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– No lloréis más, os lo ruego -se impacientaba la Reina, si bien su voz temblaba como el cielo antes de la lluvia-. No lloréis más, queridos míos: otras niñas hay en la tierra, y tan lindas y tan dulces como la Princesa Tontina. No lloréis más, secad las lágrimas y pensad un poco en nuestros problemas.

Pero Almíbar -y díjose Ardid, de nuevo, cuán gordo y fofo se volvía por días- secábase sin rebozo la nariz y los ojos con un pañuelo bordado, regalo de Leonia, mientras decía entrecortadamente:

– ¿Era preciso…, era preciso, Ardid, segarla de la tierra?

Y el Hechicero, a su vez, ocultaba el rostro entre las amplias mangas de su túnica rezurcida y viejísima -ahora atinaba en ello Ardid-, diciendo:

– Bien, querida…, ¿era preciso hacer tal cosa?

– Así lo ordenó el Rey -dijo ella-. Y el Rey es el Rey.

Pero su argumentación, si bien no hallaba réplica, no detenía tanta desolación. Y sólo el Trasgo no lloraba: pues sus lágrimas estaban sólo ligadas a Gudú, que no le conocía; y sólo en el dolor que le infligía que no podía verle, solían brotar: y además a través del vino.

– Era su último Plazo -repetía, de tanto en tanto. Si bien, como era ya cada vez más frecuente, sus amigos no le entendían-. El Plazo es el Plazo, ¡qué le vamos a hacer! No sé por qué os extrañáis tanto: todo sucedió tal y como debía suceder. No sé a qué viene tanta consternación.

Aunque, naturalmente, nadie le hacía caso.

– Ya amaneció -dijo la Reina-. Ahora, los hombres de Yahek destruirán su Guardia. Y quiera que nadie, sino ellos y nosotros, sepa lo que en verdad acaeció. Pues tengo para mí que ni su padre ni todo su linaje nos lo perdonarán…

– ¿Su padre? -dijo el Trasgo, asombrado-. ¿Cómo puedes decir eso? Harto tiene ahora con su nueva esposa, que le dará nuevas hijas y, a su vez, nuevas preocupaciones traerán. Ten por cierto que su padre ya la ha olvidado, como olvidó a anteriores Tontinas…

Y en efecto, la Reina procuróse, con ansiedad, noticias de lo que ocurría. Y, al tiempo que los hombres le traían la vasija azul con las cenizas -que ni pudo tocar, y ordenó fueran enviadas prestamente a su hijo-, enteróse de que los hombres de Yahek habían cumplido su cometido.

– Haced venir a Yahek -dijo la Reina, llena de curiosidad, pues algo temía que no sabía decirse-. Y que me explique punto por punto cuanto ha ocurrido.

Un tanto azorado, llegó Yahek y, postrando rodilla en tierra -pues jamás señora alguna como aquella Reina le produjo mayor azoramiento y respeto-, explicó:

– Fue algo extraño, en verdad, mi Señora. Lo cierto es que, bien dispuestos, caímos sobre ellos por sorpresa; y ya me extrañó hallarlos en perfecta formación, y en torno a la carroza de su Señora. De modo que mejor blanco no podían ofrecernos. «¡Rendíos, o sois muertos!», dije (por decir, pues es la costumbre, aunque de cualquier manera bien muertos los tenía en mi intención). Así que, con gran sorpresa, vimos que no se movían, y que en su lugar, impávidos y en verdad majestuosos, si me permitís tal comparanza, permanecían. «Rendíos, cobardes», les grité. Y viendo que seguían como sordos y ciegos y mudos, contra ellos arremetimos (créame, Señora, que con harta furia, pues algo había en ellos que mucho nos imponía). Y así, sin moverse ni alzar espada o lanza, de las que tan bien estaban pertrechados, les atravesamos sin esfuerzo alguno. Cuando, he aquí, que se desmoronaron. Y cuando sobre ellos caímos para despojarlos, pues sabéis que el botín nos está permitido por vuestro augusto hijo, y es la razón de nuestra fortuna, destripándolos con lanzas y espadas, llegamos a apercibirnos que sólo había en su interior esto.

