultad, el dominio de sus pensamientos-. Y ello es que, para evitar escándalos que a nada bueno podrían conducirnos, y estimando que la fiel Guardia está al corriente de lo acontecido (y, como según llega a mis oídos, nuestros invitados y todos en el Castillo andan aún inmersos en el mediado banquete, y de nada se han apercibido), dejéis que lleve el cumplimiento de ese castigo en el más riguroso secreto. Propaguemos la noticia de que la propia Tontina, víctima de cualquier maleficio (de los que, afortunadamente, abundan en su linaje), ha muerto en su noche de bodas…, digamos que por propia iniciativa…
– Haced como gustéis, pero guardaos mucho de no acatar mis órdenes -dijo Gudú-. Y ahora, id sin dilación a cumplirlas.
– Aún otra cosa, hijo mío -dijo Ardid, sujetando a su expeditivo vástago por una punta de aquella camisa tan ricamente bordada para la ocasión y que, al parecer, muy poco impresionara a Tontina-. Afuera está la Guardia de Tontina… y tened por seguro que esos soldados tan intachablemente marciales, vestidos y armados, no aceptarán como buena cualquier cosa: algo debemos hacer con ellos.
– Mi Guardia personal, con Yahek al frente, dará buena cuenta de ellos al amanecer -dijo Gudú-. Por muy bien trajeados que estén, dudo que puedan hacer frente a Yahek y los suyos.
Y desprendiendo de un tirón la camisa de manos de su madre, la lanzó sin miramientos por sobre su propia cabeza; y a grandes voces reclamó sus cómodas ropas de soldado.
Atribulada, Ardid descendió hacia las mazmorras seguida de los soldados. Y aunque bien hubiera querido llamar en su ayuda al Hechicero o al Trasgo, la imponente actitud de aquellos soldados no le aconsejaban, por el momento, tales desvíos. Así pues, siguióles resignadamente y, al fin, estremecida de frío y horror, pisó las más lúgubres dependencias de aquel Castillo.
Un soldado descorrió el enorme cerrojo, enmohecido y cubierto de orín. La luz de la antorcha iluminó, y descubrió, sentada en el suelo, a la Princesa.
– Dejadnos solas -dijo Ardid, secamente. Y entró, cerrando la puerta tras sí.
– ¿Qué has hecho, desgraciada? -gimió. Y aunque deseaba con todas sus fuerzas recuperar su dureza y severidad, la vista de la princesa le impedía de todo punto conseguirlo-. ¿Te das cuenta de que has labrado tu desgracia? Apresúrate, rectifica tus imprudentes palabras, y tal vez, aunque no estoy segura de ello, consigamos que el Rey te perdone.
– No -dijo ella-, no lo haré.
Y nada más pudo conseguir de ella.
Así pues, salió de la mazmorra. Hacía muchos años, mucho tiempo, que no sentía tanta congoja, tan infinita tristeza. Y se dijo: «Acabé imaginando que Tontina era en verdad una hija, y que me amaba: así me lo parecía, y así suavizaba esta honda pena de saber que mi hijo no me amará jamás». De improviso se sintió inmersa en un sueño. Era un sueño anterior, y no sabía con certeza si lo había soñado o vivía realmente lo que desfilaba ante sus ojos: lo cierto es que se hallaba en las almenas de la Torre Vigía, con su amado Almíbar, esperando la llegada de Tontina. La vio al fin. Pero no era su carroza: la que avanzaba sobre la hierba era una nave. Y en aquel país de gentes sin mar, nadie la comprendió -y acaso ni la vio-. Sólo Ardid sintió una punzada en el más escondido lugar de su ser, porque ella sí vio en otro tiempo cruzar el horizonte siluetas parecidas que, después, bajo el viento y el sol, intentaba recuperar, aunque ésta era mucho más esbelta, mucho más hermosa, mucho más fina… «No obstante -se dijo-, ¿cómo llegaba así, sobre la hierba?, ¿cómo avanzaba más allá del Lago?, ¿cómo aparecía entre los abedules y desaparecía entre ellos, y se reflejaba, o lo parecía, para desaparecer de inmediato en la tersura negra del agua?…» Ardid contuvo el aliento. La nave parecía deslizarse sobre un trineo, en una inexistente nieve. Entonces bajó la escalera, abandonó la Torre Vigía y dejó perplejo a su buen Almíbar, que murmuraba extrañas cosas, arrebolado y como ausente del mundo.
«¡Ven acá! -le gritó, angustiada-. Baja de ahí: ya no eres el Vigía.» Pero sí lo era, aunque la sabia Reina lo ignorara. Porque la sabia Ardid ignoraba muchas, muchas cosas.
