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– ¡Tú no necesitas entender! -decía, tirándole graciosamente de la barba (cosa que le dejó muy confuso, pues tamaña falta de respeto no la hubiera perdonado sino a través de la sangre)-. Sabed que la nieve y los grandes hielos conservan las pisadas de los hombres, y sus llantos y sus risas, mucho más que el ardor y la viveza sureña… Sí, es cierto; allí de donde vengo, no crecen las flores que veremos el día en que tú y yo lleguemos a conocernos. Pero en cambio, cuando esas flores hayan muerto, tus pisadas y mis pisadas caminarán juntas por tundras donde el hielo permite eternas huellas humanas: bien poco es -suspiró-, pero más efímeras son las rosas o el aroma de las fresas.

Predilecto sintió que algo nacía y moría en su interior. Por un momento estuvo seguro de haber alcanzado, por fin, la respuesta a sus innumerables dudas: pero pesaban muchos soles y muchas espadas y muchos aventados amores u odios sobre él; y todo se redujo a polvo, y con el viento se dispersó. En cambio, en las eternas nieves de la princesa Tontina, las palabras imponían sus huellas y horadaban en el tiempo; y en él persistirían hasta que un sol definitivo devorase el mundo para siempre.

Las voces y pisadas de los soldados, y la luz de sus antorchas, interrumpieron sus cavilaciones. Y así, acudió a su encuentro, en demanda de lo que sucedía a tales horas, pues no parecía tratarse de cosa baladí.

– Señor -dijo el Capitán de la Guardia, con voz excesivamente vacilante- os traemos una grave encomienda.

Brevemente, expuso al Príncipe las órdenes del Rey, su hermano, y las de Ardid, la Reina. Y apenas hubieron comunicado tan ingrata orden al Príncipe, dejáronle solo, y en su mano depositaron las llaves de la mazmorra. Y lo hicieron con tal gesto que no parecía sino que tales llaves quemaban como hierro candente.

«¿Qué es lo que oigo? -se dijo el estupefacto Príncipe-. ¿Es cierto o es un sueño, que he de cumplir orden tan horrible, ni aun llegándome del Rey, mi hermano, a quien juré obedecer y proteger con mi vida?» Y era tal la confusión y dolor que aquello, le producía, que ni el horror de semejante orden podía sacarle de un enorme asombro e incredulidad. Pero allí estaban las llaves en su mano. Pesaban como las palabras de los soldados, y en ella se grababan como a punta de fuego.

Ondina se había ido, nadie estaba con él en aquel instante. La muchacha había retornado a la Corte Negra, inundada de pena, para no ver ni oír nada que a él pudiera recordarle. Y él echó de menos una presencia, alguien con quien compartir noticia tan cruel. Nueva que se negaba, desde lo más profundo de su ser, a aceptar.

– No la llevaré a cabo; una y mil veces, no -murmuró como última resolución…

Y comprendiendo que si no obraba con rapidez, el peligro que corría Tontina sería todavía mayor, se dirigió con toda premura a la mazmorra. Abrió aquella siniestra puerta y descubrió, sentada en el suelo, sobre la paja, a la reciente y muy joven Reina.

Ordenó a los soldados que la sacaran de allí. Y viéndola vestida con tan ligera ropa, quitóse a su vez el manto de terciopelo verde que Almíbar le regalara, y, sin mirarla, le ordenó que se abrigase con él. La dejó custodiada por sus hombres y volvió de nuevo al jardín. Una vez allí, les dijo a los soldados:

– Marchaos, y decid a la Reina que cumpliré prontamente sus órdenes.

– Si preciso fuera -dijo el Capitán que les mandaba, con voz trémula-, podéis llamarnos.

– Tengo a mis hombres conmigo -respondió Predilecto-. Y podéis observar que jamás reo alguno se prestó más dócilmente al sacrificio. Decid a la Reina que, una vez consumadas sus órdenes, entregaré las cenizas tal y como me ordenó.