Y así diciendo, mostró un puñado de paja a Ardid.

– ¿Esto?-dijo la Reina, asustada-. ¿Cómo es posible?

– Tal como lo oís, Señora. Eran, ¿cómo deciros?…, igual que esos muñecos que fabrican los campesinos para asustar a los pájaros y evitar que devoren la simiente: espantapájaros.

Ardid tomó aquel puñado de paja, que se deshizo entre sus dedos.

– Y así -continuó Yahek-, nos repartimos sus vestiduras. Y he de deciros que, pese a su lujosa apariencia, estaban hechas de tan apolillada y efímera sustancia, que se deshicieron como polvareda entre nuestras manos. Y en cuanto a sus armas, ¡oh, Señora, qué horrible decepción!, dentro de sus vainas, las espadas eran verdes hojas de lirio, como las que a veces usan los chiquillos para fabricarse espadas con que jugar. ¿Y sus lanzas?…, sólo quebradizas cañas las mantenían enhiestas. Y así, tan sólo lumbre y ceniza, paja y polvo, quedó de tan imponente Guardia. Y lo mismo digo -añadió- de la carroza: pues sólo una corteza de calabaza había en su lugar y, a lo que vi, bastante reseca y pasada, como conservada durante muchos años.

Ardid despidió a Yahek, precipitadamente. Corrió a su cámara, donde ella misma vigilaba los cofres que trajera, colmados de riqueza, la desaparecida Tontina. Los abrió, y con desfallecimiento, cayó de rodillas en el suelo. Allí la encontraron sus fieles amigos, deslizando entre sus dedos, con aire ausente, infinidad de piedrecitas de diversos y lindos colores. Una mariposa de oro escapó a ellos: volando alcanzó la ventana y huyó, aterida y desorientada, hacia el vasto mundo.

Ardid permaneció aún algún tiempo en la misma actitud. Y sólo al cabo de mucho rato se levantó, y todos vieron que sus pasos no tenían la acostumbrada gallardía, y que sus hombros se doblaban suavemente.

Fue al cuarto de Tontina y, allí, la miraron todos los muñecos de tal forma con sus ojos de vidrio, que rápidamente salió de la estancia. Y dijo:

– Que recojan cuanto hallen en las que fueron habitaciones de la Princesa Tontina. Y que lo suban todo a la más alta y más lejana torre, bajo el tejado de la Torre Norte, que condenó el Rey Volodioso.

Así lo hicieron: pues en la Torre Norte había un puntiagudo tejado azul, que en tiempos construyó Volodioso, imitación de alguno que llamara su atención. Y bajo aquel tejado, unas vastas buhardillas se enmohecían y alegraban, a trechos, según el sol o la niebla tenían a bien visitarlas.

3

Cuando el día estaba ya mediado, Gudú recibió las cenizas de Tontina. Las colocó en lugar visible, junto a su lecho, de tal forma que, todos los días, al despertar, le recordaran su ligereza en lo que tocante a bodas se refería. Y acariciando a la joven y hermosa criatura que le esperaba al llegar al Castillo Negro, dijo:

– ¿Ves lo que les pasa a las mujeres necias? Ésa se llamaba Tontina, y ahora reside ahí, convertida en frágiles cenizas.

Y ante su asombro, la muchacha prorrumpió en gritos de alegría, y, abrazándole, mostró hacia él un entusiasmo que, hasta el momento, había resultado un tanto reacio.

«Ella ha muerto, luego el mal ha cesado», se decía la inocente Ondina. «Ella ha muerto, luego el Príncipe es mío.»

Y aún más alegría experimentó cuando, aquel anochecer, Gudú ordenó que enviaran un aviso a Predilecto para que se incorporara prestamente a la Corte Negra, donde, al parecer, se preparaban muchas cosas.

