Así lo hizo Yahek, y como entre los Cachorros estaba vedado el duelo a muerte, eligió los cuatro más prometedores. Pasó el resto de la noche entrenando a Lisio, hacia el que había cobrado un gran afecto, como si de algo propio se tratara.
– Hijo -le dijo al fin, cuando juntos reposaban, próximo a rayar el alba-. Déjame llamarte así, puesto que mi propio hijo, aún muy niño para ser adiestrado, quisiera que fuera tan fuerte y bravo como tú eres: ten por seguro que si a ti te vencen y te arrojan de este lugar, yo contigo iré.
– No -dijo Lisio, mirándole de forma que Yahek no entendió-, no me vencerán; porque mi fuerza brota de un lugar más oscuro y violento que mi cuerpo. Y si me vencieran, queda tú con quien es de tu raza, pues conmigo no hallarías reposo sobre la tierra. No soy tu hijo, ni lo podré ser jamás.
– Tus palabras me atemorizan -dijo Yahek-. Y si no ser mi hijo, ten por seguro que por ti velaré, mientras me sea posible, como padre.
Apenas en el Patio de las justas se había levantado el sol, se inició el reto entre Lisio y los cuatro cachorros seleccionados por Yahek. La lucha fue muy dura para Lisio, pero en el primer encuentro venció a todos ellos.
El Rey quedó tan maravillado de Lisio, que al punto olvidó su antipatía hacia él. Y como inclinado más a la lógica de los hechos, que a las vagas premoniciones sin verdadero fundamento, al punto le nombró jefe de Todos los Cachorros, y le entregó de su propia mano una espada recién forjada, en la que podía leerse su nombre y esta enseña: «Quien sirve al Rey Gudú se sirve a sí mismo, a través del tiempo y del mundo». Era larga la frase, pero también lo era la espada, la más larga y pesada que en manos de cachorro se había prestado en la Corte Negra.
Aquella noche, Lisio reunió secretamente al grupo de jóvenes del Sur, y les dijo: «Juro por esta espada que vengaré a mi padre y a todos los de nuestra raza, y juro también que aquel de vosotros que reniegue de nuestra consigna, será el más castigado». Los muchachos juraron a su vez. Pero Lisio no se apercibió de la duda que había nacido en todos ellos. Y en breve podría comprobar cuán frágil es la humana naturaleza, cuán frágiles los humanos juramentos y cuán indefensa una espada de niño -aun con tan larga frase como larga hoja-, en soledad contra el egoísmo y la ceguera que cubre la tierra.
Pues no habían transcurrido muchos meses -apenas el sol había derretido hasta la última nieve-, Lisio, que bien conocía la tierra donde pisaba, comprendió que el buen tiempo, tan esperado, había llegado. Sabía que el invierno era el peor enemigo de los fugitivos, y la muralla donde se estrellan los más valientes o míseros luchadores. Más de una vez su abuelo le había dicho que el sol del verano era la más preciosa riqueza de los pobres. «El tiempo cálido fortalece el cuerpo y el espíritu -le decía-, y sólo en el verano se atreven los pobres a levantar su cabeza contra el poderoso. Porque en el invierno el hambre es más afilada, la carne aterida tiembla, los ojos se cubren de hielo y de sed. Y si en el invierno los poderosos tienen techos abrigados y leña en abundancia, las raciones se acortan para el pobre, la paja se seca y muere en sus techumbres, y la leña nunca basta a calentar los ateridos cuerpos. Nunca emprendas nada, Lisio, en invierno. Sólo mis palabras pueden defenderte, bajo el sol, de la injusticia y la crueldad humanas: de suerte que lleva mis palabras a tus hijos y éstos hasta los suyos, hasta el día en que los oídos escuchen y los ojos vean, y las conciencias despierten.» Y Lisio, tal como lo prometió, no lo había olvidado.
Pero muy grande fue su amargura, su decepción y su ira cuando llegó el día que mentalmente juzgó el señalado y, reuniendo a sus viejos amigos, les dijo que al alba partirían, armados hasta los dientes y con los zurrones repletos de víveres.
– ¿Adónde iremos? -dijo el mayor de sus amigos, con desconfianza.
– En busca de nuestros hermanos: hacia las minas del antiguo País de los Desfiladeros. Y en busca de todos los Desdichados que en la tierra moran y a nosotros se unan: y os juro que mi ejército será más numeroso y más fuerte que el del Rey, porque la desesperación es arma que ni Gudú ni sus secuaces conocen.
Pero sus antiguos amigos bajaron la cabeza y nada respondían. Hasta que, al fin, uno a uno, fueron apartándose de él, y sólo halló, a través del cristalino velo de sus iracundas lágrimas, a Iro, su perrillo, que le miraba tiernamente fiel, con todo el sol de la tierra -según le parecía- encerrado en sus redondos y ya cansinos ojos de ciruela.
Con toda aquella amargura, partió solo aquel amanecer, y solo salió al campo y solo se internó en los bosques que tan bien conocía; acompañado, únicamente, del tenue jadeo de Iro, que hollaba tras él las jaras, los helechos y las primeras luces que el verano recién nacido despertaba en la oscura enramada.
Cuando Yahek, consternado, tuvo noticia de su desaparición, en vano lo buscó por todas partes. Entonces, con el corazón atravesado de dolor, siguió los pasos de la Bruja. Y ella le dijo que había escondido a su niño en el hueco del tronco de un roble: porque los robles son criaturas que sobreviven tiempo y tiempo a los humanos. Y la Bruja, que tanto rencor guardaba hacia Yahek, dijo que las alimañas lo habían descubierto y devorado. Ella sola había podido enterrar sus huesos bajo una piedra.