Y una vez los soldados del Rey partieron, los hombres de Predilecto, visiblemente afectados, preguntaron si debían formar la pila de leña de la hoguera, y dónde.

– Aquí -dijo Predilecto-, junto al Árbol de los Juegos.

Y en tanto los hombres cortaban la leña, él ordenó enjaezar su caballo. Y una vez todo estuvo a punto, mandó traer a la Princesa. Y cuando sus hombres la traían y cruzaban el jardín, la luz de las antorchas temblaba en el viento, y el cabello de Tontina flotaba en la noche, como si de otra y más brillante hoguera se tratase. Entonces, el Capitán de sus hombres dijo, rodilla en tierra:

– Señor, os rogamos nos dispenséis de contemplar el sacrificio, pues aunque templados en las mayores atrocidades, ninguna como ésta nos ha llegado al corazón, y tememos rebelarnos ante semejante crueldad.

Y aunque temía las represalias que tan audaces palabras podrían suscitar en Predilecto, éste dijo:

– Ve con tus hombres, y permaneced en vuestros puestos, pues para tan sumiso reo sólo preciso de mi autoridad.

Los hombres partieron. Solos, a la luz de dos débiles antorchas, Predilecto y Tontina se miraban. Y aunque la Princesa se hallaba con ambas manos encadenadas, y creía llegada su última hora, tal era la expresión de sus ojos, que nadie diría sino que por primera vez conocía la felicidad.

Apenas los últimos hombres desaparecieron, y aunque Predilecto conocía la fidelidad de aquellos que de niños le habían acompañado desde las tierras cálidas del Sur hasta las frías tierras de su padre, y no dudaba que todos, hasta el último de ellos, adivinaba cuáles eran sus deseos e intenciones, no dio reposo a su inquietud hasta que sólo oyó el viento, que arrastraba quemados restos de algún último y fantasmal espectro de lo que tal vez fueron flores o tiernos tallos silvestres. Entonces, miró a Tontina. Y sintiendo estallar lo que por tanto tiempo guardaba -y no quería a sí mismo decirse-, con manos temblorosas desató sus cadenas, y oyó cómo ella decía:

– No tiembles, Predilecto, pues este momento vale para mí más que una vida entera junto a Gudú.

– Callad, os lo ruego -dijo el Príncipe. E hincando su rodilla, y sin atreverse a mirarla, añadió-: Aunque bien sé a lo que me expongo, os juro que nadie os tocará mientras yo viva. Y si vuestra vida vale mi muerte, poco precio me parece ésta para salvaros.

Entonces Tontina se inclinó hacia él y, arrodillándose junto a Predilecto, le abrazó tan estrechamente, que toda la fuerza y voluntad de rechazo desaparecieron en él.

– ¿Qué hacéis, Señora? -dijo-. Os ruego contengáis el escaso agradecimiento que debéis a una acción que más obedece a egoísmo propio que a verdadera compasión. Pues si supiera que habéis muerto, mi vida no valdría más que la de cualquier ahorcado de entre los más miserables.

– Callad -dijo Tontina, poniendo su mano sobre los labios del Príncipe. Y a su contacto ambos quedaron mudos, y el mundo parecía borrarse a su alrededor, aquel mundo que tiempo atrás Tontina juzgara hermoso.

Aún pasó algún tiempo, antes de que Predilecto hallara alguna palabra con que iluminar tan oscura y, a la vez, luminosa turbación. Y dijo:

– Os lo ruego, Princesa, no prolonguéis mi sufrimiento. Subid conmigo a mi caballo, y en él os llevaré allí donde una vez soñabais y, según dijisteis, habríamos de conocernos…

– Ese lugar es mi tierra -dijo Tontina, con tal luz en los ojos, que por sí solos parecían llenar de resplandor cuanto miraban-. La única tierra y el único país que me pertenece: pues vos solo sois mi patria, y vos solo mi raza.