Sorprendido, el Rey -y la misma Ondina- recibió una carta de la Reina que le comunicaba que Predilecto había desaparecido desde el día en que dio muerte a la Princesa; y que de él nadie sabía nada, ni se tenía noticia alguna. Con lo que -temía la Reina-, por las muchas extrañas cosas que tras su muerte habían ocurrido, tal vez algún hechizo se había cernido sobre el hombre; acaso sufría algún castigo, de forma que había desaparecido, tan misteriosa como extrañamente.

– En verdad que es raro -dijo Gudú, pensativo-. Pero no tengo gran fe en cualquier especie de encantamiento o brujería, por evidente que parezca. Créeme: sólo en seres tan evidentes como tú tengo puesta mi fe.

Y, riendo, palmoteó campechanamente el trasero de Ondina. Ésta lo miró entonces gravemente, y se retiró en silencio.

Así que estuvo a solas, Ondina salió al bosque y buscó, entre la espesura, a la Bruja de las Estepas.

– Amiga -le dijo-. ¿Sabes algo? Ando muy confusa: pues ha muerto la que robaba el amor de Predilecto, y ahora que lo tengo libre de tal cosa, él ha desaparecido.

– No sé qué decirte -exclamó la anciana, con aire fatigado-. Son muchos mis años, y las largas caminatas a que me obliga el odio hacia Yahek no dan reposo a mi cuerpo. Muy lejos quedan de mí los asuntos del amor. Y creo que de poco te servirán mis suposiciones.

Pero viendo la tristeza de la muchacha, añadió:

– ¿Por qué no sigues el hilo de las corrientes, hacia el Sur?… Tengo entendido que tu Príncipe, allí tenía arraigado gran parte de su origen. Tal vez esté ahora allá, en busca de su perdida felicidad…, o intentando reparar algún mal.

La anciana, si no muy lista, al menos era sabia en vejez, y atinó en parte con su consejo. Pues cuando Ondina se sumergió en el manantial y se dirigió al Sur, ya cerca del mar, en un viejo y abandonado Castillo, vio el caballo de Predilecto y a dos de sus soldados. Aguardó a la noche, anhelante, sabiendo que allí estaba él y que, con toda probabilidad, aquella noche obtendría su amor.

Apenas había quedado solo, Predilecto se sintió invadido de un recuerdo: «Es allí donde tenemos que conocernos mucho». Presa de un solo pensamiento y un solo deseo, en la bruma de la mañana brillaban la crin leonada de su caballo y su lomo color avellana. Lo montó y, jinete sobre su lomo, partió hacia el Sur, hacia las tierras amadas de su madre Lauria. No supo cuánto tiempo -ni si eran años o instantes, o sólo un tiempo anterior a todo lo que le había sucedido-, pero si a alguien encontró o vio en el camino, o le preguntaron alguna cosa, él nada podía decir, ni recuperaba su voz.

Cierto día llegó en que, por fin, reconoció el paisaje: las suaves colinas, las viñas, los almendros, los olivos y el mar. Pero aunque el invierno había llegado allí también y su frío color invadía la tierra, él sintió cómo todo su ser renacía de la bruma -pues la bruma parecía rodear su vida desde el día en que partió a Olar, en busca de su padre, hasta aquel momento-. Al fin, distiguió el Castillo que fue de su madre y aún le pertenecía. Y entonces recordó a los muchachitos de las Tierras Negras, y a su viejo sirviente, que había enviado allí, tiempo atrás. Pero a medida que se acercaba, la niebla trepaba del cercano río e invadía nuevamente el mundo. Y así, entró en el recinto amurallado sin hacerse anunciar: pues las puertas estaban abiertas y podridas, y mohosas las cadenas y cerrojos. La hiedra invadía los muros y penetraba en las estancias. Allí, donde fuera niño un día, sólo encontró polvo, moho y muebles astillados, vestigios de un mundo que ya no era, como si alguien hubiera desalojado todos los recuerdos, entrado a saco y llevado con él todas las cosas. Sólo, en el marco de alguna ventana, un girón de tapiz flotaba al viento. Y las telas de araña, como sutiles velos, brillaban a la luz que entraba por las rendijas.