Lleno de pena, como si su corazón estuviera sepultado bajo aquella misma piedra que, según creía, cubría la tumba de Lisio, Yahek sollozó, acaso por primera vez en su vida.
Desesperado y dolorido, regresó al Castillo Negro y halló a Gudú muy irritado. Y éste le dijo:
– No merece la pena un mísero cachorro de alimaña para que así abandones tus deberes.
Por lo que le castigó a diez latigazos que, en verdad, no le dolieron ni la mitad que aquella ausencia. Y todos, menos él, olvidaron a Lisio, y la vida continuó en la Corte Negra sin su presencia.
Sólo cuando ya no se oían cascos de caballos ni voces de soldados, y el verano extendía su tibieza húmeda sobre los campos, y secaba las flores y la hierba y cubría de polvo los caminos, salió Lisio de su profundo escondite entre las viejas minas, cuyos laberintos sólo él, o un trasgo, hubieran logrado escudriñar sin peligro de sus vidas. Y partió, racionando su pan y su agua -compartiéndolos con Iro-, hacia la región montañosa de los Desfiladeros. Escurriéndose paso a paso, desde las Tierras Negras de los Desdichados hasta las gentes sin patria: los que nada poseían, los que ni siquiera tenían nombre. Y a los que pudo proveer -en su medida, harto pequeña- de víveres y armas.
XVI. LA ISLA DE LEONIA
Estaba ya avanzado el verano cuando la joven Lontananza no pudo ocultar por más tiempo su estado de embarazo. Ello le causaba temor, pues no sabía cómo tomaría el Rey aquella novedad, y las reacciones de Gudú eran tan impenetrables como sus pensamientos. Juzgaba, y con razón, que después de cinco meses de disimulo en que, ayudada por las otras dos muchachas, había intentado oprimir su cintura y dar flexibilidad a su talle, lo mejor era que, aconsejada por ellas mismas y por Indra, y dado que Gudú parecía en verdad satisfecho, se lo dijera aquella noche al Rey, mientras en amigable compañía bebían y cenaban:
– Señor, he de comunicaros una nueva que, si bien me llena de gozo, no sé cómo será tomada por vos.
– Habla de una vez -dijo Gudú, con aire distraído-. Sabes que no tolero los rodeos, cuando más sencillo es caminar en línea recta.
– Pues, Señor, lo cierto es que, si no me equivoco, espero un hijo de vos, mi Señor y Rey.
– ¿Qué dices? -casi gritó Gudú, pues (que él supiera) tal cosa le ocurría por vez primera.
– Así es -añadió, temblando, la muchacha-. Pero os pido que, si ello os desagrada, me dejéis retirarme al aposento de las mujeres, y con ellas vivir: aunque suplicándoos que me dejéis guardar al niño conmigo.
Gudú quedó perplejo ante esta revelación. Al fin, hizo levantar a la muchacha de su asiento, y ordenándola acercarse, apoyó su oído en su vientre, palpándolo tan rudamente que Lontananza sofocó un grito.
– No tiembles, estúpida -dijo Gudú-. No hallo crimen en tal cosa para castigarte por ello, puesto que, en tal caso, a mí mismo debería castigarme también.
Y riendo, con su risa cortante y breve, la apartó, diciendo:
– No es mala idea la tuya: vete en buena hora al departamento de las mujeres y ten allí a tu hijo. Y si éste crece fuerte y sano, como espero, mándamelo decir. A la edad conveniente, ingresará entre los Cachorros. Pero si es enfermizo o tarado, o mujer, guárdalo contigo o tíralo a los perros, según desees o juzgues, y no me vuelvas a molestar en lo que te reste de vida.
Con lágrimas en los ojos -aunque ocultando el rostro, pues sabía la aversión que sentía Gudú hacia el llanto- se retiró, seguida de la triste mirada de sus dos amigas.
– ¿Qué ocurre? -dijo Gudú enfadado-. ¿Qué funeral estamos celebrando? Alegrad esos rostros (que, a decir verdad, ya empiezo a conocer en demasía) si no queréis reuniros con ella.
Así pues, las dos muchachas compusieron sus sonrisas, si bien con íntima pena, tanto por Lontananza como por ellas mismas. Y la cena terminó sin incidentes.
Pero aquella circunstancia hizo cavilar a Gudú sobre el hecho de que, en verdad, no había dado aún heredero legítimo al trono. Y como su reciente ley ordenaba sucediese así, de forma que sólo la estirpe legítima ciñese la corona, en cuanto rayó el alba apresuróse a enviar un emisario a Olar, pidiendo a su madre el cumplimiento rápido de sus órdenes. Ya que el clima se ofrecía cálido y propicio, debía solucionar tales problemas antes de emprender la más audaz empresa, planeada detenidamente, y que habría de llevarle nuevamente a las estepas.
En Olar, la Reina y su Corte arrastraban aquella vida lánguida y monótona que siguió a la desaparición de Tontina y de Predilecto. El desánimo mantenía a Ardid en una rara apatía, poco común en ella. Poco a poco, fue descuidando su acicalado aspecto y, si bien seguía siendo una hermosa y madura mujer, no se cuidaba de ocultar con afeites el paso del tiempo, ni de escamotear entre las trenzas las canas que, día a día, invadían sus rubios cabellos. Aunque -más quizá por un sentido estricto de sus obligaciones que por gusto propio- seguía ofreciendo en el Castillo recepciones y bailes, donde podía observar a las hijas menores de los nobles, y proyectar, desde la sombra de su camarilla, enlaces pertinentes, o deshacer los que juzgaba poco pertinentes, lo cierto es que no hallaba en estas cosas el placer de antaño.