Y así diciendo, le abrazó de nuevo, y sus rostros se rozaron, y el mundo se borró alrededor. Predilecto olvidó su fidelidad a Gudú y a la Reina, y a todo juramento que no fuera aquello que, como un dogal sutil y férreo a un tiempo, lo ataba a la Princesa.

– Señora -dijo penosamente, pues muy cerca de sus labios estaban los labios de ella, y muy cerca de sus ojos, los ojos de ella-, no hagáis tal cosa: ya no sois una niña, y no debéis portaros como en el tiempo en que tal fuisteis, cuando nos contábamos historias y jugábamos juntos…

– No soy una niña, bien lo sé -respondió Tontina.

Y su voz parecía lejana y próxima a la vez: como si brotara del centro de su ser y, a un tiempo, huyera por sobre la línea del horizonte.

– No lo soy: el último minuto del Primer Plazo está acabado, y entraré en un Nuevo Plazo que colmará mi vida hasta la última gota. Por eso sé que soy una mujer y que os amo.

Y al oír el acento de aquella voz, Predilecto supo que todo cuanto él deseaba y temía decir estaba dicho. Sus labios se unieron por vez primera, y sus cuerpos se estrecharon uno junto al otro. Y, al fin, Tontina dijo:

– Éste es el primer paso del fin, Predilecto: y os suplico, por lo que podáis amarme, que lo prolonguéis mientras sea posible. Pues si el primer beso de amor debiera ser el último, no quiero presenciar el fin.

– No habrá nunca fin -dijo Predilecto.

Y besándola una y mil veces, sintieron como si bajo sus cuerpos brotara un tiempo nuevo y viejo a la vez: un tiempo en que el jardín de Ardid había florecido misteriosamente y el Árbol de los juegos resplandecía. Así lo sentían sobre ellos; bajo sus ramas heladas creyeron que brotaban de nuevo todas sus hojas, y que como lluvia de oro caían y les cubrían. Ni la escarcha ni la agostada y húmeda tierra del jardín muerto eran verdad para ellos; ni el frío de la noche, ni la oscuridad, ni la pálida frialdad de la luna. Era el sol, tan cálido y maduro como jamás estuvo, el que lucía sobre las vides, los almendros y los olivos. Y no era el helado viento que agitaba la espesura de los bosques lo que les llegaba, sino el rumor de un mar tan azul como jamás contemplaran otros ojos que aquellos que, libres de toda ceguera humana, sabían mirar a través de una piedra horadada. Y sentían o sabían que el mundo tal vez fue, o podía ser, o sería, hermoso.

Y se amaron de tal forma, que en mucho tiempo -antes y después de ellos; y en tierras aún muy lejanas a las suyas, o en siglos remotos, a ambas orillas del tiempo- no llegarían a amarse igual dos criaturas humanas.

Sólo cuando una luz dorada comenzaba a rozar las copas de los árboles, Predilecto despertó del sueño profundo y lúcido que había conocido por primera vez. Alzó la cabeza y vio amanecer un nuevo día. Sintió frío, estrechó más a Tontina contra él, y creyó despertarla también, diciéndole:

– Hemos de huir, porque está amaneciendo; y nadie debe hallarnos aquí. Algún lugar habrá en el mundo, donde podamos ocultarnos de toda la ira, la maldad y el egoísmo de la tierra.

Pero un frío más grande -uno que partía de sí mismo- le llegó, al contemplar cuán blanca y fría estaba la piel de la Princesa. La abrigó más, y la apretó contra su pecho, diciéndole:

– ¿No oís? ¡Debemos apresurarnos!

Pero los ojos de Tontina estaban abiertos, y era su transparencia igual a la que algunos días de sol ofrecía el mar, que podía verse en ellos el fondo. En las pequeñas playas, la arena de oro y las algas y el suave deslizarse de los pececillos dorados revivían ahora en su memoria, contemplándoles. Oyó entonces la voz de Tontina: era una voz lejana, como si de alguna bóveda muy alta -tal que el cielo mismo- bajara; o brotara de una azul profundidad.