Cuando se reunió al impaciente y selecto grupo de la más estricta Corte, Ardid apareció de nuevo serena. Pero al ver cómo se elevaba el puente y sentir algo como un resplandor en torno, no pudo evitar que sus manos temblaran. Pues, ¿qué había visto? ¿Tan neciamente fantasiosa se tornaba? ¿Acaso -y le dirigió una furtiva mirada de despecho, ligeramente punitiva- Almíbar la había trastornado con sus viejas historias de viejos seres de viejos mundos y muy barridas tinieblas?
Pero rápidamente se recompuso. Levantando la cabeza, miró a la Guardia con toda la severidad de que era capaz y, entonces, su sagaz mirada le desveló que aquellos hombres, tan rudos y fieros, sentían un gran pavor o dolor -no podía esclarecerlo por llevar a cabo, en la persona de la Princesa, el castigo que Gudú ordenara. Así fue como, súbitamente, recordó a aquel que, en los momentos de apuros, estimaba siempre como más útil, más fiel y más competente:
– Soldados -dijo-, ordenad al Hermano Protector de nuestro noble Señor y Rey Gudú, el Príncipe Predilecto, que cumpla las órdenes de mi hijo.
– Así se hará, Señora -respondió el Capitán de los soldados.
Y a las luces adivinó Ardid el alivio que tal encomienda les producía. Sin más, fue hacia las escaleras; pero aún se volvió para decir a aquellos hombres:
– Y no olvidéis decirle que, a su vez, recoja las cenizas de la que fue, por tan breve tiempo -y reprimió un inoportuno suspiro-, nuestra joven Reina. Luego, yo las entregaré sin dilación al Rey. Y decidle que todo debe ocurrir antes del amanecer. Y, al amanecer, advertid a Yahek de lo que el Rey ha ordenado: que aniquilen a la Guardia de la Princesa Tontina, de forma que no quede huella de cuanto ha ocurrido. Y sabed que vuestras vidas dependen del cumplimiento estricto de cuanto se os ordena y del secreto que respecto a todo ello sepáis guardar.
Presurosamente -demasiado presurosamente, dado su regio porte- se sumergió en las oscuras profundidades que le conducirían, de vuelta, a su cámara.
Y de nuevo el sueño la atrapó entre sus garras: y se vio a sí misma, inclinada sobre el lecho donde la Princesa parecía morir de alguna extraña dolencia; aquel en que una flor apareció en su pecho y la sanó. Y de nuevo la veía, como arrastrando un extraño trineo.
– ¿Qué arrastras, niña?
– .Mi trineo. Es mi trineo.
– Niña mía, estamos en primavera, abandona el trineo. No temas: la nieve está lejos.
– No temo a la nieve, madre, sólo temo a la primavera.
Ardid tomó su mano. Pero apenas la rozó, la soltó, como si hubiera atrapado una de aquellas codornices ensangrentadas y moribundas que sus hermanos solían traer, colgadas al cinturón, y que aún vivían, pero ya estaban temblando dentro de la muerte. Sintió entonces un frío muy grande, y contempló el rostro blanco, los párpados cerrados de Tontina. Y se estremeció de nuevo ante las delgadas, frágiles y sedosas trencitas que, paradójicamente, eran el peinado de un antiguo, rubio y muy temido guerrero. «La primavera», se repitió Ardid, sin conocer lo que decía, ni desear conocerlo. «Tan sólo a la primavera…»
«Es tan joven -resumió al fin, espantando como solía sus fantasmas-. Es aún tan joven… Tiempo vendrá donde no temerá ni al invierno, ni al sol, ni al hombre… Tiempo habrá aún, para no temer a nadie…» Y aunque una súbita idea -«… excepto a sí misma»- bullía en su mente, también la apartó en las grutas de la memoria. Seguramente, junto a otros muchos recuerdos, igualmente inoportunos y demoledores.
Hallábase aún Predilecto en el jardín cuando, como la repetición de un sueño o un recuerdo olvidado, llegaban ahora hasta él una escena y unas palabras:
– ¡Tenéis tanto sol! -decía Tontina, levantando la mano para protegerse-. ¡Vais tan deprisa!… Deprisa crecen las flores, deprisa el viento barre el polvo y las hojas secas y la hierba quemada…, pero allí, de donde yo vengo, el gran frío nos preserva de estas cosas, y estamos tan cerca de nuestros orígenes, que podemos recordar la vida de las estrellas.
– ¿Qué dices? -se extrañó Predilecto-. No te entiendo… Ella se reía como si hubiera oído una broma.